martes, 11 de agosto de 2009

El caballo de Dios

Publicado originalmente en la revista Cuásar #91 y en el volumen Ficciones en los 64 cuadros, compilado por Sergio Gaut Vel Hartman. Remixado, ampliado y corregido en 2009


–La partida lleva ya mil cuatrocientos veinticinco años, señor. La comenzó un antepasado mío aquí mismo. No entiendo qué le llama la atención: jugamos con Dios, y somos gente paciente.

Los dos enviados de la Sociedad Astronómica Internacional (SAI) se miraron, para sostener sus corduras uno en el otro a modo de postes: ¿mil cuatrocientos veinticinco años jugando al ajedrez? Y peor: ¿un viejo de noventa años perdido en pleno Elburz con una radioantena teóricamente instalada mil años antes de Cristo? Vamos de vuelta:

–Acá –dijo el astrónomo señalando el mapa con un puntero.
–Ahí –repitió el general.
–¿Ahí? –corearon Rilo, el lingüista, y Guillén, el astrofísico. A causa del asombro las voces les habían salido en terceras menores.
Con todo, los reconocimientos aéreos y especialmente los datos satelitales no dejaban dudas: en pleno Elburz, ascendiendo por el monte Damavand, a una altura de 2433 metros sobre el nivel del mar, había una radioantena. El Gobierno iraní negaba tener radiotelescopios en su territorio. Es más: en una primera consulta, el Gobierno iraní había negado también tener un macizo basáltico rematado por un pico de 5670 metros a pocos kilómetros de Teherán. Tras recapacitar, un funcionario había reconocido el macizo de Elburz y el pico Damavand, pero de ninguna manera la radioantena. “Acá no. –había dicho el oficial, y para más datos había agregado:– Tal vez enfrente, en Iraq. Vayan a ver a Iraq.”
Se le había explicado que no se trataba de una cuestión política, ya que una radioantena no sirve para la guerra. Era un hallazgo sin precedentes que hasta podría tener consecuencias graves para la seguridad del propio Irán. Esto sonó bastante contradictorio, pero para el general ya era tarde, no podía echarse atrás.
“Además –dijo intentando cambiar de tema–, en Iraq tienen el Tigris y el Eúfrates, una llanura, un valle de sedimentación, nosotros buscamos una montaña. Una montaña con una radioantena en un costado.”
Los que habrían de viajar al Irán a investigar, Rilo y Guillén, los astrónomos y los militares escrutaron después las fotografías. La del satélite y las de los AWACS eran más o menos borrosas, pero la que había tomado un turista holandés desde su campamento a trescientos metros de la antena era irrefutable: los persas tenían un radiotelescopio en el techo de Teherán.
–¿Me quiere decir alguien para qué recarajo quieren los iraníes una radioantena? –había preguntado el general.

–Para jugar, señor –les había contestado el viejo a Guillén y Rilo, acariciándose la barba blanca con dedos largos y finos y oscuros–. Para jugar al ajedrez.

