martes, 11 de agosto de 2009

El caballo de Dios

Publicado originalmente en la revista Cuásar #91 y en el volumen Ficciones en los 64 cuadros, compilado por Sergio Gaut Vel Hartman. Remixado, ampliado y corregido en 2009


–La partida lleva ya mil cuatrocientos veinticinco años, señor. La comenzó un antepasado mío aquí mismo. No entiendo qué le llama la atención: jugamos con Dios, y somos gente paciente.

Los dos enviados de la Sociedad Astronómica Internacional (SAI) se miraron, para sostener sus corduras uno en el otro a modo de postes: ¿mil cuatrocientos veinticinco años jugando al ajedrez? Y peor: ¿un viejo de noventa años perdido en pleno Elburz con una radioantena teóricamente instalada mil años antes de Cristo? Vamos de vuelta:

–Acá –dijo el astrónomo señalando el mapa con un puntero.
–Ahí –repitió el general.
–¿Ahí? –corearon Rilo, el lingüista, y Guillén, el astrofísico. A causa del asombro las voces les habían salido en terceras menores.
Con todo, los reconocimientos aéreos y especialmente los datos satelitales no dejaban dudas: en pleno Elburz, ascendiendo por el monte Damavand, a una altura de 2433 metros sobre el nivel del mar, había una radioantena. El Gobierno iraní negaba tener radiotelescopios en su territorio. Es más: en una primera consulta, el Gobierno iraní había negado también tener un macizo basáltico rematado por un pico de 5670 metros a pocos kilómetros de Teherán. Tras recapacitar, un funcionario había reconocido el macizo de Elburz y el pico Damavand, pero de ninguna manera la radioantena. “Acá no. –había dicho el oficial, y para más datos había agregado:– Tal vez enfrente, en Iraq. Vayan a ver a Iraq.”
Se le había explicado que no se trataba de una cuestión política, ya que una radioantena no sirve para la guerra. Era un hallazgo sin precedentes que hasta podría tener consecuencias graves para la seguridad del propio Irán. Esto sonó bastante contradictorio, pero para el general ya era tarde, no podía echarse atrás.
“Además –dijo intentando cambiar de tema–, en Iraq tienen el Tigris y el Eúfrates, una llanura, un valle de sedimentación, nosotros buscamos una montaña. Una montaña con una radioantena en un costado.”
Los que habrían de viajar al Irán a investigar, Rilo y Guillén, los astrónomos y los militares escrutaron después las fotografías. La del satélite y las de los AWACS eran más o menos borrosas, pero la que había tomado un turista holandés desde su campamento a trescientos metros de la antena era irrefutable: los persas tenían un radiotelescopio en el techo de Teherán.
–¿Me quiere decir alguien para qué recarajo quieren los iraníes una radioantena? –había preguntado el general.

–Para jugar, señor –les había contestado el viejo a Guillén y Rilo, acariciándose la barba blanca con dedos largos y finos y oscuros–. Para jugar al ajedrez.

–Descríbanos el sitio, por favor –dice la vocecita del general por el aparato de radio–. ¿Tuvieron problemas para llegar? ¿Es una radioantena o qué?
Rilo debió pensar bien antes de contestar: una sola respuesta contestaba una sola pregunta, pero le habían hecho tres preguntas, y el tranceptor tenía poquísima batería. Optó por decir:
–El lugar es desolado, hace frío, queda en la ladera noroeste, no hay nubes –se sintió ridículo diciendo cosas que todos sabían; buscó un plato más fuerte–: El dueño de la antena es un viejo de como cien años, vive aquí con su familia, tres personas más: dos mujeres y un chico de trece años. No tuvimos problemas para llegar. Es efectivamente una radioantena. Una radioantena hecha de madera, señor.
–No puede ser, Rilo, ¿cómo de madera?
–Madera de cedro del Himalaya, señor. Los chinos fabricaban ataúdes con eso y duraban dos o tres mil años, los ataúdes quiero decir... –Rilo pensó en si podía interesarle en algo la historia de las tumbas chinas al general.
–¿Me está tomando el pelo, Rilo?
–Señor, habla Guillén; lo que él dice es verdad. La antena es de madera. No es muy grande. El plato tiene unos doce metros de diámetro, más o menos. Pero sí, de madera, toda de madera, salvo el reflector...
–¿Y de qué carajo es el reflector, si se puede saber? –preguntó el general, irritado. Él quería algo que bombardear, caramba, no una cosa tan New Age como un radiotelescopio de cedro.
–No lo va a creer, señor...
–Guillén, se me acaba la paciencia. ¿De qué es el reflector? ¿De alas de mariposa, verdad?
–No, señor; es de cristal y platino. Parece trabajo a mano, señor, pero muy viejo. El cristal está bastante desgastado por la erosión... Cuarzo, debe ser cuarzo o algo parecido, no sé, la verdad es que no sé. Por debajo del cristal hay una capa muy fina de platino puro. Eso nos lo dijo el viejo, el dueño de la antena. No quiero exagerar, señor, pero este artefacto vale más que la montaña que lo sostiene.
–No se preocupe, Guillén, no lo queremos comprar. Dígame, ¿el viejo usa la antena? ¿La usa para algo?
–Soy yo de nuevo, señor, Rilo. No sabemos si la usa, por ahora... Dice que sí, el viejo dice que sí, pero su respuesta es tan descabellada que he llegado a pensar en un error de traducción...
–Hable, Rilo, ¿qué le dijo el viejo?
–Dice que la usa para jugar al ajedrez con Dios.
–Ah, bueno, excelente. Hágame un favor, Rilo. Cuando se les haya pasado el apunamiento, vuelva a llamar, ¿quiere? –y el general cortó.

