martes, 10 de noviembre de 2009

Algo más de cuatro Vedas en una sola pecera

Ganador del Premio Más Allá 1986 al mejor cuento de ciencia ficción inédito. Publicado originalmente en el volumen Fase Uno, compilado por Sergio Gaut vel Hartmann.





22 de abril

Ahora yo lo miro nadar. Nadar o flotar, quién sabe. Ni una cosa ni la otra. O ni siquiera. Me pierdo siguiendo sus saltitos y curvas en la atmósfera opalina del tanque y pienso en que nomás ayer los pioneros repetían sin cesar que el descubrimiento de una forma de vida extraterrestre, aunque más no fuera un humilde microbio, sacaría a la Biología del provincialismo. Parece ayer. Este pobre bicho, sin embargo, lo único que ha hecho hasta ahora es dar una función continua de cabriolas y apresuramientos. El aire le brilla alrededor. No es aire, claro. Es una forma de decir: "aire". Este saltimbanqui venido del espacio me apena, no lo puedo ocultar. Todos mis colegas en este instituto están con un estado de ánimo opuesto al mío desde ayer, desde que este extraño animal de luz, como dijo alguna vez Neruda, llegó al tanque que ahora lo encierra. Da vueltas y vueltas y brincos cada tanto, como el que salta de costado para no ser salpicado por un auto que vacía un charco. Izquierda, arriba, derecha, abajo y vuelta: coda. Debe sentirse, no sé: ¿desorientado?

Ayer mismo discutíamos y tratábamos de explicarnos la razón de su constante movimiento. Pero yo pude concentrarme nada más que en esto: no conoce el mezquino cansancio. Y está desorientado.

Por lo demás, estoy convencido de que aquí nadie ha sabido observarlo en un estado espiritual de pura contemplación, es decir, sin meditaciones saturadas de fórmulas químicas (el bendito CH2CN del cometa, por ejemplo) o de libidinosos análisis eléctricos; creemos que respira electricidad, ¿no es esto poético?

He notado, inclusive, una tendencia difundida a considerar que como este animal se mueve por sus propios medios, entonces está vivo. Ridículo. Yo opino que está vivo simplemente porque es hermoso, porque nada o flota con gracia, y porque aún viniendo de tan lejos logra llamarnos la atención, un privilegio que pocas veces le concedemos a un extranjero. Yo opino, pero la ciencia no debe opinar. Qué sé yo...

Guardo todo y sigo mañana.

(Alguito más: he apagado las luces del taller y el efecto de aurora boreal que produce el estanque brillando suavemente en la oscuridad es todavía mucho más fascinante. En medio de la fosforescencia, el viboreo obstinado de nuestro nuevo huésped deja rastros oscuros, huellas de desionización que casi inmediatamente desaparecen. Buenas noches, animal de luz.)



24 de abril

Finalmente, ni ayer ni antes de ayer pude escribir nada; fueron cuarenta y ocho horas de despelote desde el momento en que se fugó la noticia de que hay un gusanito extraterrestre en la Universidad. Prensa: primera plana con titulares en cuerpo 72. Qué bestias. Giacca me hizo notar que las letras gigantescas usadas por los diarios superan en alto el largo de nuestro huésped. Ya veremos por dónde se canaliza el miedo gregario a lo desconocido en los próximos días. Duplicamos la vigilancia. Trabajamos dieciocho horas seguidas haciendo pruebas y análisis y ensayos y experimentos y brilla: él brilla y brilla.



25 de abril

Sigo demasiado ocupado como para escribir todo lo que quisiera, pero hoy me voy a desahogar un poco. Observo al extraterrestre en su tanque. Son las ocho de la noche. Me gustaría describir su forma, al menos su forma, porque supongo que, con el paso del tiempo, su aspecto y su suerte y tal vez hasta su misma procedencia serán olvidados o, cuando menos, desvirtuados y reemplazados por el mito y la leyenda, siempre más cómodos para el intelecto. (Todo esto se me ocurrió anoche, al oír las ridículas conjeturas de unos periodistas de la TV.)

Lo hemos bautizado, domésticamente, Veda, que en sánscrito quiere decir "conocimiento". Aunque yo hubiese preferido algo menos erudito, como "Cuqui" o "Boby" –así soy yo–, creo que Veda es un buen nombre; él es un huésped que va a enseñarnos mucho. Se me ocurre, sin embargo, que nos va a enseñar más sobre nosotros que sobre él mismo. (¡No dije nada!)

Ayer fue una ristra de reuniones. Primero que nada con la prensa. Son crueles; hablan del "monstruo del espacio" o de la "bestia estelar", y a mí se me llena el alma de dolor y de odio. Son también alarmistas. En la conferencia de prensa hubo también gente de otras instituciones científicas. No faltó, entre ellos, alguno tan feroz como el más aguerrido de los periodistas. El Gobierno nos presiona para que no suministremos fotografías. Esto produjo ayer una lógica reacción entre los asistentes: nos abuchearon. Tenían razón. La presión del Gobierno, además, aumenta con las horas, pero yo sé que pronto se van a aburrir de esto. Los conocemos bien.

Lisarraguirre, a quien el Decano ha pedido que también restrinja la información, se limitó a decir que la Biología del Veda se basa en polímeros y semiconductores orgánicos en intercambio iónico con un plasma de cianuro de metilo. Los periodistas se limitaron a preguntar "¿Qué?". Para no hacerse responsable, nuestro amado Director me tomó de chivo emisario y tuve que explicar lo que él no había querido precisar. (Lisarraguirre dice que yo no soy biólogo, sino "biósofo", hago filosofía con la biología, o biología con la filosofía, pero jamás hago lo correcto, es decir, soy un poquito zurdo.)

Cometí el error de referirme al extraterrestre con su nombre de entrecasa. Un periodista me interrumpió e insinuó que en el instituto nos gastábamos la plata de los contribuyentes en fáciles juegos de palabras sánscritas; y es probable que los de la OEB hayan pensado en algo similar. Lisarraguirre, que afortunadamente sabe fingir y se las arregla bien con esto de las RRPP, dijo: "Veda significa, en el sistema de siglas interno de esta institución, Verme Electro Deficitario Alienígeno", y, con ojos de haber sido sincero, es más, con ojos casi airados, agregó: "se escribe con ve corta" Giacca me dijo entonces en voz baja: "Acaba de decirles la forma que tiene el Veda".

Un adolescente más bien tímido que ocupaba un sitio oscuro tras las cámaras de TV, y que no esperó a que yo siguiera explicando el galimatías de Lisarraguirre, preguntó cuál era el criterio que seguíamos para considerar al Veda un ser vivo. Nuestro director salió al cruce: "Suponemos –dijo– que el extraterrestre es capaz de hacer copias de sí mismo". "¿Podría decirnos cómo? –insistió– el muchachito, pero con una voz tan endeble y mal disciplinada que Lisarraguirre casi no lo oyó; de hecho, no tenía el menor interés en hacerse cargo de una pregunta cuya respuesta lo comprometía. Titubeó. Yo digo que titubeó, pues los demás pensaron que en realidad buscaba un papel dentro de su portafolios. Se colocó para esto los anteojos; se los quitó, y durante todo el rato estudió, sospecho, la forma menos riesgosa de contestar. Por fin, dijo: " ¡Ah! Aquí... Sí. Bien. Veda (lo entonó como una sigla) está sintetizando un cristal de silicio en su organismo, una memoria capaz de albergar tal vez hasta un billón de terabits". Un murmullo de admiración se oyó en la sala; algunos se admiraron tan solo del número un billón. Si Lisarraguirre hubiera dicho un cuadrillón de bits probablemente nadie habría entendido nada. El chico del fondo intervino: "¿No es mucho?" "Tal vez –dijo Lisarraguirre–. El caso es que este cristal alojará la información genética apropiada, luego el extraterrestre se dividirá o algo así y, en fin, tendrá un hijo..." "Muchísimos hijos", opinó el adolescente, pero fue interrumpido por la periodista de una revista de modas, que preguntó: "¿Pueden invadir la Tierra?" Lisarraguirre, sonriendo, miró para el lado de Giacca y luego hacia mí. Giacca respondió, secamente: "No". "¿Está usted completamente seguro?", insistió la chica, arrugando el ceño al pronunciar la palabra "completamente". Tal vez Giacca sintió asco; la náusea le impidió contestar o, eventualmente, saltar fuera del estrado y estrangular a la insolente, de modo que tuve que volver a hablar yo: "Mire, señorita, el Veda proviene de un cometa, ¿sabe eso?" "Ay... no," respondió. "Bueno, así es –continué–. La temperatura en el cometa es de 270 grados bajo cero. La atmósfera, el medio, digamos, en donde vive el extraterrestre es la evaporación ionizada del cianuro de metilo (un gas congelado, aclaré) que constituye el núcleo del cometa. ¿Me sigue?" "Más o menos", dijo ella con una risita y mirando a los lados. "Perfecto. Esa atmósfera está a unos treinta grados por encima del cero absoluto –dije, y pregunté–: Comprende lo que quiero decir?" La chica me miró con ojos de espanto; había trescientas personas en la sala pendientes de su respuesta. Visto que no comprendía nada, agregué: "La Tierra, que usted teme sea invadida en breve, es para este organismo un caldo hirviente, venenoso y totalmente falto de alimento." "Ajáh", dijo la chica, y exclamó: "Qué loco, ¿no?".



26 de abril

Veda es más o menos como una lombriz. (Lisarraguirre estuvo impagable con lo de "Verme Electro Deficitario Alienígeno", díganme si no. Giacca, desde ayer le dice a Lisarraguirre "Verme En El Espejo Me Avergüenza".) Un gusanito amarillo de cuatro centímetros de largo y cinco milímetros de ancho que ondula constantemente. Una onda electromagnética recorre su cuerpo a guisa de movimiento peristáltico (con perdón). Por la forma en que se mueve, me parece que está desorientado. Y brilla.

Hemos observado que el polímero que constituye su piel está especializado en uno de los extremos de esta lombriz del espacio. Resultado: ese punto de su cuerpo o brilla o absorbe radiación, alternativamente, en relación de tres a uno respectivamente. El espectro de absorción, como era de esperar, se extiende hasta el ultravioleta lejano.

También hemos calculado que la gravedad terrestre tiene necesariamente que perjudicarle, ya que la masa del cometa, su rotación y la aceleración originada en el efecto de reacción a chorro por sublimación del hielo no significan, sumados, siquiera una millonésima parte, qué digo, una mil millonésima parte de nuestros 9,81 metros por segundo. Por añadidura, el Veda es un género de vida tan extravagante que lo que para nosotros sería fatal, a él bien puede no incomodarle en absoluto. Hasta ahora, todo va bien dentro del tanque.

En otro orden de cosas, parece indiscutible que el ciclo vital de la especie está ligado a la órbita del cometa alrededor del Sol. Más cerca del Sol, más luz ultravioleta. Más luz ultravioleta, más ionización. Como consecuencia, más alimento para el Veda. Una suerte de primavera en onda corta. Iones. En griego, "los que van". Hemos podido reproducir bastante bien la ionización; el Veda se traga, por ejemplo, un protón, le chupa la carga y de inmediato expulsa un extraordinario excremento llamado neutrón. Lo que no hemos podido darle al Veda son esos campos caóticos de tres mil y pico de Gauss. Imposible simular esas cifras en un tanque de acero y vidrio. Todo ocurrió, además, excesivamente rápido. El 20 bajó la sonda (lo digo porque en algunos diarios publicaron que hacía ya tres años que el Veda estaba aquí cuando dimos la conferencia de prensa el otro día). El 21 descubrimos al Veda en una muestra. Hoy hace cinco días.

O sea que no sabemos todavía nada, excepto que, cuando el cometa pase de vuelta, cruce nuestra órbita y se aleje rumbo al cinturón, la temperatura a bordo bajará a 270 bajo cero. ¡Cero Kelvin en invierno! Y con saber esto lo único que conseguimos es asombrarnos.

Por último, hemos realizado algunos experimentos que arrojan este dato: el "ojo" del Veda, cuando no brilla, resulta una retina cien mil veces más sensible que la radioantena más perfecta. Dicho en otras palabras, para el Veda, las estrellas a cien millones de años luz son como fanales en las riberas de su órbita. Pero, ¿para qué quiere una sensibilidad de trillones de ASA? No pensemos, por otra parte, en que la luz solar tendría que ocultarle completamente la luz de las estrellas en esta fase del ciclo. Pero claro: ¿por qué pensar en que al Veda le interesan las estrellas? ¿Porque viene de allí? Es más: ¿viene de allí? La ciencia ha empezado a mostrarse incapaz de resolver muchos de los problemas que el extraterrestre plantea, y esta incapacidad es un simple reflejo, una consecuencia de su ineptitud para plantear preguntas.