–Descríbanos el sitio, por favor –dice la vocecita del general por el aparato de radio–. ¿Tuvieron problemas para llegar? ¿Es una radioantena o qué?
Rilo debió pensar bien antes de contestar: una sola respuesta contestaba una sola pregunta, pero le habían hecho tres preguntas, y el tranceptor tenía poquísima batería. Optó por decir:
–El lugar es desolado, hace frío, queda en la ladera noroeste, no hay nubes –se sintió ridículo diciendo cosas que todos sabían; buscó un plato más fuerte–: El dueño de la antena es un viejo de como cien años, vive aquí con su familia, tres personas más: dos mujeres y un chico de trece años. No tuvimos problemas para llegar. Es efectivamente una radioantena. Una radioantena hecha de madera, señor.
–No puede ser, Rilo, ¿cómo de madera?
–Madera de cedro del Himalaya, señor. Los chinos fabricaban ataúdes con eso y duraban dos o tres mil años, los ataúdes quiero decir... –Rilo pensó en si podía interesarle en algo la historia de las tumbas chinas al general.
–¿Me está tomando el pelo, Rilo?
–Señor, habla Guillén; lo que él dice es verdad. La antena es de madera. No es muy grande. El plato tiene unos doce metros de diámetro, más o menos. Pero sí, de madera, toda de madera, salvo el reflector...
–¿Y de qué carajo es el reflector, si se puede saber? –preguntó el general, irritado. Él quería algo que bombardear, caramba, no una cosa tan New Age como un radiotelescopio de cedro.
–No lo va a creer, señor...
–Guillén, se me acaba la paciencia. ¿De qué es el reflector? ¿De alas de mariposa, verdad?
–No, señor; es de cristal y platino. Parece trabajo a mano, señor, pero muy viejo. El cristal está bastante desgastado por la erosión... Cuarzo, debe ser cuarzo o algo parecido, no sé, la verdad es que no sé. Por debajo del cristal hay una capa muy fina de platino puro. Eso nos lo dijo el viejo, el dueño de la antena. No quiero exagerar, señor, pero este artefacto vale más que la montaña que lo sostiene.
–No se preocupe, Guillén, no lo queremos comprar. Dígame, ¿el viejo usa la antena? ¿La usa para algo?
–Soy yo de nuevo, señor, Rilo. No sabemos si la usa, por ahora... Dice que sí, el viejo dice que sí, pero su respuesta es tan descabellada que he llegado a pensar en un error de traducción...
–Hable, Rilo, ¿qué le dijo el viejo?
–Dice que la usa para jugar al ajedrez con Dios.
–Ah, bueno, excelente. Hágame un favor, Rilo. Cuando se les haya pasado el apunamiento, vuelva a llamar, ¿quiere? –y el general cortó.

A Rilo lo mandaban porque conocía los varios dialectos del Irán. A Guillén porque era un experto en radioantenas. Ninguno de los dos sabía muy bien a qué iba. Así que después de mirar el artefacto por todas partes, excepción hecha del interior de la caseta que tenía en la base, se sentaron a sufrir sus desolaciones y a tomar un poco de café. No tenían de qué hablar: uno vivía entre palabras y el otro entre radiotelescopios, ¿cómo iniciar una conversación?
Los familiares del viejo y el viejo eligieron no prestarles atención. Extranjeros conocían muchos, y los dos carapálidas eran de los menos interesantes. Así que Guillén y Rilo miraron largamente el macizo en torno, el cielo polarizado, y la caída del sol les fue acercando la sombra agigantada de la antena. Después también desapareció la sombra, tragada por las muchísimas sombras que pueblan una montaña en un país desconocido y lejano. Cerca de las doce se les acercó la más joven de las mujeres que vivían con el viejo y les susurró:
–Dice mi padre que si les interesa ver lo que hay dentro de la antena, vuelvan cuando con la Luna nueva.
–¿Con la Luna nueva?
–Con la Luna nueva.