A Rilo lo mandaban porque conocía los varios dialectos del Irán. A Guillén porque era un experto en radioantenas. Ninguno de los dos sabía muy bien a qué iba. Así que después de mirar el artefacto por todas partes, excepción hecha del interior de la caseta que tenía en la base, se sentaron a sufrir sus desolaciones y a tomar un poco de café. No tenían de qué hablar: uno vivía entre palabras y el otro entre radiotelescopios, ¿cómo iniciar una conversación?
Los familiares del viejo y el viejo eligieron no prestarles atención. Extranjeros conocían muchos, y los dos carapálidas eran de los menos interesantes. Así que Guillén y Rilo miraron largamente el macizo en torno, el cielo polarizado, y la caída del sol les fue acercando la sombra agigantada de la antena. Después también desapareció la sombra, tragada por las muchísimas sombras que pueblan una montaña en un país desconocido y lejano. Cerca de las doce se les acercó la más joven de las mujeres que vivían con el viejo y les susurró:
–Dice mi padre que si les interesa ver lo que hay dentro de la antena, vuelvan cuando con la Luna nueva.
–¿Con la Luna nueva?
–Con la Luna nueva.

El general sentía que la broma se había pasado de la raya.
–¡Dígales que voy a bombardearle esa maldita montaña si no abren esa casilla de una buena vez, Rilo!
Rilo, obediente, transmitió el mensaje. La mujer dijo, sin inmutarse:
–Vuelvan cuando no haya Luna.
Así que tuvieron que hacerlo. La tarde del decimoquinto día, sin Luna, con baterías nuevas y visiblemente agotados por el ascenso, golpearon la puerta de la casa del anciano y su familia. Estaba también construida con gruesos troncos de cedro del Himalaya, devadara, pensó Rilo, el árbol de los dioses, incorruptible a causa de su casi eterno perfume.
Dentro, los muebles y los utensilios no llamaban en lo más mínimo la atención. Por lo demás, el viejo fue tan parco como antes. Les hizo una seña para que se sentaran. “Ya hace demasiado frío fuera”, dijo. Había sido una especie de explicación.
Hizo servir una bebida alcohólica a los dos enviados. Ninguno de ellos tomó más que un sorbo. Parecía plutonio diluido en detergente. Luego siguió un silencio de una hora y media.
Como a las dos de la mañana, el viejo se levantó y les hizo otra seña, esta vez para que lo siguieran. Salieron a la noche helada. Miraron el cielo. Hasta Guillén, acostumbrado al espectáculo, se asombró. “Esto está en órbita”, pensó. Siguieron caminando hasta la caseta de la antena. Durante este corto paseo, Guillén y Rilo imaginaron quién sabe qué extravagancias. Si era cierto lo que el viejo decía, ¿qué prodigios habrían de hallar escondería la caseta?
Pero allí dentro estaba completamente oscuro. El viejo dio luz a una lámpara paupérrima y se recluyó en un rincón. Los dos enviados observaron que ahí los prodigios faltaban. Había tan sólo una mesa, un banco rústico y un tablero de ajedrez con las piezas dispuestas en una configuración que, luego de aquella noche increíble, sólo uno de ellos recordaría a la perfección. Vieron también algunos modestos tubos de bronce y un par de volantes del mismo metal. Por fin algo de metal.

–Óigame una cosa, Guillén –le había dicho el general en la segunda comunicación por radio–, supongamos que es cierto lo que usted dice, que la antena está ahí desde hace miles de años, ¿por qué tiene que ser de madera? Hace miles de años no estaban en la edad de piedra, ¿no?
–No sé aquí arriba en qué edad estaban, señor, no soy un experto, pero piense que hay tribus en África que todavía viven en la prehistoria, por así decir...
–¡Excelso! –había gritado el general.– ¡Usted me quiere convencer de que los fulanos que construyeron esa radioantena estaban en la Edad de Piedra! Supongo que, en su opinión, los menhires godos serán..., no sé, ¿calculadoras electrónicas?
–Electrónicas, no, señor, seguro que no eran electrónicas, pero, ¿por qué dudar de la sabiduría de los antiguos?
–Usted leyó mucho Von Däniken, Guillén...
–No, señor, todo lo contrario. En cuanto a la madera, hace miles de años había metal, pero tal vez no lo suficiente para fabricar la antena. Acaso no habría durado tanto, debo agregar. No tenían acero inoxidable, ¿me entiende? Y con esto no quiero decir que hayan sido los mismos habitantes del lugar los que la construyeron.
–¡Enanos verdes! ¡Usted está hablando de enanos verdes! Si sabe lo que le conviene, Guillén, no vuelva... ¡Quédese a vivir ahí con sus extraterrestres!

El viejo se tomaba treinta siglos para cada operación. Solamente abrir la puerta de la caseta le llevó casi quince minutos. Los goznes estaban algo resecos. Había cuando menos una docena de cerraduras distintas, todas de madera. Cuando entraron, fue lo mismo: el viejo hacía todo con extrema lentitud.
–Pero, ¿usted cada cuánto tiempo entra aquí? –preguntó Guillén notando el aire recargado de olor a resina, un olor como a tumba.
–La última vez que entré yo tenía trece años, como el muchacho que está afuera –contestó el viejo–. Él va a entrar pronto aquí, por primera vez, y yo ya no voy a volver a entrar nunca; por la edad, claro.
–Entiendo, pero, ¿por qué? –preguntó Guillén.
–No pregunte. Observe. Tenga calma.
El viejo, sentado en su rincón sombrío, miraba por el tubo de bronce de diez centímetros de largo y uno o dos de diámetro. El tubo daba a un orificio practicado en la pared. Cuando la estrella cayera allí, se formaría una red de difracción, y sería el momento de recibir la movida desde el cuarto planeta en torno a Arcturus, un planeta rocoso, como la Tierra digamos, pero muy viejo, deshecho y moribundo, con tal vez un sólo hombre o algo así como un hombre, esperanzado ahora, con algo para hacer, por fin, un extraterrestre paciente, casi extinguido, más allá de las estrellas, más allá de todo.
Al rato entró el muchacho. El viejo en ningún momento sacó el ojo de su tubo de bronce. Guillén se preguntaba qué haría el viejo pegado a esa pared. Luego, como se había desorientado en aquél lugar, miró hacia qué punto cardinal apuntaba el tubo de bronce. Y no deseaba salir por nada del mundo, no fuera cosa que el viejo, por alguna extraña razón, molesto u ofendido, quebrada cierta regla de cortesía que él, Guillén, no era capaz de imaginar, decidiera dejarlo afuera de la caseta. El muchacho se paró frente al tablero de ajedrez y empezó a observar la posición de las piezas.
–¿Está bien? –preguntó el viejo sin despegar el ojo de su tubo. Su aliento había humedecido la pared de madera lustrosa.
Afuera, la temperatura seguiría descendiendo hasta el amanecer.
–Sí, abuelo –contestó el muchacho. Rilo traducía en voz muy baja.
–No toques nada.
–No, abuelo.