Lisarraguirre, en uno de sus característicos ataques de neurosis científica, ha sugerido que un ojo tan perfecto podría servirle "para cazar electrones, protones y otras cosas (SIC), ya que de ellos se alimenta". Giacca le ha sugerido que no sea ridículo.

Esta tarde, después de cumplir con nuestro trabajo en el laboratorio, Giacca y yo nos pusimos a observar al Veda. Tranquilamente, sin prisa. Coincidimos en que si alguno de nosotros se metiera dentro del tanque quedaría instantáneamente convertido en quebradizo hielo proteico; esto, antes de tener siquiera tiempo para asfixiarnos por la falta de aire, envenenarnos con el cianuro o calcinarnos bajo la luz ultravioleta. Giacca opina que el Veda no parece desorientado, sino preocupado. "Para él –me ha dicho– tendría que haber mucha más luz en esta época del año. Necesita mucha...sí, mucha luz". "El invierno pasado duró trescientos años", reflexioné yo. Y después de este breve cruce de palabras, si mal no recuerdo, nos quedamos observándolo en silencio durante casi una hora.

Nos entristeció un poco su encierro. Iba de un lado al otro del tanque, algo así como un metro de largo, y después se pegaba con su ojito único al cristal, revoloteaba allí como un pececito de color y, tras una súbita vuelta carnero (frase de Giacca que, pese a todo, me hizo reír), recorría otra vez toda la extensión del tóxico acuario apoyándose en imperceptibles atracciones y rechazos que se producían entre las cargas del rubio aire fosforescente y su cuerpo lleno de impulsos eléctricos; y estaba a punto de alcanzar el extremo opuesto de su jaula cuando, de repente, como quien se ha olvidado algo en su casa al salir y regresa a buscarlo, el Veda se invertía y retornaba al mismo cristal de antes. Con Giacca pensábamos que nos miraba, pues se pegaba con el ojito al cristal junto al cual estábamos sentados nosotros, y dejaba la cola flotando entre iones. Así subía y bajaba, sin despegarse del vidrio, y, se los juro, parecía estar mirándonos, tratando quizás también él de entender qué clase de vida indescriptible somos, o pidiéndonos algo, algo que ni Giacca ni yo estamos autorizados a (ni éramos capaces de) darle.

Cuando estábamos a punto de irnos, inició –silenciosamente– una vertiginosa carrera semejante a la de un globo que escapa desinflándose. Saltaba describiendo imposibles ángulos agudos. Sentí miedo de que chocara contra uno de los cristales. Descubrí que sentía miedo de que el Veda se lastimara. "Encuentro más comprensible su muerte que su vida", pensé, y pensé que eso era típicamente humano. "No se cansa nunca", dijo Giacca.



27 de abril

Hoy vi un colibrí en el jardín del Instituto. Así se mueve el Veda.



28 de abril

Esta noche tuve una pesadilla con colibríes trocados en escorpiones que luchaban contra pegajosas serpientes. Volví a la conciencia dificultosamente. Un sueño de culpa, supongo. Serían las cinco, cinco y media de la mañana. Aunque todavía no amanecía, me levanté, miedoso de que la pesadilla retornara. Salí de mi cuarto y empecé a recorrer el instituto. Todo en silencio. Me apabulló lo calladito de la electrónica. Sin proponérmelo, llegué hasta la sala del Veda. Introduje la tarjeta en el párpado de la ventanilla de observación y ésta bostezó como con suspiros, deshabituada. Eso sí, ni un ruido.

En el fondo oscuro del cuarto brillaba la jaula de cristal. Cerca del centro perfecto de ese robado volumen de una atmósfera extraña, flotaba el Veda. Su ojito resplandecía. Se me ocurrió que cualquier cosa que se interpusiera en su haz de luz le resultaría alarmante. "Tenemos otro enigma resuelto", pensé. (En efecto, un sonar luminoso, sonar entre comillas, naturalmente, puesto que un radar sería inútil en medio de los campos electromagnéticos caóticos provenientes del Sol, y un sonar legítimo, esto es, sónico, resultaría inefectivo en una atmósfera tan enrarecida.) Yo estaba muy lejos del tanque, pero aún así sentí pánico de que me viera y se espantara. Y entonces me di cuenta de que me estaba pasando algo terrible.

Dispuse el zoom y lo miré de cerca. Su cuerpito vibraba como la imagen espectral de un virus aumentada millones de veces. Incontables cargas golpeaban su cuerpo o lo atraían, pero la relación del Veda con su medio era en esos momentos tan perfecta que le permitía estarse quieto y en equilibrio. Me pregunté de qué forma habría vencido la gravedad terrestre. O si esa quietud no escondía una feroz batalla. No obstante, me maravillé.

Si haberlo visto en sus danzas diurnas me había dejado boquiabierto, el verlo perfectamente estático me enamoró. Traté de ser razonable y observé el interior de su cuerpo: ranuras y supuestos órganos se transparentaban bajo la fina piel de polímeros. Pero había perdido mi capacidad de análisis. Me asombré, por lo tanto, al descubrir que no era simétrico. Me sentí feliz de que el Veda no se pareciese siquiera lejanamente a un verme. Advertí entonces, seis días después de su llegada, que todos habíamos estado ignorantes hasta de su verdadero aspecto. Su similitud general con un gusanito nos lo había hecho entender como tal. Pese a ello, nos denominábamos "científicos". Y quiero hacer notar que fue recién cuando yo no pude ser razonable, cuando me ganó la sinrazón, que percibí la verdadera apariencia del Veda.

Su faro estaba compuesto de múltiples células (¿células?) luminosas, "como los ojos de una mosca", pensé, pero enseguida me arrepentí de esta nueva analogía. Partiendo del ojo, muchísimas vías brillantes como venitas recorrían su cuerpo vibrátil oscureciéndose a medida que penetraban capas cada vez más profundas de tejido. Seguí todo el trayecto de estas fibras ópticas orgánicas como atontado. Sé, incluso, que durante un instante, al fijar mis ojos en su luz, no pude pensar en nada, y sin embargo sentí que en aquél ojo había expresión. Por fin, caí en la cuenta de que nadie en el Instituto se había preguntado por la inteligencia del Veda. Tal vez teníamos encerrado a un ser que lograba ponderar su prisión mejor que nosotros. Tuve que aceptar, dolorosamente, que esta pregunta sobre el grado de inteligencia del extraterrestre nunca llegaría a hacerse, no, al menos, en el Instituto.

Al cabo de estas reflexiones, sentí un miedo repentino: ¿por qué estaba tan quieto? No hace falta que explique lo que es un susto (un amigo escritor me dijo una vez que los profanos solemos explicarlo todo). Bueno, eso fue un susto. Cometí la estupidez de no tomar ni una sola fotografía y me metí en la sala haciendo ruidos y prendiendo luces. El Veda empezó a saltar como un espástico del cielo y, al rato, retomó sus viajes de ida y vuelta por el tanque. Hace de esto algo más de una hora. Pronto llegó la gente a trabajar. Me llamaron madrugador. Pero a mí me había pasado algo terrible: había dejado de creer en el proyecto.

No, así nunca íbamos a salir del provincialismo.



30 de abril

Tres días de discusiones amargas que habrán de dejar rencor hasta en las almas más impermeables al odio. Cuando terminé de anotar lo del 28/4, volví al taller, en donde me esperaban desagradables, inimaginables sorpresas. Lisarraguirre dijo que los estudios “en vivo” del extraterrestre habían concluido. Felizmente, habíamos despachado todas las experiencias programadas, lo cual era cierto. Ahora, la autopsia. Ya saben lo que eso significa.

Los que pagaban el proyecto (la OEB ) temían que el Veda muriese en cualquier momento, ya que no se encontraba en su hábitat, y esto, desgraciadamente, también era cierto. Suponían además que la muerte convertiría al Veda en polvo, privándolos a la vez de la gallina y del stock de huevos de oro reunido hasta entonces (porque, ¿quién creería en los datos obtenidos del extraterrestre si éste no terminaba flotando en un frasco con formol?). Por todo esto, querían exámenes rápidos y seguros. "Ir hasta el cometa a buscar al gusano alienígeno –le habían advertido a Lisarraguirre, nos ha costado mil cuatrocientos millones. Usted es responsable de que ese capital se convierta en información concreta en tiempo récord". Lisarraguirre sabía que también era responsable de que esa información fuera lo suficientemente generosa como para amortizar, en calidad de mercancía, el costo del proyecto. De manera que la OEB había mandado, para verificar el grado de responsabilidad de nuestro director, a un delegado, que se destacaba entre todos nosotros por ser el único de traje. En un instituto como éste se puede ocultar a una orca asesina en el bidet del baño de damas, a condición de que se la vista con un guardapolvo.

En lugar de delantal la orca asesina lucía un traje azul cruzado muy ceñido en la cintura. Eran las ocho de la mañana. Yo había estado hora y media sentado junto al Veda, que, después del susto que lo sacó de su sueño, se había vuelto a quedar quietito en el centro de su jaula; no podía creer que confiara tanto en mí. No logré apartar los ojos, mis ojos, de su ojito único que, ahora estoy seguro, me miraba. Pensé en lo inmensamente lejos que en verdad estábamos y en que, pese a ello, sólo éramos dos formas de la vida, pero dos formas cercanas, pues la forma no deriva, como algunos creen, de la esencia, y la esencia misma de la vida nos era a ambos desconocida, y vaya uno a saber cuántas cosas vivas del universo nos hubieran parecido inertes. Sí, dos chispas, para decirlo rigurosamente, dos chispitas de divinidad, o de tiempo, eso, de tiempo, o de conciencia quizás, esfumándonos en el cosmos sin llegar nunca a tener el tiempo suficiente para comprender nuestra esencia y, en consecuencia, desesperándonos por aprehender la mera forma.

Los dos permanecíamos quietos, respirando, cada cual a su modo. Habíamos dicho que el Veda estaba vivo, pero, ¿saben por qué? Porque la vida se reconoce en la vida. Por eso. Después nos habíamos desmenuzado el cerebro tratando de probarlo, pero la intuición inicial de que el Veda era un ser vivo no tenía explicación científica. Había sido una anagnórisis.

El Veda había estado viajando durante trescientos años, hibernando a doscientos grados bajo cero y, de pronto, la primavera. De habérnoslo encontrado en el frío afelio del cometa, nunca hubiéramos sospechado que era un ser vivo. Buceando en los límites de la vida y la no-vida, límites que bien podían no existir, descubrí que no sabíamos nada, que el provincialismo en mi ciencia no iba a terminarse porque las fórmulas, ahora, rindiesen un sólido provecho al explicar la biología del extraterrestre. Porque, en lo sucesivo, diríamos: "Bien. Además de la biología del carbono y el ARN, existe la biología del silicio y el cromosoma electromagnético. Busquemos algo nuevo con qué jugar".

Déjenme de joder, esto no es biología. Descubrí, en fin, que lo que habíamos estado llamando durante milenios "ciencia" no era otra cosa que colonización. Aunque despanzurrásemos al Veda y nos explicásemos de qué manera su metabolismo se sirve de la fría espuma de átomos del estanque, el provincialismo sólo se terminaría el día que comprendiésemos (o el día que nos preguntásemos) qué es la vida.

El delegado, para coronar la diatriba de Lisarraguirre, dijo: "Señores, hay que comenzar la segunda fase de este proyecto. La OEB ha autorizado el procedimiento del Dr. Lisarraguirre, que consiste en bajar la temperatura hasta cero Kelvin. En ese punto, el espécimen dejará de existir". Parecía un padre explicándole a sus hijos por qué miserable razón pecuniaria se sacrifica a los caballos mancados. "Haremos entonces una autopsia –continuó– un mapa detallado de su anatomía y un informe, el primer informe completo sobre la vida fuera de la Tierra". El delegado había subrayado la palabra "completo" de la misma frívola manera que aquella periodista durante la conferencia de prensa del lunes pasado.