El general sentía que la broma se había pasado de la raya.
–¡Dígales que voy a bombardearle esa maldita montaña si no abren esa casilla de una buena vez, Rilo!
Rilo, obediente, transmitió el mensaje. La mujer dijo, sin inmutarse:
–Vuelvan cuando no haya Luna.
Así que tuvieron que hacerlo. La tarde del decimoquinto día, sin Luna, con baterías nuevas y visiblemente agotados por el ascenso, golpearon la puerta de la casa del anciano y su familia. Estaba también construida con gruesos troncos de cedro del Himalaya, devadara, pensó Rilo, el árbol de los dioses, incorruptible a causa de su casi eterno perfume.
Dentro, los muebles y los utensilios no llamaban en lo más mínimo la atención. Por lo demás, el viejo fue tan parco como antes. Les hizo una seña para que se sentaran. “Ya hace demasiado frío fuera”, dijo. Había sido una especie de explicación.
Hizo servir una bebida alcohólica a los dos enviados. Ninguno de ellos tomó más que un sorbo. Parecía plutonio diluido en detergente. Luego siguió un silencio de una hora y media.
Como a las dos de la mañana, el viejo se levantó y les hizo otra seña, esta vez para que lo siguieran. Salieron a la noche helada. Miraron el cielo. Hasta Guillén, acostumbrado al espectáculo, se asombró. “Esto está en órbita”, pensó. Siguieron caminando hasta la caseta de la antena. Durante este corto paseo, Guillén y Rilo imaginaron quién sabe qué extravagancias. Si era cierto lo que el viejo decía, ¿qué prodigios habrían de hallar escondería la caseta?
Pero allí dentro estaba completamente oscuro. El viejo dio luz a una lámpara paupérrima y se recluyó en un rincón. Los dos enviados observaron que ahí los prodigios faltaban. Había tan sólo una mesa, un banco rústico y un tablero de ajedrez con las piezas dispuestas en una configuración que, luego de aquella noche increíble, sólo uno de ellos recordaría a la perfección. Vieron también algunos modestos tubos de bronce y un par de volantes del mismo metal. Por fin algo de metal.

–Óigame una cosa, Guillén –le había dicho el general en la segunda comunicación por radio–, supongamos que es cierto lo que usted dice, que la antena está ahí desde hace miles de años, ¿por qué tiene que ser de madera? Hace miles de años no estaban en la edad de piedra, ¿no?
–No sé aquí arriba en qué edad estaban, señor, no soy un experto, pero piense que hay tribus en África que todavía viven en la prehistoria, por así decir...
–¡Excelso! –había gritado el general.– ¡Usted me quiere convencer de que los fulanos que construyeron esa radioantena estaban en la Edad de Piedra! Supongo que, en su opinión, los menhires godos serán..., no sé, ¿calculadoras electrónicas?
–Electrónicas, no, señor, seguro que no eran electrónicas, pero, ¿por qué dudar de la sabiduría de los antiguos?
–Usted leyó mucho Von Däniken, Guillén...
–No, señor, todo lo contrario. En cuanto a la madera, hace miles de años había metal, pero tal vez no lo suficiente para fabricar la antena. Acaso no habría durado tanto, debo agregar. No tenían acero inoxidable, ¿me entiende? Y con esto no quiero decir que hayan sido los mismos habitantes del lugar los que la construyeron.
–¡Enanos verdes! ¡Usted está hablando de enanos verdes! Si sabe lo que le conviene, Guillén, no vuelva... ¡Quédese a vivir ahí con sus extraterrestres!

El viejo se tomaba treinta siglos para cada operación. Solamente abrir la puerta de la caseta le llevó casi quince minutos. Los goznes estaban algo resecos. Había cuando menos una docena de cerraduras distintas, todas de madera. Cuando entraron, fue lo mismo: el viejo hacía todo con extrema lentitud.
–Pero, ¿usted cada cuánto tiempo entra aquí? –preguntó Guillén notando el aire recargado de olor a resina, un olor como a tumba.
–La última vez que entré yo tenía trece años, como el muchacho que está afuera –contestó el viejo–. Él va a entrar pronto aquí, por primera vez, y yo ya no voy a volver a entrar nunca; por la edad, claro.
–Entiendo, pero, ¿por qué? –preguntó Guillén.
–No pregunte. Observe. Tenga calma.
El viejo, sentado en su rincón sombrío, miraba por el tubo de bronce de diez centímetros de largo y uno o dos de diámetro. El tubo daba a un orificio practicado en la pared. Cuando la estrella cayera allí, se formaría una red de difracción, y sería el momento de recibir la movida desde el cuarto planeta en torno a Arcturus, un planeta rocoso, como la Tierra digamos, pero muy viejo, deshecho y moribundo, con tal vez un sólo hombre o algo así como un hombre, esperanzado ahora, con algo para hacer, por fin, un extraterrestre paciente, casi extinguido, más allá de las estrellas, más allá de todo.
Al rato entró el muchacho. El viejo en ningún momento sacó el ojo de su tubo de bronce. Guillén se preguntaba qué haría el viejo pegado a esa pared. Luego, como se había desorientado en aquél lugar, miró hacia qué punto cardinal apuntaba el tubo de bronce. Y no deseaba salir por nada del mundo, no fuera cosa que el viejo, por alguna extraña razón, molesto u ofendido, quebrada cierta regla de cortesía que él, Guillén, no era capaz de imaginar, decidiera dejarlo afuera de la caseta. El muchacho se paró frente al tablero de ajedrez y empezó a observar la posición de las piezas.
–¿Está bien? –preguntó el viejo sin despegar el ojo de su tubo. Su aliento había humedecido la pared de madera lustrosa.
Afuera, la temperatura seguiría descendiendo hasta el amanecer.
–Sí, abuelo –contestó el muchacho. Rilo traducía en voz muy baja.
–No toques nada.
–No, abuelo.