–¡Enanos verdes! –volvió a exclamar el general después de colgar el teléfono. –¡Está loco!
–¿Qué dice Guillén? –preguntaron los astrónomos, temerosos.
–¿Queda lejos Katmandú de esa repodrida montaña? –preguntó el general.
–Sí, bastante lejos, señor...
–Igual: Guillén está drogado. Habla de extraterrestres.

–¿Por qué no debe tocar nada? –le preguntó Guillén al viejo.
–Si mueve las piezas, cambia la partida.
–Sí, lógicamente. Pero, ¿qué problema habría en que cambie la partida?
Guillén, que ignoraba casi todo lo referente al ajedrez, pensó en si no había preguntado alguna estupidez. Y terminó de asustarse cuando vio la cara al anciano. Había sacado el ojo del tubo de bronce y, por primera vez, lo vieron con alguna expresión en el rostro. Esta expresión era amenazante, pero básicamente indefinible. Tal vez estaba muerto de risa. Dijo:
–El problema está en que no es su turno.
De inmediato volvió la vista a su tubo. Vamos a decir la verdad, aunque duela un poco: ni Rilo, más conocedor de las costumbres islámicas, ni Guillén, buen observador por naturaleza, se habían percatado todavía de la labor del viejo, que consistía en esperar un patrón de difracción en el fondo del tubo de bronce que de por sí ya era una reliquia. Para ellos, y quién sabe qué arcaico prejuicio los condujo a esta deducción, el viejo estaba orando de cara a la pared.
Guillén preguntó:
–¿Qué es lo que hace usted ahora?
–Espero –contestó el viejo.
–¿Qué es lo que espera? –preguntó Guillén, traducción mediante, juntando algo de coraje y no poca paciencia.
–Espero las columnas de luz de la estrella de la casa de Dios.
–La estrella... –repitió Guillén como un estúpido.
–¿Qué estrella ? –preguntó Rilo, compenetrado de la duda de su compañero.
–La única estrella que me puede interesar en este momento, lógicamente.
–O yo ya estoy del todo loco –dijo Guillén– o el que instaló la antena, no pudiendo proveerla de un sistema de seguimiento, reemplazó la relojería por un mecanismo de coincidencia fijo... es perfectamente posible.
–¿Se lo pregunto? –dijo Rilo.
–No, no creo que el viejo entienda nada de lo que hace. Pero vamos a preguntarle para qué, con qué objeto espera “ver las columnas”. ¡Pero sí, claro! ¡Si el agujero es lo suficientemente chico, el viejo tiene que ver un patrón de difracción cuando la estrella caiga en esa posición exacta! Líneas de luz y de sombra, como si fueran columnas.
–Bueno, ¿qué tengo que preguntarle? –dudó Rilo, confundido.
–¿Para qué espera ver las “columnas de la casa de Dios”?
Rilo obedeció.
–Cuando la estrella esté a la vista acá –dijo el viejo señalando su tubo–, recibiremos la jugada. Tendré setenta y cinco segundos para pensar mi movida y responder. Para eso espero. Es simple.
Guillén calculó la dirección, la declinación, la ascensión recta, y dijo:
–Alfa Bootis. Arcturus.
Ahora el que va a hablar es el chico, y les anticipo que va a ser lo más sorprendente de la noche. O casi.
–Ustedes dos, los extranjeros, escuchen. –Rilo trataba de traducir simultáneamente, pero el chico hacía correr su lengua como para hacer todavía más incomprensible su dialecto. Su hermoso dialecto.– Cuando la estrella esté en el tubo, recibiremos la jugada del hombre que espera en la estrella a la que ustedes llaman Arturo, el Boyero. Nosotros le decimos nada más que la estrella, porque es la única que nos interesa. Las demás no existen, propiamente. La jugada salió hace casi 37 años. Es cierto que la antena no la instalamos nosotros. Tampoco el ajedrez lo instalamos nosotros. La instaló el viajero, que es en realidad Dios. Vino volando y nos enseñó el juego y se fue volando. Bueno... no exactamente a nosotros. Eso ocurrió hace muchísimo tiempo, más de tres mil años –Guillén silbó cuando oyó la traducción de Rilo–. Le llevó un rato largo viajar desde su estrella y volver a esa estrella. Pero él tiene tiempo. Hace 1425 años recibimos la primera jugada. Abrió el juego él, claro, para avisarnos de su arribo. Por eso usa las piezas blancas. Nos sentimos muy felices. Sabe jugar muy bien. Nosotros también. Fíjese en el tablero. Nuestra situación no es tan grave. Es cierto que él juega solo y nosotros hemos sido veinte generaciones de jugadores... –el chico apenas hacia pausas; pese a eso, Guillén pudo introducir una pregunta:
–Pero, ¿quién instaló la antena?
–El viajero, ya le dije. Él sabe muchas cosas.
–Y la antena tiene casi tres mil años...
–Sí, pero eso no importa. Mientras funcione.
–¡No importa! ¿Cómo que no importa?
–Lo que importa es jugar. Eso es lo que importa. Él lo dejó claro.
–La estrella –advirtió el viejo.
–¡Shhh! –indicó el chico. Silencio, y repitió–: La estrella.
Desoyendo la orden del adolescente, Guillén preguntó:
–¿Qué va pasar ahora?
–Una de las piezas blancas va a moverse.
–Las del viajero... –susurró Guillén. Rilo tenía la garganta reseca. Para nosotros está callado, pero es quien más ha hablado de todos. El radioastrónomo está observando el tablero muy de cerca. Piensa: “La antena sólo sirve para recibir las movidas, y para transmitirlas. Es obvio que no la usan para estudiar el universo. No sé de dónde saca la energía para transmitir, pero no importa demasiado. Un plato de doce metros puede capturar suficiente luz solar entre las jugadas como para lanzar una simple movida de ajedrez a más de 36 años luz de distancia. O el viajero instaló ahí dentro una batería atómica que ha de durar 10.000 millones de años. O ni siquiera atómica. Una batería que nuestra civilización está a cien mil años de desarrollar. Todo dentro de una modesta antena de cedro. ¿Por qué cedro y no algo más avanzado?”
Guillén no conoce la respuesta. Pero es simple: para que dejaran la antena en paz durante los siguientes 3000 años. Hasta la llegada de un radioastrónomo que el viajero necesitaba en su estrategia de siglos.