Lisarraguirre, con las manos en los bolsillos, se estudiaba la punta de los botines. Giacca, como si fuese un familiar del extraterrestre, me clavó los ojos encima. Yo pensé entonces que todos nosotros, y todos los que leían, sin escarmentar, la historia del Monstruo del Espacio, de la Bestia Estelar, y todos los científicos de otros institutos que, envidiosos, pasaban por nuestra sala a observar también, qué duda cabe, ese objeto fálico de sus ciencias, ese deshonroso motivo de status, todos los hombres y mujeres del mundo, en resumidas cuentas, pensé, éramos hermanos del pequeño extraterrestre. Pero, claro, justo allí donde también nos hermanábamos con los insectos, con los pájaros, con el ganado y hasta con los otros hombres, a los que tantas veces también asesinábamos, es decir, nos hermanábamos en la unidad de todo lo vivo. También, más prosaicamente, pensé en las mil y una historias acerca de extranjeros del espacio que la literatura de ciencia ficción había producido sin descanso, y ahora, notaba yo, todo se volvía real, pero al mismo tiempo tanto más mezquino, tan falto de vuelo, tan distinto. El pavoroso monstruo, o el monstruo tierno, el gigante asesino o el enano filósofo de aquellas historias resultaba ser un gusanito inofensivo e inexperto que respiraba electricidad y comía protones. El platillo volador, un amasijo de hielo (sucio, para peor) rondando sin fin y sin objeto alrededor del Sol. Y la humanidad benevolente, o aterrorizada, o, cuando menos, el grupo de sabios generosos, una horda de salvajes que había estado esperándolo durante trescientos años al costado del camino para estudiarlo, matarlo, dibujarlo y clasificarlo. Habíamos colonizado un cometa. ¡Bravo!

"Qué montón de hijos de puta", pensé, pero no dije nada; para eso tengo este cuaderno. Lisarraguirre nos instó a trabajar. Por un instante me dejé llevar por la idea de que ninguno de nosotros se rebelaría contra el crimen. Y lo que más desesperación me producía era que el Veda hubiera realizado un viaje de cien mil millones de kilómetros para venir a dar en esta carnicería. Todo lo cual me pareció tan repugnante que pensé, incluso, en romper el sello de la válvula del tanque de oxígeno líquido y hacer un desastre. Me descubrí hablando: "No –dije–. Un momento", pero la voz me salía entrecortada. Giacca se dio cuenta de que yo quería llorar o gritar. "¿Sí...?", preguntó el delegado, con desdén. Giacca me auxilió: "El Dr. Bauer –dijo– ha hecho un notable descubrimiento esta madrugada. Se ha pasado la noche en vela", fingió una sonrisa y me puso la mano en el hombro. La mano me apretó, devolviéndome los ánimos. Esto no lo percibió el delegado; tan sólo yo. "Bauer –continuó Giacca– ha confirmado que el proceso de respiración del extraterrestre encierra un prodigioso y efectivo aprovechamiento de la energía. Si logramos descifrar todos sus secretos, y para esto necesitaríamos que el espécimen siguiera vivo, un litro de agua para fusión cubriría todas las necesidades de energía de este país durante un siglo".

Creo que el único que se tragó semejante disparate fue el delegado. Le chispearon los ojos por la codicia. "Caramba –exclamó–. Tienen mi garantía de que nadie tocará al extraterrestre hasta que completen ese trabajo –dijo, y agregó–: Los felicito a ambos". Sonriendo, se acercó a darme un apretón de manos. Y ahí me equivoqué de estrategia. Ocurre que no puedo sino ser sincero. Me eché atrás, escupí en el piso y le grité: "¿Sabe lo que puede hacer con su mano, cretino hijo de puta?" En ese punto Giacca me tapó la boca. Lisarraguirre estaba del mismo color que las paredes, blanco, y me miraba con ojos de tuberculoso.

Presa todavía de la emoción, me desprendí de los brazos de Giacca y, para tratar de arreglarla, agregué: "¡Asesino! ¡Le va a costar mucho más que mil cuatrocientos roñosos millones sacarme el secreto energético del Veda!" La disputa, pues, más parecía entre alquimistas que entre hombres de ciencia. Para peor, tras que me había atrevido a putear al delegado, había utilizado frente a Lisarraguirre, por entonces un guiñapo de vergüenzas, el nombre "Veda", cuya pronunciación teníamos prohibida. Di un portazo y desaparecí.

Los tres días que siguieron fueron un constante tira y afloja entre el delegado, Lisarraguirre y yo. Ellos querían convencerme de que largara prenda, y yo, no teniendo nada para decir, puesto que el secreto energético del Veda, fuera de ser una linda frase, no existe, ponía excusas y trataba de obtener una especie de garantía para la vida del extraterrestre. Por las noches nos juntábamos Giacca y yo a urdir planes con este mismo fin. O sea que estoy sin dormir. Ayer, cerca de las cuatro de la mañana, Giacca me dijo: "Te va a parecer de locos, pero tenemos que meterles en la cabeza a esos tipos que el Veda debe volver sano y salvo al cometa". (¿Queeeeeeeeeeé?)



1° de mayo

Hoy, "por las especiales circunstancias de la investigación en curso", nos hemos visto obligados a trabajar medio día. Tampoco pude descansar como había planeado. Utilizamos la tarde con Giacca para discutir su idea. Llegamos pronto a la conclusión de que es delirante. Volver a depositar al Veda en el cometa costaría otros mil cuatrocientos millones en gastos de "correo", si no más. Yo creo que ni un niño se puede tragar hoy en día el cuento de que la Organización está dispuesta a volver a gastar semejante suma nada más que por amor a la vida. Y mucho menos si, como en este caso, el desembolso implica también borrar toda evidencia concreta de que hemos tenido a un extraterrestre en casa. No: la OEB no va a largar ni una célula del Veda por menos de diez millones. Me pregunto por qué nos ha subyugado tanto este gusanito biotrónico a Giacca y a mí, tanto como para habernos hecho tramar un plan tan sonoramente ridículo: ¡poner al Veda otra vez en el cometa!

Desafortunadamente para nuestros ánimos, bastante decaídos ya de por sí en estos días, abordamos la imposibilidad de nuestro plan a poco de sentarnos junto al tanque a conversar, dos tazas de café mediante, esta misma tarde. De modo que nos quedaban como seis o siete horas hasta la noche que no podríamos invertir en nada interesante y, lo que al final resultó todavía peor, en nada interesante que nos quitara al Veda de las mentes. El, por su parte, no demostró darse cuenta de que su vida corría peligro. Iba y venía como siempre, y brillaba.

Giacca intentó hacerme notar que no había llegado todavía el momento de desesperarnos. Había que ganar tiempo, pensar en otro ardid, forzar a la opinión pública o, inclusive, falsear o arruinar alguna de las pruebas hechas durante la semana anterior, la que debería, pues, repetirse... no sé. Giacca hablaba, pero a mí me costaba un enorme esfuerzo seguirle el tren. Parecíamos dos viejos junto a un ataúd. No importa. Lo que me interesa destacar es que el Veda, cuando nota que ya no hay más movimiento en la sala, se equilibra en el centro del tanque, temblando apenas, con su belleza prodigiosa pero indescifrable sujeta a los hilos sueltos de las partículas atómicas.

Giacca, en suma, le ha tomado tanto cariño como yo. Así que, al menos, tengo con quien compartir mi sorprendente actitud con respecto a esta rareza que el destino nos ha puesto en el camino para que, una vez más, cometamos un crimen. Mi colega se sostiene, pese a lo dicho, mucho más sereno que yo. Nos estamos haciendo amigos; extraña circunstancia en este lugar de celos. Mientras cenábamos, hace un rato, me dijo: "Lisarraguirre cree o finge que cree que a cero Kelvin el Veda se muere, pero esto es falso. Ya te habrás dado cuenta, supongo...." "Perdón –respondí yo– te juro, Ernesto, que no lo había pensado. Pero tenés razón". "El degenerado de Lisarraguirre quiere asegurarse que el Veda permanezca metabólicamente estable hasta el momento mismo de iniciar la autopsia", dijo Giacca. Después de un rato, agregó: "Y nosotros dos no podemos avisar ni hacer nada, porque estamos también bajo observación después de lo del otro día..."

Todo se complica.

Me cansé de escribir.



2 de mayo

Ya es de noche otra vez. El Veda brilla y va y vuelve en su atmósfera eléctrica y helada. Le quedan menos de veinticuatro horas de vida. Yo siento asco de todos, pero especialmente de mí mismo, que escribo y escribo pero que no he demostrado ni la fuerza, ni la valentía, ni la inteligencia suficientes para defenderlo. Y ahora ya es tarde.

Lisarraguirre quiso discutir hoy algunos detalles que no viene al caso explicar. "Detalles de último momento", dijo. Nadie le prestó atención, salvo un doctorcito nuevo, recientemente enviado por la OEB, de apellido Kruse, a quien hubiera estrangulado. En síntesis, aquí los cagones somos varios, no solamente yo. Al rato llegó el delegado. Me parece que ya descubrió que el "secreto energético del Veda" es un cuento chino, o, mejor dicho, hindú. De no ser así, dudo mucho que se atreviera a matar al Veda. Ya no me respeta, es decir, ya no me teme, es decir, ya no me necesita. Pero me alegra pensar en que les ha llevado cinco días, a él y a Lisarraguirre, descubrir que el "secreto energético del Veda", inventado por Giacca en pocos segundos, carece por completo de sentido.

Al fin y al cabo, los de la OEB también quieren salvar la vida del extraterrestre, por eso lo van a matar. "Salvar su vida de la ignorancia eterna", dijo el delegado esta mañana, no sé si porque es loco o porque es cínico, pero Giacca se empezó a reír dando gritos y le estropeó la retórica. Ernesto agregó algo más, que yo no oí, y entonces los demás también rieron. El delegado frunció toda la cara con una sonrisa falsa y dijo no sé qué acerca de la sana camaradería. Yo no prestaba mucha atención porque estaba junto a la jaula mirando al Veda. Cuando me acerqué al grupo, el delegado estaba diciendo: "Ocho en punto comenzamos reducción de temperatura. Antes del mediodía, inicio de la autopsia. Les ruego tengan en cuenta que serán tal vez cuarenta y ocho horas (o más, agregó Kruse, entusiasta) de trabajo sin pausa. Hay que trazar cartas, alimentar el banco de datos, etcétera. Para el fin de semana (tres días, informó Kruse, sonriente) el trabajo sobre la anatomía del Veda debe estar listo".

Nadie acotó nada: Giacca había volcado media taza de café sobre las rodillas de Kruse. Yo, está demás decirlo, me sentía perdido entre tinieblas.

Nos mandaron a hacer los preparativos para la carnicería de mañana, así que todo el mundo empezó a rodear la jaula de cristal con instrumentos, bombas para gases, mangueras, tubos, cables, cámaras de video, sensores de rayos X, filtros de infrarrojo y ultravioleta, impresores térmicos, entradas para la computadora, un brazo mecánico armado de bisturís y pinzas y micrófonos con los que captaríamos, qué traición, hasta los alaridos finales del Veda, muerto por la espalda cuando se disponía a descansar durante su largo invierno cósmico. Mientras duró ese trajín, en el que todos nos escondimos para no pensar en el día siguiente, casi nadie se atrevió a echarle siquiera una breve mirada al extraterrestre. Él, sin embargo, seguía mirando (yo digo que mirando) con su ojito clavado al cristal, y girando y volando como un colibrí. Estuve llorando.

Ahora estoy esperando a Giacca; al terminar el trabajo de hoy, me dijo que tenía algo importante que conversar conmigo. Es de noche. Se trata del Veda, no me cabe duda.

Aunque la prensa en general, presumo que presionada por el Gobierno, ha bajado un poco el tono de sus especulaciones en torno al extraterrestre, la cantidad de material escrito por los ufólogos ha prosperado, medrado y reventado los kioscos de revistas y las librerías. El tema central de estos panfletos es más o menos éste: "Se los habíamos advertido: los enanitos verdes existen".

Es difícil entender todo ese barullo de sospechas y de ilusiones que el mundo entero ha puesto sobre las espaldas de este gusanito amarillo que nada todo el día en su pecera. El Veda se ha vuelto, de la noche a la mañana, Dios y Demonio, Mujer y Hombre, Hijo, Incesto, Sacrificio, Apátrida, Cristo, Hermano y Matricida. Monstruo, Epopeya, Héroe, Enviado y Asesino. Víctima, Peligro y Leyenda. Lo que nadie sabe es que el huésped está a punto de convertirse en mártir. Y esto no es ninguna especulación.

