martes, 4 de agosto de 2009

Madián, lugar de juicio

Publicado originalmente en 1988 en la revista Tinta, del Departamento de Literatura Española y Luso Brasileña de la Universidad de California en Berkeley, USA





-Dios mío -repitió Myrna y luego, tocándole un hombro, dijo: -Mirá eso.

Eran naves de sangre
con el cielo en las axilas
y un ojo y una boca debajo de cada pluma.


-¿Puede ser -preguntó Myrna- que vuelen tan rápido? ¿Puede ser?
Una chica nerviosa. Adelantó la cabeza para mirar el velocímetro y le obstaculizó la vista. Siro sacó el pie del acelerador.
-Ciento diez, Myrna. ¿Podrías correrte, así veo la ruta,

la vida,
los interminables recursos
de una torre alimentada con niños?


-¿Qué?
-Son las voces. De nuevo -dijo Siro.
-Siguen ahí.
-Los veo.
-¿Qué son?
-Cóndores. Los más grandes que haya visto nunca.
-Decime, ¿viste muchos?
-Morite.
-¿Y las voces, qué son?
Como les había advertido Mílena, los cóndores aparecieron en cuanto entraron a la precordillera, bajaron como puentes y los escoltaron, y junto con ellos llegaron las voces.
-¿Cantan los cóndores? -preguntó Myrna.
-Tenemos que estar cerca.
-¿Qué te dijo Mílena, exactamente?
-Lo mismo que te dijo a vos.
-Y lo mismo que escribió en su tesis. El Sapo dijo que nunca en su vida había leído algo tan descabellado.
-Pero yo lo creo.
-Yo no. Además, no me parece una cuestión de fe.
-¿Por qué viniste, entonces?
-Por eso, justamente. De otro modo... Decime, ¿no se cansan nunca los bichos éstos?
-No sé -siseó Siro.
-Si creyera en lo que dijo Mílena, ¿te crees que me arriesgaría?
-Ella les sacó fotos. A las ruinas.
-Podríamos sacarles fotos a los cóndores. ¿Cóndores me dijiste?
-Probá.
-No, no sé usar tu cámara.
-Entonces, olvidate. Yo no puedo dejar el volante.
-¿Te dijo Mílena que iban a aparecer los cóndores?
-Sí.
-A mí también.
-Y que, cuando se vayan...
-¿Te mostró las fotos?
-Sí.

Estaban nuevas y dormidas,
recién estrenadas
como el Sol.


-Voces -murmuró Siro.
-Tienen como música, ¿no? -agregó Myrna, y Siro le preguntó si todavía no creía en la historia de Mílena, en su teoría.

¿Refutas aún la horrenda historia de Mön,
que parió un árbol con
dientes y caminó hasta el fondo del mar
y se lo bebió?


-Nos vamos a volver locos -se quejó Myrna, por las voces.
-Mala suerte -murmuró Siro, irritado.
Myrna de pronto gritó. Tenía uno de los cóndores a la altura de la ventanilla. Pero estaba a unos buenos diez metros de la camioneta. El otro, a la izquierda, observaba cada tanto a Siro con un ojito metálico. Lentamente, empezaron a rebasarlos. Las alas en olas inmensas.
-Hace veinte minutos que...
-Ya lo sé, Myrna, ya lo sé, callate. No hables más.
Siro miró de nuevo el velocímetro. Ciento veinte. Tenía el corazón lleno de timbrazos. Los cóndores se llevaron la delantera y siguieron alejándose como dos desertores enfermos de paralelismo Riemanniano. Siro aceleró hasta los ciento cuarenta.

Pero eran naves
de sangre
con la boca
llena de viento.


-¿Se van?
-Callate, Myrna, por favor -dijo Siro y pensó: "Son cóndores, realmente son cóndores. Los más grandes. Yo sabía que tenías razón, Mílena. Y ahora se van. Estamos llegando."
Cien metros más adelante, las aves gigantescas quebraron el aire en una espiral de dos focos y se elevaron hacia las montañas en línea recta, como misiles con collar de perlas. Las voces volvieron, multiplicadas.
-Pongo música -informó Myrna mientras inyectaba un casete en el autoestéreo.

"I just want to be free, I'm happy to be lonely.
Can't you stay away? Just leave me alone with my thoughts."

-Bruñidas como escalas cromáticas, fijate bien en los peldaños, siguen la serie de Fourier. La solucionan -agregó Mílena e hizo un silencio y un ademán.
-No, no puede ser -había opinado Siro.
-Vas a ver.
-¿Y ahora? -preguntó Myrna, asustándose. Siro había estacionado en la banquina.
-Ahora apagás la radio.