El anciano estaba parado ahora junto al tablero, del lado de las piezas negras, enfrentando al chico. Guillén y Rilo se habían acercado cuanto creyeron conveniente. El tablero absorbía la atención de los cuatro. Esperaron durante un minuto. Pero ninguna pieza se movió. El chico alzó la vista con el ceño fruncido. Miró al viejo y dijo:
–¿Qué pasa, abuelo?
El viejo no contestó. Esperaron todavía otro minuto.
–¿No quiere jugar? –preguntó el chico, y era raro que ninguno de los dos haya pensado (ninguno de los cuatro) en que la antena podía estar fallando. Súbitamente el viejo volvió a su silla y miró por el tubo de bronce. Susurró la palabra “no”, que hasta Guillén había aprendido, y después gritó esa misma palabra. Un alarido excesivo para la pequeña caseta. Un alarido, además, largo. Tanto como para que Guillén y Rilo llegaran a taparse los oídos. El chico estaba congelado junto al tablero. Por fin reaccionó. Pero fue solamente para llorar.
Guillén se apresuró fuera de la caseta y miró el cielo en la dirección en que estaba orientado el tubo de bronce. No había creído realmente la historia del chico. Ahora tenía que empezar a aceptar.
Eso siempre duele. Ahí donde debía estar Arcturus había una brutal mancha de luz más grande que la Luna llena, más grande que cien mil estrellas. Rilo salió un segundo después. Y al rato traspasó el umbral el viejo, seguido del muchacho. El viejo dijo una palabra que Rilo tradujo como “holocausto”.
–“Holocausto”, ¿por qué? –preguntó Guillán.
–“Todo quemado” –respondió Rilo.
Sonó el teléfono. El general ya habría avistado el fenómeno celeste. ¿Los querría de vuelta?
Sin embargo, no respondieron al llamado. El viejo había vuelto a entrar. Había más luz afuera, bajo la luz del holocausto, que adentro. El viejo se había sentado junto al tablero y lloraba amargamente, sin ocultar sus gemidos y sus hipos. Guillén y Rilo aguardaban –no sabían qué aguardaban– junto a la puerta. El chico miraba el monstruo brillando en el cielo. El viejo susurraba “No puede ser, no puede ser”. De pronto, una de las piezas blancas se movió.
Un caballo había saltado a otra posición. El viejo volvió a gritar.
Parecía mentira que un organismo de noventa años tuviera tanta energía. Tal vez estuviera gastando sus últimas fuerzas. El chico entró apresuradamente al oír la voz del anciano. La voz o eso que se parecía a una voz. El viejo, terminado su grito, observó las piezas durante sus 75 segundos y se dispuso a mover un alfil. Rilo, que sabía un poco de ajedrez, observó:
–Fue una jugada apresurada, ¿no?
–Eso no importa. Lo que importa es no habrá próxima jugada –dijo el viejo, vacilando respecto de su alfil.
–¿El viajero ha muerto, entonces? –preguntó Rilo. Guillén estaba absorto sobre el tablero, sin entender las estrategias que el pequeño campo de batalla encerraba.
–No, Dios no muere –contestó el viejo–. Pero, ¿quién sabe hacia dónde viaja ahora? No sé qué otras estrellas mirar. Solamente hemos prestado atención a una. Siempre fue así. Pero ha dejado de existir. El viajero nos lo había advertido, nos dijo que esto pasaría alguna vez. Si supiéramos adónde va, tal vez podríamos mover la antena. Pero ya no habrá más jugadas. Es el destino: una mala estrella.
–Abuelo –dijo el adolescente–, ¿por qué el viajero jugó ese caballo?
El viejo observó el tablero otra vez. Frunció el ceño y con ello casi toda su cara, que era entonces un resorte de ideas a punto de soltarse. El chico insistió:
–¿Por qué, abuelo?
–Es realmente una mala jugada –respondió el viejo.
–Una jugada apresurada –repitió Rilo–. Ha jugado mientras escapaba de la nova.
–Dios no necesita escapar –contestó el chico, irritado. Y miró a su abuelo.
–Quizás la jugada signifique algo –especuló el anciano, pensativo.
–¿Algo? ¿Qué? –preguntó el chico, y Rilo estaba preguntando lo mismo con los ojos.
–El caballo nos indica adónde viaja el viajero, es un hecho. Es tiempo de reflexionar –concluyó el anciano.
Rilo tradujo todo a Guillén. Ambos miraron el tablero durante un rato. Los dueños de la antena y Rilo veían solamente jugadas de ajedrez. Guillén no vio nada de esto, ya que ignoraba casi todo respecto del juego, pero al cabo de un minuto dijo:
–Ya sé. –Lo miraron con atención, incluso el viejo–. El caballo se mueve en ele –siguió diciendo Guillén–. Si suponemos que en el centro del cuadro inicial nos encontramos nosotros, que en el centro del cuadro final se encuentra la nueva posición y que Arcturus está en el centro del único cuadro intermedio libre, éste –señaló– por donde pasó el caballo en su movida en ele, entonces podemos calcular la distancia entre el Sol y la nueva estrella. Es la hipotenusa del triángulo formado por el movimiento del caballo. Pitágoras.
–Es un cálculo sabio –dijo el viejo–. ¿Sabe hacerlo?
–Sí. Cada cuadro del tablero representa más o menos 18,35 años luz, la mitad de la distancia a Arcturus. Ahora hay que sumar los cuadrados de los catetos. Eso daría un poco más de 1683. La raíz cuadrada de eso debe andar en 41 años luz. Ahí tiene que haber una estrella. Rilo, vamos a llamar a la base.
Rilo marcó de nuevo los números. En la base, los astrónomos les dijeron los nombres de todas las estrellas en ese rango de distancias. Atrás se oían las risas del general. La lista de soles era demasiado extensa. Guillén se quedó mirando el tablero, aturdido. Sabía que la respuesta estaba en esa jugada, ¿pero cómo saber cuál de las miles de estrellas que quedaban a aproximadamente 40 años luz del Sol estaban buscando? El viejo dijo:
–Bueno calculando, malo jugando. –Rilo tradujo. Guillén preguntó qué quería decir. El viejo agregó: –Se juega con todas las piezas. No sólo con el caballo. Dios juega con todo el tablero a la vez.
Guillén miró de nuevo, esta vez considerando todas las piezas, todas las distancias, todos los catetos, todas las hipotenusas. Hasta que el tablero se le apareció como un mapa celeste. ¡Era eso! El viajero había jugado durante más de 14 siglos sabiendo exactamente cuándo Arcturus se convertiría en nova, y lo había hecho sólo para que esta última jugada dejara las piezas de tal modo que, partiendo del Teorema de Pitágoras, todas las demás representaran los objetos celestes que permitieran identificar una estrella en particular.
El tablero sobre la mesa era un mapa celeste.
Siempre lo había sido.
El experto en radioantenas sacó su libreta y empezó a anotar sin pausa. El general había sufrido una descompensación a causa del ataque de risa y los astrónomos de la base pudieron así, con más tranquilidad, ofrecerle a Guillén todos los datos que necesitaba para trazar su carta astronómica.
Finalmente, la encontraron. Pero había una mala noticia. Esa nueva estrella estaba a más de 200 años luz del difunto Arcturus.
Guillén, viendo una sonrisa en la cara del viejo, en la cara de la nova, que brillaría durante semanas, y en las montañas lejanas, sobre las que el sol del día empezaba a reflejarse, dijo:
–Rilo, no vamos a volver a la base. Nos quedamos acá una temporada. El viejo necesita poner esta antena en una nueva posición. Además, allá en casa vamos a tener que escribir un largo informe que nadie va a creer y que nadie va a leer. Acá hay algo importante para hacer. Yo diría fundamental. –Y dirigiéndose al anciano y al chico, que todavía sonreían mirando el tablero, agregó:– El único problema está en que la nueva estrella se encuentra a casi 200 años luz de Arcturus. Dado que el viaje empezó hace 36,7 años, no habrá más movidas hasta dentro mucho tiempo. Siglos, tal vez. Lo siento.
–No importa –dijo el chico, que estaba condenado a nunca jugar con Dios–. Todos aquí somos gente paciente.