Hoy, mientras almorzábamos, Giacca me mostró una revista. Publicaban una "foto primicia" del Veda. Falsa, por supuesto. Era el primer plano de una anguila eléctrica, sobre el cual un diestro dibujante había pintado unos colmillos muy realistas, bien blancos, pero manchados con la sangre de los pedazos de carne con que, según el artículo de marras, lo alimentábamos actualmente. El periodista aseveraba que el clima y la gravedad terrestres habían hecho crecer al extraterrestre, cuyas dimensiones traspasaban ya los tres metros de largo y los ochenta centímetros de diámetro. Pensé: "el Veda ni siquiera tiene corte circular, ¿de qué diámetro habla este retrasado?". Me reí, ¿qué más podía hacer?

"Yo no puedo creer que la gente sea tan boluda como para creerse este cuento", dijo Giacca. Quise contestarle, agregar algo, pero no pude.

Si lo que Giacca tiene para decirme es en verdad importante, tal vez voy a estar varios días sin escribir nada. Lo mismo digo en caso de que mañana realmente (no lo puedo concebir) demos muerte al Veda. Fratricidio.

Ernesto no aparece y yo tengo los nervios de punta. Anoto algo que se me ocurrió recién: la Biología, para ser de verdad una ciencia, tendría que investigar sin orden y sin objeto, porque es así como investiga y triunfa la vida, por puro azar.



5 de mayo

Se terminó. ¡Qué lección que nos dio! Sucintamente, nos burló. Nos burló a todos, amigos y enemigos.

Muy, muy bien: lo mejor va a ser que cuente todo parte por parte. Empiezo por decir que, la noche del dos, Giacca llegó un ratito después de que dejé mis divagues biosóficos y pseudoliterarios. Como estaba nervioso, me tomé dos whiskies, lo que resultó fatal, porque soy abstemio. Cuando Ernesto entró al cuarto yo olía como una bodega y estaba, para decirlo de la manera menos ofensiva posible, completamente borracho. Giacca, lógicamente, censuró mi porcentaje de alcohol en sangre y, si no me equivoco, también lo calculó. Me preparó un café y me dio un manotazo en la nuca con el fin de despabilarme un poco. Pero yo, aunque estaba borracho, veía todo muy claro. (Estoy hablando de la noche previa a la autopsia.) No recuerdo cómo ni por qué, tal parece que me auxilió en esto la bebida, yo había descubierto algo importante. Y lo que había descubierto me hacía sentir bien, me daba esperanzas. Quería explicárselo a Giacca, pero cuanto más me esforzaba para hablar, más creía él que yo necesitaba descansar. Entonces me consolaba: "Escúchame, Carlitos, no podemos hacer nada. Ellos son más poderosos, más...sí, más razonables incluso. No te des manija, ¿eh?" Y así.

Yo sólo quería explicarle lo que había descubierto, pero no podía articular las palabras de tan borracho que estaba. Después del café, viéndome, supongo, más tranquilo, me ofreció otra lista de razones muy lógicas por las que debíamos aceptar resignadamente la muerte del Veda. Pese a mi estado, noté que Ernesto no tenía nada importante que decirme y que había querido venir a verme para no dejarme solo, y para no quedarse solo él en una situación tan ingrata. Pero su sumisión me decepcionó, quise argumentar que nunca hay razones suficientes para aceptar la muerte, pero sólo conseguí decir: ''Ernesto, ¿por qué no te vas un poquito al carajo?" Se puso pálido, trató de enfurecerse y un segundo después se sonrojó. No dijo ni una palabra. Hubo un rato de silencio hosco. Murmuré, casi sin aliento, dos palabras que ya no recuerdo. Me sentía indignado. Ernesto, por último, decidió que lo mejor era irse. Lo acompañé a duras penas hasta la puerta y, mientras se alejaba por el pasillo, no se volvió ni una vez a mirarme, hasta que yo, esforzándome mucho, le dije: "No te preocupes, Ernesto". Giacca me miró entonces, sonrió y, desde el fondo del pasillo, susurró: "Había venido a decirte justamente eso, que no te preocuparas". "Una cosa es resignarse y otra despreocuparse", le contesté. "¿Qué te estás guardando, Carlos?", me preguntó. Sin contestarle, no por maldad, sino porque todo me daba vueltas, especialmente el techo y el piso, cerré la puerta y me acosté vestido.

Hasta tal punto me había concentrado yo en el drama del Veda, tanto o tan intensamente mi espíritu se ponía en el lugar del extraterrestre, que terminé por descubrir algo que los demás no vieron sino hasta el final. Tan incompleta es la preparación de un científico convencional, que todos, hasta Giacca, que solamente pensó en eso después de la conversación que acabo de referir, habían pasado por alto algo que hasta un niño hubiera advertido. Para liberarme de las ataduras de la razón, yo había necesitado del alcohol. Sólo entonces pude pensar como un hombre de ciencia cabal, esto es, sin prejuicios de ninguna clase.

Al día siguiente nos despertaron a las seis y media. El desayuno fue de un silencio maligno. El delegado estaba también allí; por primera vez desde que llegara a la Universidad, desayunaba con nosotros. Supongo que habrá querido honrarnos con su presencia. Hay gente tan mala que solamente puede ser amable a la hora de levantarse de dormir. Tomó exclusivamente café negro y de inmediato se puso a fumar, asfixiándonos a todos. "Apague el cigarrillo", le dije, y me obedeció. Fueron las únicas palabras que se oyeron durante el desayuno. Al rato, cuando la mandíbula de Kruse se cansó o su estómago se satisfizo, Lisarraguirre comenzó a dar las primeras órdenes. Despachó a los encargados del banco de datos y a otras personas a otros lugares. Luego, calladamente, nos fuimos al laboratorio. Yo, que aguantaba todo esto apoyándome tan sólo en la pura esperanza, empecé a preguntarme si mis intuiciones de la noche anterior no estarían erradas. Para peor, Ernesto todavía no había aparecido. Creo que Lisarraguirre lo mandó a buscar.

En la sala del tanque no se habló mucho tampoco. Por fin apareció Ernesto, que se había quedado un rato más en la cama. Al verme, sonrió amistosamente. Me acerqué a pedirle disculpas por mi descortesía de la noche, pero me hizo callar y dijo: ''Estoy casi sin dormir, viejo, pero tenías razón".

"¿Razón?", pregunté, y mi corazón se aceleró, confundiendo ilusión con sangre. "Sí, Carlitos, tenías razón, no hay de qué preocuparse. Me quedé pensando anoche. Quería descubrir lo que te guardabas –dijo, y agregó–: Formulé todo en cuanto lo tuve claro. Ya vas a ver", y se puso a buscar afanosamente un papel en su delantal. "Esperá –dijo– lo tengo por acá". Le hice señas de que se acercaba Lisarraguirre y, antes de que éste pudiera interrumpirnos, alcanzó a decirme: "Prestá atención a los 266 bajo cero". "Buen día, Giacca", dijo nuestro director. Sin poder creerlo, vi que Ernesto sonreía y contestaba con un cordial "buenos días, señor director". Lisarraguirre se lo tomó a bien, pese a lo cínico que suele ser mi colega, y preguntó a su vez: "¿Todo bien? No lo vimos en el desayuno..." "Es que probablemente no estuve allí", respondió Giacca sin dejar de sonreír, y no necesitó contestar que todo le iba bien, pues se le transparentaba en la actitud y en el rostro.

Lisarraguirre hizo una mueca dolorosa e instó a trabajar, cosa ya habitual en él. Yo por mi parte, no pude compartir la seguridad que a Ernesto le daban sus fórmulas y sus números. De veras había perdido fe en mi ciencia.

Lo que sigue podría hacerse insoportablemente aburrido, así que voy a resumir muchas cosas. Ocupamos nuestros puestos. A mí me encargaron el zoom, como estaba previsto, porque, según, Lisarraguirre, tengo mucho "arte" para las fotos, y a Ernesto, le dieron el control del flujo de datos. A una orden del delegado, comenzamos a bajar lentamente la temperatura del tanque. Yo decidí que no dejaría de mirar lo que sucedía allí dentro, que trataría de ser valiente. Un reloj indicaba la hora y la temperatura en la jaula. Al empezar vi un ocho y, al lado, un doscientos cuarenta. Otro de los técnicos, uno tan nazi que aunque es trigueño le decimos el Rubio, estaba a cargo de reducir la temperatura, y listaba con su voz monocorde, uno a uno, los grados que iban pasando. La esperanza era para mí como una pirámide o una ciudad: más me acercaba a ella, más grande y real me parecía. Sin embargo, había signos inquietantes en su perspectiva, puesto que cuando yo oía la voz del Rubio informar que se había esfumado un grado más, dejaba de sentir toda esperanza, como una ciudad o una pirámide que desaparecieran del horizonte en el momento en percibimos el movimiento mismo con que nos acercábamos a ellas.

El Veda siguió danzando normalmente los primeros diez grados. A doscientos ya se lo notaba más lento, un Andante –pensé– trágico. Y a doscientos cincuenta y tres se estabilizó en el centro del tanque. No volvería a nadar ni a flotar nunca más.

Pero no parecía molesto. Y por un momento supuse que ya no se sentía desorientado. En medio del desastre, esto me alegró, ¡qué iluso!

Brillaba apenas y su ojito era un pulsar lejano, una estrella moribunda. Vibraba y vibraba, pero cada vez más pausadamente, durmiéndose. El Rubio, por su parte, parecía sentir verdadero placer en girar hacia la izquierda, morosamente, la perilla de la temperatura. "Doscientos cincuenta y nueve", dijo.

A 260 bajo cero el Veda dejó de vibrar y de brillar. Yo lo vi muerto, se los juro, aunque sabía perfectamente que estaba vivo y que lo peor todavía no llegaba. Saqué los ojos del zoom; no veía ciudades ni pirámides. Dirigí la vista a Giacca, él me sonrió, afirmó con la cabeza y cerró un círculo con el pulgar y el índice de su mano libre. Yo no entendí su júbilo. Algo debía estar yéndonos bien, pero la emoción no me permitía descubrirlo. Lisarraguirre vio el gesto de Giacca y arrugó el ceño. El delegado no nos prestó atención, así que nuestro director, con insuficientes neuronas para ensayar la sospecha, se olvidó enseguida de nosotros.

"Doscientos sesenta y dos", dijo el Rubio. Oí murmullos. ¿Qué me había dicho Giacca? ¿Doscientos sesenta y seis? El delegado deseaba seguramente ponerse a fumar. Advertí que el Veda se me había ido de cuadro. Lo busqué a simple vista. Bajaba, se hundía. Regulé el zoom y lo enfoqué otra vez.

"Doscientos sesenta y tres", dijo el Rubio. El delegado seguía la operación con la concentración de un psicótico. Inútil para manejar cualquier instrumento, debía resignarse a estar de pie junto al tanque, comiéndose las uñas y con los ojos fijos en el extraterrestre. Lisarraguirre, que solamente sabe (y aún sobre esto existen dudas) dar órdenes, tampoco hacía nada, excepto observar. "Doscientos sesenta y cuatro", pronunció el Rubio.

El Veda siguió hundiéndose y yo con él. Pensé en millones de cosas. Me sentí vencido. Imaginé excusas, porque lo indiscutible era ya que yo estaba siendo cómplice de un crimen. Si el milagro que Giacca y yo esperábamos se producía, ni él ni yo ganaríamos en inocencia. Oí al Rubio decir "doscientos sesenta y cinco". Giacca se paró y vino hasta mi puesto con un papel en la mano. Me lo mostró: "Atención ahora", decía, lo hizo un bollito y se lo metió en un bolsillo del pantalón. Había querido evitar los micrófonos. Se puso en cuclillas junto a mí y los dos clavamos la vista en el Veda. En cuanto el Rubio dijo "doscientos sesenta y seis", Ernesto gritó: " ¡Un momento! ¡Acá hay algo raro!" El delegado saltó como quemado por aceite. "¡Alto, no baje más la temperatura, usted!", exigió, y clavó los ojos en el tanque "¿Qué es lo que pasa, Giacca? ¡Yo no veo nada!". Ernesto estaba actuando, por supuesto, pero nadie se dio cuenta y la confusión empezó a contagiarse. Yo no quité ni un momento los ojos del zoom, y fue así que vi cómo el Veda se desvaneció en el aire, un segundo antes de tocar el fondo del estanque. Eso mismo: se esfumó, se hizo polvo, tal como la OEB temía que ocurriese. Giacca me apretó el brazo. "Muchísimos hijos", murmuró, fascinado por la nube de finas partículas que se esparcían lentamente por todo el tanque, llevadas y traídas por la electricidad. Un instante después, todos observaban el espectáculo en las dos pantallas panorámicas.