–¡Enanos verdes! –volvió a exclamar el general después de colgar el teléfono. –¡Está loco!
–¿Qué dice Guillén? –preguntaron los astrónomos, temerosos.
–¿Queda lejos Katmandú de esa repodrida montaña? –preguntó el general.
–Sí, bastante lejos, señor...
–Igual: Guillén está drogado. Habla de extraterrestres.

–¿Por qué no debe tocar nada? –le preguntó Guillén al viejo.
–Si mueve las piezas, cambia la partida.
–Sí, lógicamente. Pero, ¿qué problema habría en que cambie la partida?
Guillén, que ignoraba casi todo lo referente al ajedrez, pensó en si no había preguntado alguna estupidez. Y terminó de asustarse cuando vio la cara al anciano. Había sacado el ojo del tubo de bronce y, por primera vez, lo vieron con alguna expresión en el rostro. Esta expresión era amenazante, pero básicamente indefinible. Tal vez estaba muerto de risa. Dijo:
–El problema está en que no es su turno.
De inmediato volvió la vista a su tubo. Vamos a decir la verdad, aunque duela un poco: ni Rilo, más conocedor de las costumbres islámicas, ni Guillén, buen observador por naturaleza, se habían percatado todavía de la labor del viejo, que consistía en esperar un patrón de difracción en el fondo del tubo de bronce que de por sí ya era una reliquia. Para ellos, y quién sabe qué arcaico prejuicio los condujo a esta deducción, el viejo estaba orando de cara a la pared.
Guillén preguntó:
–¿Qué es lo que hace usted ahora?
–Espero –contestó el viejo.
–¿Qué es lo que espera? –preguntó Guillén, traducción mediante, juntando algo de coraje y no poca paciencia.
–Espero las columnas de luz de la estrella de la casa de Dios.
–La estrella... –repitió Guillén como un estúpido.
–¿Qué estrella ? –preguntó Rilo, compenetrado de la duda de su compañero.
–La única estrella que me puede interesar en este momento, lógicamente.
–O yo ya estoy del todo loco –dijo Guillén– o el que instaló la antena, no pudiendo proveerla de un sistema de seguimiento, reemplazó la relojería por un mecanismo de coincidencia fijo... es perfectamente posible.
–¿Se lo pregunto? –dijo Rilo.
–No, no creo que el viejo entienda nada de lo que hace. Pero vamos a preguntarle para qué, con qué objeto espera “ver las columnas”. ¡Pero sí, claro! ¡Si el agujero es lo suficientemente chico, el viejo tiene que ver un patrón de difracción cuando la estrella caiga en esa posición exacta! Líneas de luz y de sombra, como si fueran columnas.
–Bueno, ¿qué tengo que preguntarle? –dudó Rilo, confundido.
–¿Para qué espera ver las “columnas de la casa de Dios”?
Rilo obedeció.
–Cuando la estrella esté a la vista acá –dijo el viejo señalando su tubo–, recibiremos la jugada. Tendré setenta y cinco segundos para pensar mi movida y responder. Para eso espero. Es simple.
Guillén calculó la dirección, la declinación, la ascensión recta, y dijo:
–Alfa Bootis. Arcturus.
Ahora el que va a hablar es el chico, y les anticipo que va a ser lo más sorprendente de la noche. O casi.