martes, 4 de agosto de 2009

Madián, lugar de juicio

Publicado originalmente en 1988 en la revista Tinta, del Departamento de Literatura Española y Luso Brasileña de la Universidad de California en Berkeley, USA





-Dios mío -repitió Myrna y luego, tocándole un hombro, dijo: -Mirá eso.

Eran naves de sangre
con el cielo en las axilas
y un ojo y una boca debajo de cada pluma.


-¿Puede ser -preguntó Myrna- que vuelen tan rápido? ¿Puede ser?
Una chica nerviosa. Adelantó la cabeza para mirar el velocímetro y le obstaculizó la vista. Siro sacó el pie del acelerador.
-Ciento diez, Myrna. ¿Podrías correrte, así veo la ruta,

la vida,
los interminables recursos
de una torre alimentada con niños?


-¿Qué?
-Son las voces. De nuevo -dijo Siro.
-Siguen ahí.
-Los veo.
-¿Qué son?
-Cóndores. Los más grandes que haya visto nunca.
-Decime, ¿viste muchos?
-Morite.
-¿Y las voces, qué son?
Como les había advertido Mílena, los cóndores aparecieron en cuanto entraron a la precordillera, bajaron como puentes y los escoltaron, y junto con ellos llegaron las voces.
-¿Cantan los cóndores? -preguntó Myrna.
-Tenemos que estar cerca.
-¿Qué te dijo Mílena, exactamente?
-Lo mismo que te dijo a vos.
-Y lo mismo que escribió en su tesis. El Sapo dijo que nunca en su vida había leído algo tan descabellado.
-Pero yo lo creo.
-Yo no. Además, no me parece una cuestión de fe.
-¿Por qué viniste, entonces?
-Por eso, justamente. De otro modo... Decime, ¿no se cansan nunca los bichos éstos?
-No sé -siseó Siro.
-Si creyera en lo que dijo Mílena, ¿te crees que me arriesgaría?
-Ella les sacó fotos. A las ruinas.
-Podríamos sacarles fotos a los cóndores. ¿Cóndores me dijiste?
-Probá.
-No, no sé usar tu cámara.
-Entonces, olvidate. Yo no puedo dejar el volante.
-¿Te dijo Mílena que iban a aparecer los cóndores?
-Sí.
-A mí también.
-Y que, cuando se vayan...
-¿Te mostró las fotos?
-Sí.