La cara del delegado era otro fenómeno deslumbrante, aunque de una muy distinta naturaleza, claro. Sus mil cuatrocientos millones, su puesto jerárquico en la OEB, su foja de servicios, su futuro, y hasta yo diría su pasado, acababan de desaparecer frente a sus propios ojos. En vez de rostro tenía más bien un cráter de impacto.

Lisarraguirre no estaba en mejores condiciones. En rigor, nuestro director y el delegado habían dejado de existir simultáneamente.

"Pero... ¡Haga algo!", exclamó por fin el delegado. Le hablaba a Lisarraguirre, quien, pese a que parecía haberse tragado una tumba, tenía la cara atónita de un resucitado. "No entiendo", susurraba. Giacca se paró, tomó parte en el conflicto y dijo: "Vamos a seguir bajando la temperatura. Un grado por cada diez minutos". "¿Qué dice? –ladró el delegado– ¿Qué hace? ¿Qué pasa?", "Obedezca", le dijo Lisarraguirre al Rubio, pero el Rubio no sabía muy bien a quién debía obedecer, un aprieto común entre los obsecuentes. La nube de polvo del Veda seguía dispersándose.

"Quiero una explicación, ¡ya!", retumbó el delegado, pero se le quebró la voz y fue más bien como si hubiera dicho "¡Socorro!" "Señor delegado –dijo Giacca–, no se ofusque. Calma". No recuerdo las palabras exactas, pues me costaba apartar mi atención del estanque, pero el resto del discurso de Ernesto fue más o menos así: "Al bajar la temperatura no hemos hecho otra cosa que reproducir el otoño del cometa". "¿Y?", preguntó el delegado, al borde del llanto. "El Veda acaba de dar a luz", explicó Ernesto. "Pero, ¡si desapareció!", lloriqueó el delegado. "El Veda –continuó Ernesto sin prestarle atención– no estaba sintetizando un cristal, como creímos al principio; en verdad, todo él era una inmensa memoria genética. Ahora, el Veda ha hecho miles de millones de copias de sí mismo. ¿Comprende?"

"No! No puede ser!", gritó el delegado, Giacca, como un juez que condena, siguió, impasible: "Sí. Se hizo polvo. Cada granito de ese polvo, para decirlo fácilmente, contiene un biochip en el que está grabada la clave genética de un nuevo individuo de la especie". "¿Huevos?", preguntó Lisarraguirre como si fuera un colegial. "Es una buena analogía –respondió Giacca– pero, en tanto que analogía, inaceptable de parte de un científico". Lisarraguirre acusó el golpe y ya no habló más. Volvió a mis oídos la voz del delegado: "¿Qué quiere decir? ¿Hemos perdido al espécimen o no?" "Depende", contestó Ernesto, con lo que puso histérico al enviado de la OEB.

"¡Hable!", gritó el delegado y este alarido estremeció, incluso, al Rubio. La insolencia del sujeto me sacó de quicio. Intervine, apartándome del zoom: "No grite, cretino", le dije. La ira le empañaba los lentes. Yo seguí: "Usted, yo, el director, todos nosotros hemos perdido al espécimen". "Explíquese", susurró. "Ese polvito que hay ahora en el tanque –dije– son semillas, sí, semillas del extraterrestre. Según nuestro cálculos, hay toda una nueva generación de Vedas, con perdón del señor director, dentro de esa jaula ahora.". "Ahora bien –agregó Giacca–, ¿qué hace falta, se preguntará usted, para que esas semillas (vamos a decirlo así) germinen?" "Sí, sí –rogó el delegado–. Dígame, ¿qué hace falta?" Tenía una estupefacción en el rostro que parecía inducida por drogas. Giacca sonrió, me miró y dijo: "Hacen falta tan sólo dos cositas. Primeramente, trescientos años, ni uno más ni uno menos, trescientos años de frío cósmico, y al cabo de este tiempo, una breve primavera en ultravioleta de helio II". "¿Trescientos años?", preguntó el delegado. "Efectivamente –dije yo–. Y, como podrá usted ya suponer, el proceso no es reversible". "Habrá que esperar", concluyó Giacca.



© Ariel Torres

1986 - 2007

martes, 11 de agosto de 2009

El caballo de Dios

Publicado originalmente en la revista Cuásar #91 y en el volumen Ficciones en los 64 cuadros, compilado por Sergio Gaut Vel Hartman. Remixado, ampliado y corregido en 2009


–La partida lleva ya mil cuatrocientos veinticinco años, señor. La comenzó un antepasado mío aquí mismo. No entiendo qué le llama la atención: jugamos con Dios, y somos gente paciente.

Los dos enviados de la Sociedad Astronómica Internacional (SAI) se miraron, para sostener sus corduras uno en el otro a modo de postes: ¿mil cuatrocientos veinticinco años jugando al ajedrez? Y peor: ¿un viejo de noventa años perdido en pleno Elburz con una radioantena teóricamente instalada mil años antes de Cristo? Vamos de vuelta:

–Acá –dijo el astrónomo señalando el mapa con un puntero.
–Ahí –repitió el general.
–¿Ahí? –corearon Rilo, el lingüista, y Guillén, el astrofísico. A causa del asombro las voces les habían salido en terceras menores.
Con todo, los reconocimientos aéreos y especialmente los datos satelitales no dejaban dudas: en pleno Elburz, ascendiendo por el monte Damavand, a una altura de 2433 metros sobre el nivel del mar, había una radioantena. El Gobierno iraní negaba tener radiotelescopios en su territorio. Es más: en una primera consulta, el Gobierno iraní había negado también tener un macizo basáltico rematado por un pico de 5670 metros a pocos kilómetros de Teherán. Tras recapacitar, un funcionario había reconocido el macizo de Elburz y el pico Damavand, pero de ninguna manera la radioantena. “Acá no. –había dicho el oficial, y para más datos había agregado:– Tal vez enfrente, en Iraq. Vayan a ver a Iraq.”
Se le había explicado que no se trataba de una cuestión política, ya que una radioantena no sirve para la guerra. Era un hallazgo sin precedentes que hasta podría tener consecuencias graves para la seguridad del propio Irán. Esto sonó bastante contradictorio, pero para el general ya era tarde, no podía echarse atrás.
“Además –dijo intentando cambiar de tema–, en Iraq tienen el Tigris y el Eúfrates, una llanura, un valle de sedimentación, nosotros buscamos una montaña. Una montaña con una radioantena en un costado.”
Los que habrían de viajar al Irán a investigar, Rilo y Guillén, los astrónomos y los militares escrutaron después las fotografías. La del satélite y las de los AWACS eran más o menos borrosas, pero la que había tomado un turista holandés desde su campamento a trescientos metros de la antena era irrefutable: los persas tenían un radiotelescopio en el techo de Teherán.
–¿Me quiere decir alguien para qué recarajo quieren los iraníes una radioantena? –había preguntado el general.

–Para jugar, señor –les había contestado el viejo a Guillén y Rilo, acariciándose la barba blanca con dedos largos y finos y oscuros–. Para jugar al ajedrez.

–Descríbanos el sitio, por favor –dice la vocecita del general por el aparato de radio–. ¿Tuvieron problemas para llegar? ¿Es una radioantena o qué?
Rilo debió pensar bien antes de contestar: una sola respuesta contestaba una sola pregunta, pero le habían hecho tres preguntas, y el tranceptor tenía poquísima batería. Optó por decir:
–El lugar es desolado, hace frío, queda en la ladera noroeste, no hay nubes –se sintió ridículo diciendo cosas que todos sabían; buscó un plato más fuerte–: El dueño de la antena es un viejo de como cien años, vive aquí con su familia, tres personas más: dos mujeres y un chico de trece años. No tuvimos problemas para llegar. Es efectivamente una radioantena. Una radioantena hecha de madera, señor.
–No puede ser, Rilo, ¿cómo de madera?
–Madera de cedro del Himalaya, señor. Los chinos fabricaban ataúdes con eso y duraban dos o tres mil años, los ataúdes quiero decir... –Rilo pensó en si podía interesarle en algo la historia de las tumbas chinas al general.
–¿Me está tomando el pelo, Rilo?
–Señor, habla Guillén; lo que él dice es verdad. La antena es de madera. No es muy grande. El plato tiene unos doce metros de diámetro, más o menos. Pero sí, de madera, toda de madera, salvo el reflector...
–¿Y de qué carajo es el reflector, si se puede saber? –preguntó el general, irritado. Él quería algo que bombardear, caramba, no una cosa tan New Age como un radiotelescopio de cedro.
–No lo va a creer, señor...
–Guillén, se me acaba la paciencia. ¿De qué es el reflector? ¿De alas de mariposa, verdad?
–No, señor; es de cristal y platino. Parece trabajo a mano, señor, pero muy viejo. El cristal está bastante desgastado por la erosión... Cuarzo, debe ser cuarzo o algo parecido, no sé, la verdad es que no sé. Por debajo del cristal hay una capa muy fina de platino puro. Eso nos lo dijo el viejo, el dueño de la antena. No quiero exagerar, señor, pero este artefacto vale más que la montaña que lo sostiene.
–No se preocupe, Guillén, no lo queremos comprar. Dígame, ¿el viejo usa la antena? ¿La usa para algo?
–Soy yo de nuevo, señor, Rilo. No sabemos si la usa, por ahora... Dice que sí, el viejo dice que sí, pero su respuesta es tan descabellada que he llegado a pensar en un error de traducción...
–Hable, Rilo, ¿qué le dijo el viejo?
–Dice que la usa para jugar al ajedrez con Dios.
–Ah, bueno, excelente. Hágame un favor, Rilo. Cuando se les haya pasado el apunamiento, vuelva a llamar, ¿quiere? –y el general cortó.

A Rilo lo mandaban porque conocía los varios dialectos del Irán. A Guillén porque era un experto en radioantenas. Ninguno de los dos sabía muy bien a qué iba. Así que después de mirar el artefacto por todas partes, excepción hecha del interior de la caseta que tenía en la base, se sentaron a sufrir sus desolaciones y a tomar un poco de café. No tenían de qué hablar: uno vivía entre palabras y el otro entre radiotelescopios, ¿cómo iniciar una conversación?
Los familiares del viejo y el viejo eligieron no prestarles atención. Extranjeros conocían muchos, y los dos carapálidas eran de los menos interesantes. Así que Guillén y Rilo miraron largamente el macizo en torno, el cielo polarizado, y la caída del sol les fue acercando la sombra agigantada de la antena. Después también desapareció la sombra, tragada por las muchísimas sombras que pueblan una montaña en un país desconocido y lejano. Cerca de las doce se les acercó la más joven de las mujeres que vivían con el viejo y les susurró:
–Dice mi padre que si les interesa ver lo que hay dentro de la antena, vuelvan cuando con la Luna nueva.
–¿Con la Luna nueva?
–Con la Luna nueva.

El general sentía que la broma se había pasado de la raya.
–¡Dígales que voy a bombardearle esa maldita montaña si no abren esa casilla de una buena vez, Rilo!
Rilo, obediente, transmitió el mensaje. La mujer dijo, sin inmutarse:
–Vuelvan cuando no haya Luna.
Así que tuvieron que hacerlo. La tarde del decimoquinto día, sin Luna, con baterías nuevas y visiblemente agotados por el ascenso, golpearon la puerta de la casa del anciano y su familia. Estaba también construida con gruesos troncos de cedro del Himalaya, devadara, pensó Rilo, el árbol de los dioses, incorruptible a causa de su casi eterno perfume.
Dentro, los muebles y los utensilios no llamaban en lo más mínimo la atención. Por lo demás, el viejo fue tan parco como antes. Les hizo una seña para que se sentaran. “Ya hace demasiado frío fuera”, dijo. Había sido una especie de explicación.
Hizo servir una bebida alcohólica a los dos enviados. Ninguno de ellos tomó más que un sorbo. Parecía plutonio diluido en detergente. Luego siguió un silencio de una hora y media.
Como a las dos de la mañana, el viejo se levantó y les hizo otra seña, esta vez para que lo siguieran. Salieron a la noche helada. Miraron el cielo. Hasta Guillén, acostumbrado al espectáculo, se asombró. “Esto está en órbita”, pensó. Siguieron caminando hasta la caseta de la antena. Durante este corto paseo, Guillén y Rilo imaginaron quién sabe qué extravagancias. Si era cierto lo que el viejo decía, ¿qué prodigios habrían de hallar escondería la caseta?
Pero allí dentro estaba completamente oscuro. El viejo dio luz a una lámpara paupérrima y se recluyó en un rincón. Los dos enviados observaron que ahí los prodigios faltaban. Había tan sólo una mesa, un banco rústico y un tablero de ajedrez con las piezas dispuestas en una configuración que, luego de aquella noche increíble, sólo uno de ellos recordaría a la perfección. Vieron también algunos modestos tubos de bronce y un par de volantes del mismo metal. Por fin algo de metal.