–Ustedes dos, los extranjeros, escuchen. –Rilo trataba de traducir simultáneamente, pero el chico hacía correr su lengua como para hacer todavía más incomprensible su dialecto. Su hermoso dialecto.– Cuando la estrella esté en el tubo, recibiremos la jugada del hombre que espera en la estrella a la que ustedes llaman Arturo, el Boyero. Nosotros le decimos nada más que la estrella, porque es la única que nos interesa. Las demás no existen, propiamente. La jugada salió hace casi 37 años. Es cierto que la antena no la instalamos nosotros. Tampoco el ajedrez lo instalamos nosotros. La instaló el viajero, que es en realidad Dios. Vino volando y nos enseñó el juego y se fue volando. Bueno... no exactamente a nosotros. Eso ocurrió hace muchísimo tiempo, más de tres mil años –Guillén silbó cuando oyó la traducción de Rilo–. Le llevó un rato largo viajar desde su estrella y volver a esa estrella. Pero él tiene tiempo. Hace 1425 años recibimos la primera jugada. Abrió el juego él, claro, para avisarnos de su arribo. Por eso usa las piezas blancas. Nos sentimos muy felices. Sabe jugar muy bien. Nosotros también. Fíjese en el tablero. Nuestra situación no es tan grave. Es cierto que él juega solo y nosotros hemos sido veinte generaciones de jugadores... –el chico apenas hacia pausas; pese a eso, Guillén pudo introducir una pregunta:
–Pero, ¿quién instaló la antena?
–El viajero, ya le dije. Él sabe muchas cosas.
–Y la antena tiene casi tres mil años...
–Sí, pero eso no importa. Mientras funcione.
–¡No importa! ¿Cómo que no importa?
–Lo que importa es jugar. Eso es lo que importa. Él lo dejó claro.
–La estrella –advirtió el viejo.
–¡Shhh! –indicó el chico. Silencio, y repitió–: La estrella.
Desoyendo la orden del adolescente, Guillén preguntó:
–¿Qué va pasar ahora?
–Una de las piezas blancas va a moverse.
–Las del viajero... –susurró Guillén. Rilo tenía la garganta reseca. Para nosotros está callado, pero es quien más ha hablado de todos. El radioastrónomo está observando el tablero muy de cerca. Piensa: “La antena sólo sirve para recibir las movidas, y para transmitirlas. Es obvio que no la usan para estudiar el universo. No sé de dónde saca la energía para transmitir, pero no importa demasiado. Un plato de doce metros puede capturar suficiente luz solar entre las jugadas como para lanzar una simple movida de ajedrez a más de 36 años luz de distancia. O el viajero instaló ahí dentro una batería atómica que ha de durar 10.000 millones de años. O ni siquiera atómica. Una batería que nuestra civilización está a cien mil años de desarrollar. Todo dentro de una modesta antena de cedro. ¿Por qué cedro y no algo más avanzado?”
Guillén no conoce la respuesta. Pero es simple: para que dejaran la antena en paz durante los siguientes 3000 años. Hasta la llegada de un radioastrónomo que el viajero necesitaba en su estrategia de siglos.