Estaban nuevas y dormidas,
recién estrenadas
como el Sol.


-Voces -murmuró Siro.
-Tienen como música, ¿no? -agregó Myrna, y Siro le preguntó si todavía no creía en la historia de Mílena, en su teoría.

¿Refutas aún la horrenda historia de Mön,
que parió un árbol con
dientes y caminó hasta el fondo del mar
y se lo bebió?


-Nos vamos a volver locos -se quejó Myrna, por las voces.
-Mala suerte -murmuró Siro, irritado.
Myrna de pronto gritó. Tenía uno de los cóndores a la altura de la ventanilla. Pero estaba a unos buenos diez metros de la camioneta. El otro, a la izquierda, observaba cada tanto a Siro con un ojito metálico. Lentamente, empezaron a rebasarlos. Las alas en olas inmensas.
-Hace veinte minutos que...
-Ya lo sé, Myrna, ya lo sé, callate. No hables más.
Siro miró de nuevo el velocímetro. Ciento veinte. Tenía el corazón lleno de timbrazos. Los cóndores se llevaron la delantera y siguieron alejándose como dos desertores enfermos de paralelismo Riemanniano. Siro aceleró hasta los ciento cuarenta.

Pero eran naves
de sangre
con la boca
llena de viento.


-¿Se van?
-Callate, Myrna, por favor -dijo Siro y pensó: "Son cóndores, realmente son cóndores. Los más grandes. Yo sabía que tenías razón, Mílena. Y ahora se van. Estamos llegando."
Cien metros más adelante, las aves gigantescas quebraron el aire en una espiral de dos focos y se elevaron hacia las montañas en línea recta, como misiles con collar de perlas. Las voces volvieron, multiplicadas.
-Pongo música -informó Myrna mientras inyectaba un casete en el autoestéreo.

"I just want to be free, I'm happy to be lonely.
Can't you stay away? Just leave me alone with my thoughts."

-Bruñidas como escalas cromáticas, fijate bien en los peldaños, siguen la serie de Fourier. La solucionan -agregó Mílena e hizo un silencio y un ademán.
-No, no puede ser -había opinado Siro.
-Vas a ver.
-¿Y ahora? -preguntó Myrna, asustándose. Siro había estacionado en la banquina.
-Ahora apagás la radio.

I just want to be free

-¿Qué decís?

Run
away

-Myrna, apagá eso.

Leave me alone with

-Andate, Myrna.
-¿Irme? ¿Cómo irme?
Siro bajó la cabeza, harto de todo.

my thoughts.

Levantó la pierna derecha hasta el pecho y estrelló su bota de montar (porque Madian está lleno de víboras, llévatelas, amor, ya que impiden la muerte aunque no la dulce ceguera) contra el autoestéreo:

just

run.

-¿Te volviste loco?
-Sigo solo, Myrna. Mílena estaba en lo cierto. ¿Qué más querés ver?
-No pienso dejarte abandonado acá. Esto es un desierto.
-Te vas a quedar ciega, ya lo dijo Mílena.
-Nictálope.
-Es lo mismo.
-¡Es peor!
-Por eso. Da la vuelta y andate.
-Rompiste la radio, sos un histérico.
Siro no dijo nada. No hizo nada. Myrna se le quedó mirando todavía un rato más con ojos como liebres, mientras Siro bajaba de un salto y extraía la mochila de la caja. Empezó a cruzar la ruta a grandes trancos.
-¡Siro! -llamó Myrna, sacando la cabeza por la ventanilla del conductor. Siro se detuvo en el medio de la ruta, sin darse vuelta.
-Siro -repitió Myrna. Y dijo: -Hagamos el amor.
Siro no contestó. Un momento después, reanudó la marcha hacia el Sur.
-Vos la querías a Mílena, ¿no? -le gritó Myrna. Siro no respondió. Siguió caminando. Sobre la loma celeste de metal que precede a la ventanilla fueron cayendo las lágrimas como si fuesen ofrendas.
-¡Está muerta, Siro! -regurgitó, como si Siro no lo supiera, y luego volvió a llamarlo, muchas veces, con

la voz ruinosa
del mar,
harto de decir ola
y que nadie le responda.