–Óigame una cosa, Guillén –le había dicho el general en la segunda comunicación por radio–, supongamos que es cierto lo que usted dice, que la antena está ahí desde hace miles de años, ¿por qué tiene que ser de madera? Hace miles de años no estaban en la edad de piedra, ¿no?
–No sé aquí arriba en qué edad estaban, señor, no soy un experto, pero piense que hay tribus en África que todavía viven en la prehistoria, por así decir...
–¡Excelso! –había gritado el general.– ¡Usted me quiere convencer de que los fulanos que construyeron esa radioantena estaban en la Edad de Piedra! Supongo que, en su opinión, los menhires godos serán..., no sé, ¿calculadoras electrónicas?
–Electrónicas, no, señor, seguro que no eran electrónicas, pero, ¿por qué dudar de la sabiduría de los antiguos?
–Usted leyó mucho Von Däniken, Guillén...
–No, señor, todo lo contrario. En cuanto a la madera, hace miles de años había metal, pero tal vez no lo suficiente para fabricar la antena. Acaso no habría durado tanto, debo agregar. No tenían acero inoxidable, ¿me entiende? Y con esto no quiero decir que hayan sido los mismos habitantes del lugar los que la construyeron.
–¡Enanos verdes! ¡Usted está hablando de enanos verdes! Si sabe lo que le conviene, Guillén, no vuelva... ¡Quédese a vivir ahí con sus extraterrestres!

El viejo se tomaba treinta siglos para cada operación. Solamente abrir la puerta de la caseta le llevó casi quince minutos. Los goznes estaban algo resecos. Había cuando menos una docena de cerraduras distintas, todas de madera. Cuando entraron, fue lo mismo: el viejo hacía todo con extrema lentitud.
–Pero, ¿usted cada cuánto tiempo entra aquí? –preguntó Guillén notando el aire recargado de olor a resina, un olor como a tumba.
–La última vez que entré yo tenía trece años, como el muchacho que está afuera –contestó el viejo–. Él va a entrar pronto aquí, por primera vez, y yo ya no voy a volver a entrar nunca; por la edad, claro.
–Entiendo, pero, ¿por qué? –preguntó Guillén.
–No pregunte. Observe. Tenga calma.
El viejo, sentado en su rincón sombrío, miraba por el tubo de bronce de diez centímetros de largo y uno o dos de diámetro. El tubo daba a un orificio practicado en la pared. Cuando la estrella cayera allí, se formaría una red de difracción, y sería el momento de recibir la movida desde el cuarto planeta en torno a Arcturus, un planeta rocoso, como la Tierra digamos, pero muy viejo, deshecho y moribundo, con tal vez un sólo hombre o algo así como un hombre, esperanzado ahora, con algo para hacer, por fin, un extraterrestre paciente, casi extinguido, más allá de las estrellas, más allá de todo.
Al rato entró el muchacho. El viejo en ningún momento sacó el ojo de su tubo de bronce. Guillén se preguntaba qué haría el viejo pegado a esa pared. Luego, como se había desorientado en aquél lugar, miró hacia qué punto cardinal apuntaba el tubo de bronce. Y no deseaba salir por nada del mundo, no fuera cosa que el viejo, por alguna extraña razón, molesto u ofendido, quebrada cierta regla de cortesía que él, Guillén, no era capaz de imaginar, decidiera dejarlo afuera de la caseta. El muchacho se paró frente al tablero de ajedrez y empezó a observar la posición de las piezas.
–¿Está bien? –preguntó el viejo sin despegar el ojo de su tubo. Su aliento había humedecido la pared de madera lustrosa.
Afuera, la temperatura seguiría descendiendo hasta el amanecer.
–Sí, abuelo –contestó el muchacho. Rilo traducía en voz muy baja.
–No toques nada.
–No, abuelo.

–¡Enanos verdes! –volvió a exclamar el general después de colgar el teléfono. –¡Está loco!
–¿Qué dice Guillén? –preguntaron los astrónomos, temerosos.
–¿Queda lejos Katmandú de esa repodrida montaña? –preguntó el general.
–Sí, bastante lejos, señor...
–Igual: Guillén está drogado. Habla de extraterrestres.

–¿Por qué no debe tocar nada? –le preguntó Guillén al viejo.
–Si mueve las piezas, cambia la partida.
–Sí, lógicamente. Pero, ¿qué problema habría en que cambie la partida?
Guillén, que ignoraba casi todo lo referente al ajedrez, pensó en si no había preguntado alguna estupidez. Y terminó de asustarse cuando vio la cara al anciano. Había sacado el ojo del tubo de bronce y, por primera vez, lo vieron con alguna expresión en el rostro. Esta expresión era amenazante, pero básicamente indefinible. Tal vez estaba muerto de risa. Dijo:
–El problema está en que no es su turno.
De inmediato volvió la vista a su tubo. Vamos a decir la verdad, aunque duela un poco: ni Rilo, más conocedor de las costumbres islámicas, ni Guillén, buen observador por naturaleza, se habían percatado todavía de la labor del viejo, que consistía en esperar un patrón de difracción en el fondo del tubo de bronce que de por sí ya era una reliquia. Para ellos, y quién sabe qué arcaico prejuicio los condujo a esta deducción, el viejo estaba orando de cara a la pared.
Guillén preguntó:
–¿Qué es lo que hace usted ahora?
–Espero –contestó el viejo.
–¿Qué es lo que espera? –preguntó Guillén, traducción mediante, juntando algo de coraje y no poca paciencia.
–Espero las columnas de luz de la estrella de la casa de Dios.
–La estrella... –repitió Guillén como un estúpido.
–¿Qué estrella ? –preguntó Rilo, compenetrado de la duda de su compañero.
–La única estrella que me puede interesar en este momento, lógicamente.
–O yo ya estoy del todo loco –dijo Guillén– o el que instaló la antena, no pudiendo proveerla de un sistema de seguimiento, reemplazó la relojería por un mecanismo de coincidencia fijo... es perfectamente posible.
–¿Se lo pregunto? –dijo Rilo.
–No, no creo que el viejo entienda nada de lo que hace. Pero vamos a preguntarle para qué, con qué objeto espera “ver las columnas”. ¡Pero sí, claro! ¡Si el agujero es lo suficientemente chico, el viejo tiene que ver un patrón de difracción cuando la estrella caiga en esa posición exacta! Líneas de luz y de sombra, como si fueran columnas.
–Bueno, ¿qué tengo que preguntarle? –dudó Rilo, confundido.
–¿Para qué espera ver las “columnas de la casa de Dios”?
Rilo obedeció.
–Cuando la estrella esté a la vista acá –dijo el viejo señalando su tubo–, recibiremos la jugada. Tendré setenta y cinco segundos para pensar mi movida y responder. Para eso espero. Es simple.
Guillén calculó la dirección, la declinación, la ascensión recta, y dijo:
–Alfa Bootis. Arcturus.
Ahora el que va a hablar es el chico, y les anticipo que va a ser lo más sorprendente de la noche. O casi.
–Ustedes dos, los extranjeros, escuchen. –Rilo trataba de traducir simultáneamente, pero el chico hacía correr su lengua como para hacer todavía más incomprensible su dialecto. Su hermoso dialecto.– Cuando la estrella esté en el tubo, recibiremos la jugada del hombre que espera en la estrella a la que ustedes llaman Arturo, el Boyero. Nosotros le decimos nada más que la estrella, porque es la única que nos interesa. Las demás no existen, propiamente. La jugada salió hace casi 37 años. Es cierto que la antena no la instalamos nosotros. Tampoco el ajedrez lo instalamos nosotros. La instaló el viajero, que es en realidad Dios. Vino volando y nos enseñó el juego y se fue volando. Bueno... no exactamente a nosotros. Eso ocurrió hace muchísimo tiempo, más de tres mil años –Guillén silbó cuando oyó la traducción de Rilo–. Le llevó un rato largo viajar desde su estrella y volver a esa estrella. Pero él tiene tiempo. Hace 1425 años recibimos la primera jugada. Abrió el juego él, claro, para avisarnos de su arribo. Por eso usa las piezas blancas. Nos sentimos muy felices. Sabe jugar muy bien. Nosotros también. Fíjese en el tablero. Nuestra situación no es tan grave. Es cierto que él juega solo y nosotros hemos sido veinte generaciones de jugadores... –el chico apenas hacia pausas; pese a eso, Guillén pudo introducir una pregunta:
–Pero, ¿quién instaló la antena?
–El viajero, ya le dije. Él sabe muchas cosas.
–Y la antena tiene casi tres mil años...
–Sí, pero eso no importa. Mientras funcione.
–¡No importa! ¿Cómo que no importa?
–Lo que importa es jugar. Eso es lo que importa. Él lo dejó claro.
–La estrella –advirtió el viejo.
–¡Shhh! –indicó el chico. Silencio, y repitió–: La estrella.
Desoyendo la orden del adolescente, Guillén preguntó:
–¿Qué va pasar ahora?
–Una de las piezas blancas va a moverse.
–Las del viajero... –susurró Guillén. Rilo tenía la garganta reseca. Para nosotros está callado, pero es quien más ha hablado de todos. El radioastrónomo está observando el tablero muy de cerca. Piensa: “La antena sólo sirve para recibir las movidas, y para transmitirlas. Es obvio que no la usan para estudiar el universo. No sé de dónde saca la energía para transmitir, pero no importa demasiado. Un plato de doce metros puede capturar suficiente luz solar entre las jugadas como para lanzar una simple movida de ajedrez a más de 36 años luz de distancia. O el viajero instaló ahí dentro una batería atómica que ha de durar 10.000 millones de años. O ni siquiera atómica. Una batería que nuestra civilización está a cien mil años de desarrollar. Todo dentro de una modesta antena de cedro. ¿Por qué cedro y no algo más avanzado?”
Guillén no conoce la respuesta. Pero es simple: para que dejaran la antena en paz durante los siguientes 3000 años. Hasta la llegada de un radioastrónomo que el viajero necesitaba en su estrategia de siglos.