El anciano estaba parado ahora junto al tablero, del lado de las piezas negras, enfrentando al chico. Guillén y Rilo se habían acercado cuanto creyeron conveniente. El tablero absorbía la atención de los cuatro. Esperaron durante un minuto. Pero ninguna pieza se movió. El chico alzó la vista con el ceño fruncido. Miró al viejo y dijo:
–¿Qué pasa, abuelo?
El viejo no contestó. Esperaron todavía otro minuto.
–¿No quiere jugar? –preguntó el chico, y era raro que ninguno de los dos haya pensado (ninguno de los cuatro) en que la antena podía estar fallando. Súbitamente el viejo volvió a su silla y miró por el tubo de bronce. Susurró la palabra “no”, que hasta Guillén había aprendido, y después gritó esa misma palabra. Un alarido excesivo para la pequeña caseta. Un alarido, además, largo. Tanto como para que Guillén y Rilo llegaran a taparse los oídos. El chico estaba congelado junto al tablero. Por fin reaccionó. Pero fue solamente para llorar.
Guillén se apresuró fuera de la caseta y miró el cielo en la dirección en que estaba orientado el tubo de bronce. No había creído realmente la historia del chico. Ahora tenía que empezar a aceptar.
Eso siempre duele. Ahí donde debía estar Arcturus había una brutal mancha de luz más grande que la Luna llena, más grande que cien mil estrellas. Rilo salió un segundo después. Y al rato traspasó el umbral el viejo, seguido del muchacho. El viejo dijo una palabra que Rilo tradujo como “holocausto”.
–“Holocausto”, ¿por qué? –preguntó Guillán.
–“Todo quemado” –respondió Rilo.
Sonó el teléfono. El general ya habría avistado el fenómeno celeste. ¿Los querría de vuelta?
Sin embargo, no respondieron al llamado. El viejo había vuelto a entrar. Había más luz afuera, bajo la luz del holocausto, que adentro. El viejo se había sentado junto al tablero y lloraba amargamente, sin ocultar sus gemidos y sus hipos. Guillén y Rilo aguardaban –no sabían qué aguardaban– junto a la puerta. El chico miraba el monstruo brillando en el cielo. El viejo susurraba “No puede ser, no puede ser”. De pronto, una de las piezas blancas se movió.
Un caballo había saltado a otra posición. El viejo volvió a gritar.
Parecía mentira que un organismo de noventa años tuviera tanta energía. Tal vez estuviera gastando sus últimas fuerzas. El chico entró apresuradamente al oír la voz del anciano. La voz o eso que se parecía a una voz. El viejo, terminado su grito, observó las piezas durante sus 75 segundos y se dispuso a mover un alfil. Rilo, que sabía un poco de ajedrez, observó:
–Fue una jugada apresurada, ¿no?
–Eso no importa. Lo que importa es no habrá próxima jugada –dijo el viejo, vacilando respecto de su alfil.
–¿El viajero ha muerto, entonces? –preguntó Rilo. Guillén estaba absorto sobre el tablero, sin entender las estrategias que el pequeño campo de batalla encerraba.
–No, Dios no muere –contestó el viejo–. Pero, ¿quién sabe hacia dónde viaja ahora? No sé qué otras estrellas mirar. Solamente hemos prestado atención a una. Siempre fue así. Pero ha dejado de existir. El viajero nos lo había advertido, nos dijo que esto pasaría alguna vez. Si supiéramos adónde va, tal vez podríamos mover la antena. Pero ya no habrá más jugadas. Es el destino: una mala estrella.
–Abuelo –dijo el adolescente–, ¿por qué el viajero jugó ese caballo?
El viejo observó el tablero otra vez. Frunció el ceño y con ello casi toda su cara, que era entonces un resorte de ideas a punto de soltarse. El chico insistió:
–¿Por qué, abuelo?
–Es realmente una mala jugada –respondió el viejo.
–Una jugada apresurada –repitió Rilo–. Ha jugado mientras escapaba de la nova.
–Dios no necesita escapar –contestó el chico, irritado. Y miró a su abuelo.
–Quizás la jugada signifique algo –especuló el anciano, pensativo.
–¿Algo? ¿Qué? –preguntó el chico, y Rilo estaba preguntando lo mismo con los ojos.
–El caballo nos indica adónde viaja el viajero, es un hecho. Es tiempo de reflexionar –concluyó el anciano.