Finalmente, puso en marcha la camioneta, dio la vuelta y tomó el camino de regreso. Cuando ya no era más que un barquito mudo en la reverberación, bajaron los cóndores y la persiguieron durante muchos kilómetros, hasta la frontera con el mundo.
-No te preocupes por las voces, las trae el viento.
-Pero, ¿qué son, Mílena?
-¿En mi opinión?
-Sí.
-Gente. Gente cantando. Sólo eso.
-Gente. ¿Quiénes?
-No sé. No los vi.
-Pero, oime: ¿vive alguien ahí?
-No, supongo que no.
Al anochecer, Siro llegó a las ruinas. Descansó un rato y después comió, sin hambre. No, al menos,
esa hambre anémica y medio hinchada
de la pobre, pobrecita Luna.
-¿Qué? -preguntó, dándose vuelta. Cerró los ojos. Bebió café, lentamente, y fumó. "Esas voces," pensó.
-Te enteraste de lo de Martí.
-Se volvió loco -dijo Mílena-. Pero me dejó algunos datos interesantes.
-Sus hipótesis -agregó Siro, en tono casi de reprensión- se parecían mucho a las tuyas.
-Sí, es verdad. Pero cometió un error.
-¿Cuál, por favor?
-Trató de encontrar una explicación.
-¿Y?
-Lo que hay que hacer es encontrar las ruinas.
-Teosofía. Así se llama lo que vos estás haciendo.
-No te creas -afirmó Mílena frunciendo el ceño y dando la última pitada a su cigarrillo, dijo:- A valores constantes, no sé si es peor tratar de encontrar una explicación o las ruinas. Una cosa lleva a la locura; la otra a la muerte. O eso creo, al menos.
Plenilunio. Mílena había encontrado las ruinas, pero no se había atrevido a entrar. Al volver hablaba solamente de su cobardía. Le mostró las fotos y le contó toda la historia, los cóndores, las víboras, todo eso. Al día siguiente desapareció. Nunca más volvieron a saber de ella. Hacía ya un año.
Hacia las once de la noche, Siro se levantó, cargó la mochila al hombro, se sumergió en las ruinas y se perdió en la noche.
Las víboras se le cruzaban a cada paso. El suelo de polvo gris -como el manganeso, ese gris, como el de la ceniza de cigarrillo muy machacada- estaba repleto de huellas. Como letras del árabe.
-Sin duda -le dijo Mílena, que estaba sentada sobre una de las muchas esferas blancas, pulidas, semienterradas en el polvo-, las huellas de las víboras tienen su significado. El árabe, o cualquier otro idioma, sufre monstruosas dualidades. El de las huellas es un lenguaje totalmente real: no hay dos cosas. Ni tampoco una.
Siro ya estaba junto a ella, mirándola como con muchos ojos. Guardaron silencio durante un rato. Siro notó que Mílena iba descalza.
-Sabía que iba a encontrarte aquí.
-Por eso la echaste a Myrna.
-La eché porque no la aguantaba más. ¿Cómo sabías que vine con ella?
-Veo que me hiciste caso -dijo Mílena, señalando las botas de montar con el mentón.
-¿Y vos? ¿No te pican?
-Sí, claro.
-Pero aquí no hay Vida y Muerte, supongo.
-Me alegro de que comprendas. Bueno, creo que de otro modo no habrías venido.
-Podría descalzarme.
-Depende -murmuró Mílena-, si querés volver, no. En el mundo, te llamarían "muerto". Te enterrarían y todas esas cosas.
Siro prestó atención al sonido. Como en una cámara anaecoica. La Luna ya estaba alta en el lomo del cielo. Cuando Siro bajó la mirada, Mílena se había esfumado. Siguió sus huellas entre las esferas de porcelana bruñida y recién entonces se preguntó dónde estaban las ruinas, o si las ruinas eran simplemente aquello, o en qué medida podía llamársele "ruinas" a ese páramos gris sembrado de perlas gigantes.
Más adelante perdió el rastro; poco a poco, los piecitos cóncavos se habían ido disolviendo en un chubasco de culebreos. Luego, el suelo entero se volvió un hervidero de huellas de víboras. No había dónde fijar la vista. Y no podía sentarse en el suelo.
-Si querés volver, no -recordó.
Observó una Coral tratando de trepar, infructuosamente, a una de las esferas blancas y descubrió la función de estos objetos y hasta la razón de su esmerado pulimento.
-De todos modos -se dijo-, debo estar equivocado al pensar así.
-Depende -respondió una de las voces-, si querés volver, no.
Estuvo sentado, pensando, por espacio de una hora. La pobre Luna llegó al cenit y empezó a derramar líquidos nauseabundos que formaron charquitos tornasolados en la ceniza.
-Pero, ¿de qué sirve llorar? -le preguntó a la Luna.

Y ordenaron a un ejército
de canallas vestirse
de blanco,
-cantaron las voces-
y respondieron a la orden
con una gran carcajada lluviosa.

Así que Siro entendió que habría de encontrarla entre la gente, esa gente que cantaba.
-¡Por qué no le pregunté sobre las voces! -se dolió, pero se le había llenado el alma de entusiasmo y de júbilo y ya estaba en camino. Aunque no sabía a dónde debía ir.
-Voy a encontrar a esa gente. Como sea -afirmó.
-Depende -contestaron las voces-. Si querés volver, no.
Parecían venir de todos lados. Siro caminó sin rumbo durante horas. Pensaba: "Algún rumbo, sin embargo, estoy siguiendo, aunque sea azaroso. Porque de no ser así, estaría quieto."
Siguió caminando, hasta que dijo:
-No. Aún si me quedase quieto estaría siguiendo un rumbo. Aquí no hay movimiento y quietud. No hay dos cosas.
-Ni tampoco una -acotaron las voces.
Así que buscó la esfera más cercana, se sentó y esperó.
-Dormir -dijo, sonriendo.-Eso sí que no puedo hacerlo. Salvo, claro, que no quiera volver.
Las serpientes navegaban como trenes alrededor de sus botas, había cada vez más. "Pero el misterio -pensó- no es dormir, sino soñar. Supongamos que yo soñara."

El sueño que soñaste
crece como el rocío
en la gramilla nueva
y cada imagen deja
nuevas huellas en torno
a los muchos mundos
de marfil
,
apuntaron las voces y Siro se levantó, sobresaltado.

-Soñar -dijo en voz alta-, eso es.
De la mochila sacó una pala, la bolsa de dormir y una birome Bic. Espantó las serpientes a golpes de pala y extendió la bolsa sobre el suelo. Se introdujo y, con un movimiento rápido y decidido, se encerró herméticamente. Con el cortaplumas agujereó la bolsa desde dentro a la altura de su boca, desarmó la birome para formar un respirador. Mientras le duró la fatiga de la ansiedad aspiró por la boquilla y espiró por la nariz, obligándose a realizar esta operación con exasperante lentitud, como un yoguin. Finalmente sintió que se adormecía y escupió el respirador.
Se despertó entre la gente que cantaba. Había una nación de coreutas, millones de ellos ordenados de espaldas a la pared en los corredores de una construcción infinita. Siro descubrió que si la música cesara, la construcción desaparecería.