El anciano estaba parado ahora junto al tablero, del lado de las piezas negras, enfrentando al chico. Guillén y Rilo se habían acercado cuanto creyeron conveniente. El tablero absorbía la atención de los cuatro. Esperaron durante un minuto. Pero ninguna pieza se movió. El chico alzó la vista con el ceño fruncido. Miró al viejo y dijo:
–¿Qué pasa, abuelo?
El viejo no contestó. Esperaron todavía otro minuto.
–¿No quiere jugar? –preguntó el chico, y era raro que ninguno de los dos haya pensado (ninguno de los cuatro) en que la antena podía estar fallando. Súbitamente el viejo volvió a su silla y miró por el tubo de bronce. Susurró la palabra “no”, que hasta Guillén había aprendido, y después gritó esa misma palabra. Un alarido excesivo para la pequeña caseta. Un alarido, además, largo. Tanto como para que Guillén y Rilo llegaran a taparse los oídos. El chico estaba congelado junto al tablero. Por fin reaccionó. Pero fue solamente para llorar.
Guillén se apresuró fuera de la caseta y miró el cielo en la dirección en que estaba orientado el tubo de bronce. No había creído realmente la historia del chico. Ahora tenía que empezar a aceptar.
Eso siempre duele. Ahí donde debía estar Arcturus había una brutal mancha de luz más grande que la Luna llena, más grande que cien mil estrellas. Rilo salió un segundo después. Y al rato traspasó el umbral el viejo, seguido del muchacho. El viejo dijo una palabra que Rilo tradujo como “holocausto”.
–“Holocausto”, ¿por qué? –preguntó Guillán.
–“Todo quemado” –respondió Rilo.
Sonó el teléfono. El general ya habría avistado el fenómeno celeste. ¿Los querría de vuelta?
Sin embargo, no respondieron al llamado. El viejo había vuelto a entrar. Había más luz afuera, bajo la luz del holocausto, que adentro. El viejo se había sentado junto al tablero y lloraba amargamente, sin ocultar sus gemidos y sus hipos. Guillén y Rilo aguardaban –no sabían qué aguardaban– junto a la puerta. El chico miraba el monstruo brillando en el cielo. El viejo susurraba “No puede ser, no puede ser”. De pronto, una de las piezas blancas se movió.
Un caballo había saltado a otra posición. El viejo volvió a gritar.
Parecía mentira que un organismo de noventa años tuviera tanta energía. Tal vez estuviera gastando sus últimas fuerzas. El chico entró apresuradamente al oír la voz del anciano. La voz o eso que se parecía a una voz. El viejo, terminado su grito, observó las piezas durante sus 75 segundos y se dispuso a mover un alfil. Rilo, que sabía un poco de ajedrez, observó:
–Fue una jugada apresurada, ¿no?
–Eso no importa. Lo que importa es no habrá próxima jugada –dijo el viejo, vacilando respecto de su alfil.
–¿El viajero ha muerto, entonces? –preguntó Rilo. Guillén estaba absorto sobre el tablero, sin entender las estrategias que el pequeño campo de batalla encerraba.
–No, Dios no muere –contestó el viejo–. Pero, ¿quién sabe hacia dónde viaja ahora? No sé qué otras estrellas mirar. Solamente hemos prestado atención a una. Siempre fue así. Pero ha dejado de existir. El viajero nos lo había advertido, nos dijo que esto pasaría alguna vez. Si supiéramos adónde va, tal vez podríamos mover la antena. Pero ya no habrá más jugadas. Es el destino: una mala estrella.
–Abuelo –dijo el adolescente–, ¿por qué el viajero jugó ese caballo?
El viejo observó el tablero otra vez. Frunció el ceño y con ello casi toda su cara, que era entonces un resorte de ideas a punto de soltarse. El chico insistió:
–¿Por qué, abuelo?
–Es realmente una mala jugada –respondió el viejo.
–Una jugada apresurada –repitió Rilo–. Ha jugado mientras escapaba de la nova.
–Dios no necesita escapar –contestó el chico, irritado. Y miró a su abuelo.
–Quizás la jugada signifique algo –especuló el anciano, pensativo.
–¿Algo? ¿Qué? –preguntó el chico, y Rilo estaba preguntando lo mismo con los ojos.
–El caballo nos indica adónde viaja el viajero, es un hecho. Es tiempo de reflexionar –concluyó el anciano.
Rilo tradujo todo a Guillén. Ambos miraron el tablero durante un rato. Los dueños de la antena y Rilo veían solamente jugadas de ajedrez. Guillén no vio nada de esto, ya que ignoraba casi todo respecto del juego, pero al cabo de un minuto dijo:
–Ya sé. –Lo miraron con atención, incluso el viejo–. El caballo se mueve en ele –siguió diciendo Guillén–. Si suponemos que en el centro del cuadro inicial nos encontramos nosotros, que en el centro del cuadro final se encuentra la nueva posición y que Arcturus está en el centro del único cuadro intermedio libre, éste –señaló– por donde pasó el caballo en su movida en ele, entonces podemos calcular la distancia entre el Sol y la nueva estrella. Es la hipotenusa del triángulo formado por el movimiento del caballo. Pitágoras.
–Es un cálculo sabio –dijo el viejo–. ¿Sabe hacerlo?
–Sí. Cada cuadro del tablero representa más o menos 18,35 años luz, la mitad de la distancia a Arcturus. Ahora hay que sumar los cuadrados de los catetos. Eso daría un poco más de 1683. La raíz cuadrada de eso debe andar en 41 años luz. Ahí tiene que haber una estrella. Rilo, vamos a llamar a la base.
Rilo marcó de nuevo los números. En la base, los astrónomos les dijeron los nombres de todas las estrellas en ese rango de distancias. Atrás se oían las risas del general. La lista de soles era demasiado extensa. Guillén se quedó mirando el tablero, aturdido. Sabía que la respuesta estaba en esa jugada, ¿pero cómo saber cuál de las miles de estrellas que quedaban a aproximadamente 40 años luz del Sol estaban buscando? El viejo dijo:
–Bueno calculando, malo jugando. –Rilo tradujo. Guillén preguntó qué quería decir. El viejo agregó: –Se juega con todas las piezas. No sólo con el caballo. Dios juega con todo el tablero a la vez.
Guillén miró de nuevo, esta vez considerando todas las piezas, todas las distancias, todos los catetos, todas las hipotenusas. Hasta que el tablero se le apareció como un mapa celeste. ¡Era eso! El viajero había jugado durante más de 14 siglos sabiendo exactamente cuándo Arcturus se convertiría en nova, y lo había hecho sólo para que esta última jugada dejara las piezas de tal modo que, partiendo del Teorema de Pitágoras, todas las demás representaran los objetos celestes que permitieran identificar una estrella en particular.
El tablero sobre la mesa era un mapa celeste.
Siempre lo había sido.
El experto en radioantenas sacó su libreta y empezó a anotar sin pausa. El general había sufrido una descompensación a causa del ataque de risa y los astrónomos de la base pudieron así, con más tranquilidad, ofrecerle a Guillén todos los datos que necesitaba para trazar su carta astronómica.
Finalmente, la encontraron. Pero había una mala noticia. Esa nueva estrella estaba a más de 200 años luz del difunto Arcturus.
Guillén, viendo una sonrisa en la cara del viejo, en la cara de la nova, que brillaría durante semanas, y en las montañas lejanas, sobre las que el sol del día empezaba a reflejarse, dijo:
–Rilo, no vamos a volver a la base. Nos quedamos acá una temporada. El viejo necesita poner esta antena en una nueva posición. Además, allá en casa vamos a tener que escribir un largo informe que nadie va a creer y que nadie va a leer. Acá hay algo importante para hacer. Yo diría fundamental. –Y dirigiéndose al anciano y al chico, que todavía sonreían mirando el tablero, agregó:– El único problema está en que la nueva estrella se encuentra a casi 200 años luz de Arcturus. Dado que el viaje empezó hace 36,7 años, no habrá más movidas hasta dentro mucho tiempo. Siglos, tal vez. Lo siento.
–No importa –dijo el chico, que estaba condenado a nunca jugar con Dios–. Todos aquí somos gente paciente.

martes, 4 de agosto de 2009

Madián, lugar de juicio

Publicado originalmente en 1988 en la revista Tinta, del Departamento de Literatura Española y Luso Brasileña de la Universidad de California en Berkeley, USA





-Dios mío -repitió Myrna y luego, tocándole un hombro, dijo: -Mirá eso.

Eran naves de sangre
con el cielo en las axilas
y un ojo y una boca debajo de cada pluma.


-¿Puede ser -preguntó Myrna- que vuelen tan rápido? ¿Puede ser?
Una chica nerviosa. Adelantó la cabeza para mirar el velocímetro y le obstaculizó la vista. Siro sacó el pie del acelerador.
-Ciento diez, Myrna. ¿Podrías correrte, así veo la ruta,

la vida,
los interminables recursos
de una torre alimentada con niños?


-¿Qué?
-Son las voces. De nuevo -dijo Siro.
-Siguen ahí.
-Los veo.
-¿Qué son?
-Cóndores. Los más grandes que haya visto nunca.
-Decime, ¿viste muchos?
-Morite.
-¿Y las voces, qué son?
Como les había advertido Mílena, los cóndores aparecieron en cuanto entraron a la precordillera, bajaron como puentes y los escoltaron, y junto con ellos llegaron las voces.
-¿Cantan los cóndores? -preguntó Myrna.
-Tenemos que estar cerca.
-¿Qué te dijo Mílena, exactamente?
-Lo mismo que te dijo a vos.
-Y lo mismo que escribió en su tesis. El Sapo dijo que nunca en su vida había leído algo tan descabellado.
-Pero yo lo creo.
-Yo no. Además, no me parece una cuestión de fe.
-¿Por qué viniste, entonces?
-Por eso, justamente. De otro modo... Decime, ¿no se cansan nunca los bichos éstos?
-No sé -siseó Siro.
-Si creyera en lo que dijo Mílena, ¿te crees que me arriesgaría?
-Ella les sacó fotos. A las ruinas.
-Podríamos sacarles fotos a los cóndores. ¿Cóndores me dijiste?
-Probá.
-No, no sé usar tu cámara.
-Entonces, olvidate. Yo no puedo dejar el volante.
-¿Te dijo Mílena que iban a aparecer los cóndores?
-Sí.
-A mí también.
-Y que, cuando se vayan...
-¿Te mostró las fotos?
-Sí.

Estaban nuevas y dormidas,
recién estrenadas
como el Sol.


-Voces -murmuró Siro.
-Tienen como música, ¿no? -agregó Myrna, y Siro le preguntó si todavía no creía en la historia de Mílena, en su teoría.

¿Refutas aún la horrenda historia de Mön,
que parió un árbol con
dientes y caminó hasta el fondo del mar
y se lo bebió?


-Nos vamos a volver locos -se quejó Myrna, por las voces.
-Mala suerte -murmuró Siro, irritado.
Myrna de pronto gritó. Tenía uno de los cóndores a la altura de la ventanilla. Pero estaba a unos buenos diez metros de la camioneta. El otro, a la izquierda, observaba cada tanto a Siro con un ojito metálico. Lentamente, empezaron a rebasarlos. Las alas en olas inmensas.
-Hace veinte minutos que...
-Ya lo sé, Myrna, ya lo sé, callate. No hables más.
Siro miró de nuevo el velocímetro. Ciento veinte. Tenía el corazón lleno de timbrazos. Los cóndores se llevaron la delantera y siguieron alejándose como dos desertores enfermos de paralelismo Riemanniano. Siro aceleró hasta los ciento cuarenta.

Pero eran naves
de sangre
con la boca
llena de viento.


-¿Se van?
-Callate, Myrna, por favor -dijo Siro y pensó: "Son cóndores, realmente son cóndores. Los más grandes. Yo sabía que tenías razón, Mílena. Y ahora se van. Estamos llegando."
Cien metros más adelante, las aves gigantescas quebraron el aire en una espiral de dos focos y se elevaron hacia las montañas en línea recta, como misiles con collar de perlas. Las voces volvieron, multiplicadas.
-Pongo música -informó Myrna mientras inyectaba un casete en el autoestéreo.

"I just want to be free, I'm happy to be lonely.
Can't you stay away? Just leave me alone with my thoughts."

-Bruñidas como escalas cromáticas, fijate bien en los peldaños, siguen la serie de Fourier. La solucionan -agregó Mílena e hizo un silencio y un ademán.
-No, no puede ser -había opinado Siro.
-Vas a ver.
-¿Y ahora? -preguntó Myrna, asustándose. Siro había estacionado en la banquina.
-Ahora apagás la radio.

I just want to be free

-¿Qué decís?

Run
away

-Myrna, apagá eso.

Leave me alone with

-Andate, Myrna.
-¿Irme? ¿Cómo irme?
Siro bajó la cabeza, harto de todo.

my thoughts.

Levantó la pierna derecha hasta el pecho y estrelló su bota de montar (porque Madian está lleno de víboras, llévatelas, amor, ya que impiden la muerte aunque no la dulce ceguera) contra el autoestéreo:

just

run.

-¿Te volviste loco?
-Sigo solo, Myrna. Mílena estaba en lo cierto. ¿Qué más querés ver?
-No pienso dejarte abandonado acá. Esto es un desierto.
-Te vas a quedar ciega, ya lo dijo Mílena.
-Nictálope.
-Es lo mismo.
-¡Es peor!
-Por eso. Da la vuelta y andate.
-Rompiste la radio, sos un histérico.
Siro no dijo nada. No hizo nada. Myrna se le quedó mirando todavía un rato más con ojos como liebres, mientras Siro bajaba de un salto y extraía la mochila de la caja. Empezó a cruzar la ruta a grandes trancos.
-¡Siro! -llamó Myrna, sacando la cabeza por la ventanilla del conductor. Siro se detuvo en el medio de la ruta, sin darse vuelta.
-Siro -repitió Myrna. Y dijo: -Hagamos el amor.
Siro no contestó. Un momento después, reanudó la marcha hacia el Sur.
-Vos la querías a Mílena, ¿no? -le gritó Myrna. Siro no respondió. Siguió caminando. Sobre la loma celeste de metal que precede a la ventanilla fueron cayendo las lágrimas como si fuesen ofrendas.
-¡Está muerta, Siro! -regurgitó, como si Siro no lo supiera, y luego volvió a llamarlo, muchas veces, con

la voz ruinosa
del mar,
harto de decir ola
y que nadie le responda.