Rilo tradujo todo a Guillén. Ambos miraron el tablero durante un rato. Los dueños de la antena y Rilo veían solamente jugadas de ajedrez. Guillén no vio nada de esto, ya que ignoraba casi todo respecto del juego, pero al cabo de un minuto dijo:
–Ya sé. –Lo miraron con atención, incluso el viejo–. El caballo se mueve en ele –siguió diciendo Guillén–. Si suponemos que en el centro del cuadro inicial nos encontramos nosotros, que en el centro del cuadro final se encuentra la nueva posición y que Arcturus está en el centro del único cuadro intermedio libre, éste –señaló– por donde pasó el caballo en su movida en ele, entonces podemos calcular la distancia entre el Sol y la nueva estrella. Es la hipotenusa del triángulo formado por el movimiento del caballo. Pitágoras.
–Es un cálculo sabio –dijo el viejo–. ¿Sabe hacerlo?
–Sí. Cada cuadro del tablero representa más o menos 18,35 años luz, la mitad de la distancia a Arcturus. Ahora hay que sumar los cuadrados de los catetos. Eso daría un poco más de 1683. La raíz cuadrada de eso debe andar en 41 años luz. Ahí tiene que haber una estrella. Rilo, vamos a llamar a la base.
Rilo marcó de nuevo los números. En la base, los astrónomos les dijeron los nombres de todas las estrellas en ese rango de distancias. Atrás se oían las risas del general. La lista de soles era demasiado extensa. Guillén se quedó mirando el tablero, aturdido. Sabía que la respuesta estaba en esa jugada, ¿pero cómo saber cuál de las miles de estrellas que quedaban a aproximadamente 40 años luz del Sol estaban buscando? El viejo dijo:
–Bueno calculando, malo jugando. –Rilo tradujo. Guillén preguntó qué quería decir. El viejo agregó: –Se juega con todas las piezas. No sólo con el caballo. Dios juega con todo el tablero a la vez.
Guillén miró de nuevo, esta vez considerando todas las piezas, todas las distancias, todos los catetos, todas las hipotenusas. Hasta que el tablero se le apareció como un mapa celeste. ¡Era eso! El viajero había jugado durante más de 14 siglos sabiendo exactamente cuándo Arcturus se convertiría en nova, y lo había hecho sólo para que esta última jugada dejara las piezas de tal modo que, partiendo del Teorema de Pitágoras, todas las demás representaran los objetos celestes que permitieran identificar una estrella en particular.
El tablero sobre la mesa era un mapa celeste.
Siempre lo había sido.
El experto en radioantenas sacó su libreta y empezó a anotar sin pausa. El general había sufrido una descompensación a causa del ataque de risa y los astrónomos de la base pudieron así, con más tranquilidad, ofrecerle a Guillén todos los datos que necesitaba para trazar su carta astronómica.
Finalmente, la encontraron. Pero había una mala noticia. Esa nueva estrella estaba a más de 200 años luz del difunto Arcturus.
Guillén, viendo una sonrisa en la cara del viejo, en la cara de la nova, que brillaría durante semanas, y en las montañas lejanas, sobre las que el sol del día empezaba a reflejarse, dijo:
–Rilo, no vamos a volver a la base. Nos quedamos acá una temporada. El viejo necesita poner esta antena en una nueva posición. Además, allá en casa vamos a tener que escribir un largo informe que nadie va a creer y que nadie va a leer. Acá hay algo importante para hacer. Yo diría fundamental. –Y dirigiéndose al anciano y al chico, que todavía sonreían mirando el tablero, agregó:– El único problema está en que la nueva estrella se encuentra a casi 200 años luz de Arcturus. Dado que el viaje empezó hace 36,7 años, no habrá más movidas hasta dentro mucho tiempo. Siglos, tal vez. Lo siento.
–No importa –dijo el chico, que estaba condenado a nunca jugar con Dios–. Todos aquí somos gente paciente.

1 comentarios:

Mariano dijo...

Me encantó Ariel! Este cuento contiene dos de mis grandes pasiones entremezcladas: la astronomia y el juego del ajedrez. Gracias por ponerlo en este blog! Muy buena la caracterización de los personajes y la frase del final cierra magistralmente. Segui escribiendo asi!

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