Sí, porque es la música
quien edifica titanes con tus
besos redondos de oboe,
y poco a poco
crece un mundo puro donde
no hay fuego, sino tus tibias cuerdas,
ni aire,
sino un océano de armonía,
ni tierra,
sino la brisa del cello
y el orfeón inextricable del piano,
ni hay tampoco agua,
porque, yo lo sé,
basta una melodía
para que vivan en ella los peces.


Nadie le prestó atención. Algunos se mantenían erguidos, sujetando con una mano la partitura y, con la otra, sus diafragmas; otros jugaban a las cartas, o se peleaban, o dormían profundamente, aun morían, pero no en silencio, sino cantando, cantando todo el tiempo. Siro miró a lo lejos. El corredor se perdía adelante y atrás, revestido de corifeos. Por encima de su cabeza había un palco, cuya baranda servía de apoyo a las espaldas de más cantantes. Uno dejó caer un cigarrillo fumado hasta el filtro. El palco, como el corredor, seguía hasta donde alcanzaba la vista. Y arriba se divisaba otro, y luego otro, y así hasta que el humo y la música hacían imposible distinguir nada en las alturas.
El canto estaba en todos los rincones, como un líquido. Siro lo descubrió también dentro de su propio organismo. "¿Cómo voy a encontrarte entre toda esta gente?", pensó, y como a menudo ocurre en los sueños, arribó a una conclusión inverosímil: "El director de este coro -razonó- va a decirme en dónde está Mílena." Y empezó a caminar. Encontró pasillos laterales y cuartos polvorientos, en todos lados había gente que cantaba, pero nadie lo miró ni trató de detenerlo. Las paredes tenían casi tanta solidez como la música. Y viceversa.
En una intersección recordó la brújula que tenía en el bolsillo. Cuando la hubo sacado se quedó mirándola estúpidamente, sin saber qué uso darle. Se la guardó y siguió caminando. Poco después advirtió que estaba cantando junto con los demás. No se resistió. El canto lo ayudaba a encontrar el camino, o simplemente lo ayudaba a seguir adelante. Avanzó durante muchas horas, y empezó a cansarse o a sentirse resignado.
Lo despertó el calor. El mediodía no es buen lugar para una bolsa de dormir. Estaba asfixiándose. Pero no se atrevió a abrir el cierre sino hasta que recordó que las víboras se esconden durante las horas bochornosas.
Al anochecer volvió a encerrarse y volvió a dormir. Allí estaba el director, bajo una cúpula inmensa y tan alta que se formaban nubes de lluvia en su cima. Estaba rodeado de cientos de miles de cantantes, sentados en los escalones del anfiteatro. Lo mareó la altura. Recordó haber caminado en sueños, mientras esperaba el anochecer, recordaba una puerta oculta bajo unas gradas de madera semipodrida, y recordaba que tras aquella puerta había hallado la bóveda gigantesca. En el centro de la arena había una figurita, como un bichito desnudo y negro, que gesticulaba.
"Es él," sospechó Siro. Pero estaba a cincuenta pisos de altura, por lo menos, y aunque lo hubiera deseado con toda su alma, aunque era lo que más deseaba en el mundo ("Este es el mundo" -pensó) no podía, nunca hubiera podido llegar hasta el director y preguntarle por Mílena.
Pidió permiso, no obstante, y descendió algunos escalones. "La serie de Fourier -pensó, y pensó-: Tenías razón. ¿Pero cuál es la solución? ¿Dónde está?" Y supuso que esa respuesta también estaba junto al director.
Cuando le hicieron otro hueco para dejarlo pasar, en vez de intentar otro paso, se sentó. Nadie lo miraba. Puso la cabeza entre las manos y las manos sobre las rodillas.

Lloró, mientras cantaba,
sin darse cuenta
ni de lo uno
ni de lo otro.


Al cabo de varias horas, volvió a despertarse enfermo de calor. Salió de la bolsa sin demasiada precaución. Juntó sus cosas y las fue guardando en la mochila. Tenía los ojos encandilados por el Sol impiadoso, oblicuo ahora a las tres o las cuatro de la tarde. Tenía un nudo brutal en la garganta y, sin embargo, cantaba obsesivamente las palabras últimas que había cantado en el anfiteatro, con la cabeza entre las manos, antes de despertarse o de volver a dormir:

Vi un bichito insignificante,
negro y desnudo,
posado en el tallo de una cortadera:
subió y bajó.
Subió y miró y bajó y miró.
Subió,
batió alas, bajó y dijo:
"Esos espacios vacíos me atormentan."


Al agacharse para enrollar la bolsa de dormir sintió un dolor punzante en el cuello. Se quedó paralizado de espanto. Con la punta de los dedos notó la tumefacción y la leve rugosidad de la herida doble y entonces, automáticamente, sus ojos cayeron sobre el pequeño, casi imperceptible desgarro en la bolsa de dormir.
Al levantar la vista, aterrado, pidiendo quizás clemencia, se encontró rodeado por las ruinas. Un minuto antes se las había hecho invisibles el resplandor del Sol. Nictálope. Vio, como lo había visto mucho antes Mílena, que las ruinas no estaban malgastadas por el tiempo, sino nuevas y bruñidas, recién estrenadas como el Sol, y que sin embargo eran las verdaderas ruinas, sin pasado para justificar su gloria, ni un futuro para desvanecerla. Puramente ruinas. Y sintió, claramente, que él no estaba vivo, como no lo estaban las construcciones magníficas que ahora veía, y sintió que ya, por fin, no estaba muerto.