Finalmente, puso en marcha la camioneta, dio la vuelta y tomó el camino de regreso. Cuando ya no era más que un barquito mudo en la reverberación, bajaron los cóndores y la persiguieron durante muchos kilómetros, hasta la frontera con el mundo.
-No te preocupes por las voces, las trae el viento.
-Pero, ¿qué son, Mílena?
-¿En mi opinión?
-Sí.
-Gente. Gente cantando. Sólo eso.
-Gente. ¿Quiénes?
-No sé. No los vi.
-Pero, oime: ¿vive alguien ahí?
-No, supongo que no.
Al anochecer, Siro llegó a las ruinas. Descansó un rato y después comió, sin hambre. No, al menos,
esa hambre anémica y medio hinchada
de la pobre, pobrecita Luna.
-¿Qué? -preguntó, dándose vuelta. Cerró los ojos. Bebió café, lentamente, y fumó. "Esas voces," pensó.
-Te enteraste de lo de Martí.
-Se volvió loco -dijo Mílena-. Pero me dejó algunos datos interesantes.
-Sus hipótesis -agregó Siro, en tono casi de reprensión- se parecían mucho a las tuyas.
-Sí, es verdad. Pero cometió un error.
-¿Cuál, por favor?
-Trató de encontrar una explicación.
-¿Y?
-Lo que hay que hacer es encontrar las ruinas.
-Teosofía. Así se llama lo que vos estás haciendo.
-No te creas -afirmó Mílena frunciendo el ceño y dando la última pitada a su cigarrillo, dijo:- A valores constantes, no sé si es peor tratar de encontrar una explicación o las ruinas. Una cosa lleva a la locura; la otra a la muerte. O eso creo, al menos.
Plenilunio. Mílena había encontrado las ruinas, pero no se había atrevido a entrar. Al volver hablaba solamente de su cobardía. Le mostró las fotos y le contó toda la historia, los cóndores, las víboras, todo eso. Al día siguiente desapareció. Nunca más volvieron a saber de ella. Hacía ya un año.
Hacia las once de la noche, Siro se levantó, cargó la mochila al hombro, se sumergió en las ruinas y se perdió en la noche.
Las víboras se le cruzaban a cada paso. El suelo de polvo gris -como el manganeso, ese gris, como el de la ceniza de cigarrillo muy machacada- estaba repleto de huellas. Como letras del árabe.
-Sin duda -le dijo Mílena, que estaba sentada sobre una de las muchas esferas blancas, pulidas, semienterradas en el polvo-, las huellas de las víboras tienen su significado. El árabe, o cualquier otro idioma, sufre monstruosas dualidades. El de las huellas es un lenguaje totalmente real: no hay dos cosas. Ni tampoco una.
Siro ya estaba junto a ella, mirándola como con muchos ojos. Guardaron silencio durante un rato. Siro notó que Mílena iba descalza.
-Sabía que iba a encontrarte aquí.
-Por eso la echaste a Myrna.
-La eché porque no la aguantaba más. ¿Cómo sabías que vine con ella?
-Veo que me hiciste caso -dijo Mílena, señalando las botas de montar con el mentón.
-¿Y vos? ¿No te pican?
-Sí, claro.
-Pero aquí no hay Vida y Muerte, supongo.
-Me alegro de que comprendas. Bueno, creo que de otro modo no habrías venido.
-Podría descalzarme.
-Depende -murmuró Mílena-, si querés volver, no. En el mundo, te llamarían "muerto". Te enterrarían y todas esas cosas.
Siro prestó atención al sonido. Como en una cámara anaecoica. La Luna ya estaba alta en el lomo del cielo. Cuando Siro bajó la mirada, Mílena se había esfumado. Siguió sus huellas entre las esferas de porcelana bruñida y recién entonces se preguntó dónde estaban las ruinas, o si las ruinas eran simplemente aquello, o en qué medida podía llamársele "ruinas" a ese páramos gris sembrado de perlas gigantes.
Más adelante perdió el rastro; poco a poco, los piecitos cóncavos se habían ido disolviendo en un chubasco de culebreos. Luego, el suelo entero se volvió un hervidero de huellas de víboras. No había dónde fijar la vista. Y no podía sentarse en el suelo.
-Si querés volver, no -recordó.
Observó una Coral tratando de trepar, infructuosamente, a una de las esferas blancas y descubrió la función de estos objetos y hasta la razón de su esmerado pulimento.
-De todos modos -se dijo-, debo estar equivocado al pensar así.
-Depende -respondió una de las voces-, si querés volver, no.
Estuvo sentado, pensando, por espacio de una hora. La pobre Luna llegó al cenit y empezó a derramar líquidos nauseabundos que formaron charquitos tornasolados en la ceniza.
-Pero, ¿de qué sirve llorar? -le preguntó a la Luna.

Y ordenaron a un ejército
de canallas vestirse
de blanco,
-cantaron las voces-
y respondieron a la orden
con una gran carcajada lluviosa.

Así que Siro entendió que habría de encontrarla entre la gente, esa gente que cantaba.
-¡Por qué no le pregunté sobre las voces! -se dolió, pero se le había llenado el alma de entusiasmo y de júbilo y ya estaba en camino. Aunque no sabía a dónde debía ir.
-Voy a encontrar a esa gente. Como sea -afirmó.
-Depende -contestaron las voces-. Si querés volver, no.
Parecían venir de todos lados. Siro caminó sin rumbo durante horas. Pensaba: "Algún rumbo, sin embargo, estoy siguiendo, aunque sea azaroso. Porque de no ser así, estaría quieto."
Siguió caminando, hasta que dijo:
-No. Aún si me quedase quieto estaría siguiendo un rumbo. Aquí no hay movimiento y quietud. No hay dos cosas.
-Ni tampoco una -acotaron las voces.
Así que buscó la esfera más cercana, se sentó y esperó.
-Dormir -dijo, sonriendo.-Eso sí que no puedo hacerlo. Salvo, claro, que no quiera volver.
Las serpientes navegaban como trenes alrededor de sus botas, había cada vez más. "Pero el misterio -pensó- no es dormir, sino soñar. Supongamos que yo soñara."

El sueño que soñaste
crece como el rocío
en la gramilla nueva
y cada imagen deja
nuevas huellas en torno
a los muchos mundos
de marfil
,
apuntaron las voces y Siro se levantó, sobresaltado.

-Soñar -dijo en voz alta-, eso es.
De la mochila sacó una pala, la bolsa de dormir y una birome Bic. Espantó las serpientes a golpes de pala y extendió la bolsa sobre el suelo. Se introdujo y, con un movimiento rápido y decidido, se encerró herméticamente. Con el cortaplumas agujereó la bolsa desde dentro a la altura de su boca, desarmó la birome para formar un respirador. Mientras le duró la fatiga de la ansiedad aspiró por la boquilla y espiró por la nariz, obligándose a realizar esta operación con exasperante lentitud, como un yoguin. Finalmente sintió que se adormecía y escupió el respirador.
Se despertó entre la gente que cantaba. Había una nación de coreutas, millones de ellos ordenados de espaldas a la pared en los corredores de una construcción infinita. Siro descubrió que si la música cesara, la construcción desaparecería.

Sí, porque es la música
quien edifica titanes con tus
besos redondos de oboe,
y poco a poco
crece un mundo puro donde
no hay fuego, sino tus tibias cuerdas,
ni aire,
sino un océano de armonía,
ni tierra,
sino la brisa del cello
y el orfeón inextricable del piano,
ni hay tampoco agua,
porque, yo lo sé,
basta una melodía
para que vivan en ella los peces.


Nadie le prestó atención. Algunos se mantenían erguidos, sujetando con una mano la partitura y, con la otra, sus diafragmas; otros jugaban a las cartas, o se peleaban, o dormían profundamente, aun morían, pero no en silencio, sino cantando, cantando todo el tiempo. Siro miró a lo lejos. El corredor se perdía adelante y atrás, revestido de corifeos. Por encima de su cabeza había un palco, cuya baranda servía de apoyo a las espaldas de más cantantes. Uno dejó caer un cigarrillo fumado hasta el filtro. El palco, como el corredor, seguía hasta donde alcanzaba la vista. Y arriba se divisaba otro, y luego otro, y así hasta que el humo y la música hacían imposible distinguir nada en las alturas.
El canto estaba en todos los rincones, como un líquido. Siro lo descubrió también dentro de su propio organismo. "¿Cómo voy a encontrarte entre toda esta gente?", pensó, y como a menudo ocurre en los sueños, arribó a una conclusión inverosímil: "El director de este coro -razonó- va a decirme en dónde está Mílena." Y empezó a caminar. Encontró pasillos laterales y cuartos polvorientos, en todos lados había gente que cantaba, pero nadie lo miró ni trató de detenerlo. Las paredes tenían casi tanta solidez como la música. Y viceversa.
En una intersección recordó la brújula que tenía en el bolsillo. Cuando la hubo sacado se quedó mirándola estúpidamente, sin saber qué uso darle. Se la guardó y siguió caminando. Poco después advirtió que estaba cantando junto con los demás. No se resistió. El canto lo ayudaba a encontrar el camino, o simplemente lo ayudaba a seguir adelante. Avanzó durante muchas horas, y empezó a cansarse o a sentirse resignado.
Lo despertó el calor. El mediodía no es buen lugar para una bolsa de dormir. Estaba asfixiándose. Pero no se atrevió a abrir el cierre sino hasta que recordó que las víboras se esconden durante las horas bochornosas.
Al anochecer volvió a encerrarse y volvió a dormir. Allí estaba el director, bajo una cúpula inmensa y tan alta que se formaban nubes de lluvia en su cima. Estaba rodeado de cientos de miles de cantantes, sentados en los escalones del anfiteatro. Lo mareó la altura. Recordó haber caminado en sueños, mientras esperaba el anochecer, recordaba una puerta oculta bajo unas gradas de madera semipodrida, y recordaba que tras aquella puerta había hallado la bóveda gigantesca. En el centro de la arena había una figurita, como un bichito desnudo y negro, que gesticulaba.
"Es él," sospechó Siro. Pero estaba a cincuenta pisos de altura, por lo menos, y aunque lo hubiera deseado con toda su alma, aunque era lo que más deseaba en el mundo ("Este es el mundo" -pensó) no podía, nunca hubiera podido llegar hasta el director y preguntarle por Mílena.
Pidió permiso, no obstante, y descendió algunos escalones. "La serie de Fourier -pensó, y pensó-: Tenías razón. ¿Pero cuál es la solución? ¿Dónde está?" Y supuso que esa respuesta también estaba junto al director.
Cuando le hicieron otro hueco para dejarlo pasar, en vez de intentar otro paso, se sentó. Nadie lo miraba. Puso la cabeza entre las manos y las manos sobre las rodillas.

Lloró, mientras cantaba,
sin darse cuenta
ni de lo uno
ni de lo otro.


Al cabo de varias horas, volvió a despertarse enfermo de calor. Salió de la bolsa sin demasiada precaución. Juntó sus cosas y las fue guardando en la mochila. Tenía los ojos encandilados por el Sol impiadoso, oblicuo ahora a las tres o las cuatro de la tarde. Tenía un nudo brutal en la garganta y, sin embargo, cantaba obsesivamente las palabras últimas que había cantado en el anfiteatro, con la cabeza entre las manos, antes de despertarse o de volver a dormir:

Vi un bichito insignificante,
negro y desnudo,
posado en el tallo de una cortadera:
subió y bajó.
Subió y miró y bajó y miró.
Subió,
batió alas, bajó y dijo:
"Esos espacios vacíos me atormentan."


Al agacharse para enrollar la bolsa de dormir sintió un dolor punzante en el cuello. Se quedó paralizado de espanto. Con la punta de los dedos notó la tumefacción y la leve rugosidad de la herida doble y entonces, automáticamente, sus ojos cayeron sobre el pequeño, casi imperceptible desgarro en la bolsa de dormir.
Al levantar la vista, aterrado, pidiendo quizás clemencia, se encontró rodeado por las ruinas. Un minuto antes se las había hecho invisibles el resplandor del Sol. Nictálope. Vio, como lo había visto mucho antes Mílena, que las ruinas no estaban malgastadas por el tiempo, sino nuevas y bruñidas, recién estrenadas como el Sol, y que sin embargo eran las verdaderas ruinas, sin pasado para justificar su gloria, ni un futuro para desvanecerla. Puramente ruinas. Y sintió, claramente, que él no estaba vivo, como no lo estaban las construcciones magníficas que ahora veía, y sintió que ya, por fin, no estaba muerto.