I just want to be free

-¿Qué decís?

Run
away

-Myrna, apagá eso.

Leave me alone with

-Andate, Myrna.
-¿Irme? ¿Cómo irme?
Siro bajó la cabeza, harto de todo.

my thoughts.

Levantó la pierna derecha hasta el pecho y estrelló su bota de montar (porque Madian está lleno de víboras, llévatelas, amor, ya que impiden la muerte aunque no la dulce ceguera) contra el autoestéreo:

just

run.

-¿Te volviste loco?
-Sigo solo, Myrna. Mílena estaba en lo cierto. ¿Qué más querés ver?
-No pienso dejarte abandonado acá. Esto es un desierto.
-Te vas a quedar ciega, ya lo dijo Mílena.
-Nictálope.
-Es lo mismo.
-¡Es peor!
-Por eso. Da la vuelta y andate.
-Rompiste la radio, sos un histérico.
Siro no dijo nada. No hizo nada. Myrna se le quedó mirando todavía un rato más con ojos como liebres, mientras Siro bajaba de un salto y extraía la mochila de la caja. Empezó a cruzar la ruta a grandes trancos.
-¡Siro! -llamó Myrna, sacando la cabeza por la ventanilla del conductor. Siro se detuvo en el medio de la ruta, sin darse vuelta.
-Siro -repitió Myrna. Y dijo: -Hagamos el amor.
Siro no contestó. Un momento después, reanudó la marcha hacia el Sur.
-Vos la querías a Mílena, ¿no? -le gritó Myrna. Siro no respondió. Siguió caminando. Sobre la loma celeste de metal que precede a la ventanilla fueron cayendo las lágrimas como si fuesen ofrendas.
-¡Está muerta, Siro! -regurgitó, como si Siro no lo supiera, y luego volvió a llamarlo, muchas veces, con

la voz ruinosa
del mar,
harto de decir ola
y que nadie le responda.


Finalmente, puso en marcha la camioneta, dio la vuelta y tomó el camino de regreso. Cuando ya no era más que un barquito mudo en la reverberación, bajaron los cóndores y la persiguieron durante muchos kilómetros, hasta la frontera con el mundo.
-No te preocupes por las voces, las trae el viento.
-Pero, ¿qué son, Mílena?
-¿En mi opinión?
-Sí.
-Gente. Gente cantando. Sólo eso.
-Gente. ¿Quiénes?
-No sé. No los vi.
-Pero, oime: ¿vive alguien ahí?
-No, supongo que no.
Al anochecer, Siro llegó a las ruinas. Descansó un rato y después comió, sin hambre. No, al menos,
esa hambre anémica y medio hinchada
de la pobre, pobrecita Luna.
-¿Qué? -preguntó, dándose vuelta. Cerró los ojos. Bebió café, lentamente, y fumó. "Esas voces," pensó.
-Te enteraste de lo de Martí.
-Se volvió loco -dijo Mílena-. Pero me dejó algunos datos interesantes.
-Sus hipótesis -agregó Siro, en tono casi de reprensión- se parecían mucho a las tuyas.
-Sí, es verdad. Pero cometió un error.
-¿Cuál, por favor?
-Trató de encontrar una explicación.
-¿Y?
-Lo que hay que hacer es encontrar las ruinas.
-Teosofía. Así se llama lo que vos estás haciendo.
-No te creas -afirmó Mílena frunciendo el ceño y dando la última pitada a su cigarrillo, dijo:- A valores constantes, no sé si es peor tratar de encontrar una explicación o las ruinas. Una cosa lleva a la locura; la otra a la muerte. O eso creo, al menos.
Plenilunio. Mílena había encontrado las ruinas, pero no se había atrevido a entrar. Al volver hablaba solamente de su cobardía. Le mostró las fotos y le contó toda la historia, los cóndores, las víboras, todo eso. Al día siguiente desapareció. Nunca más volvieron a saber de ella. Hacía ya un año.
Hacia las once de la noche, Siro se levantó, cargó la mochila al hombro, se sumergió en las ruinas y se perdió en la noche.
Las víboras se le cruzaban a cada paso. El suelo de polvo gris -como el manganeso, ese gris, como el de la ceniza de cigarrillo muy machacada- estaba repleto de huellas. Como letras del árabe.
-Sin duda -le dijo Mílena, que estaba sentada sobre una de las muchas esferas blancas, pulidas, semienterradas en el polvo-, las huellas de las víboras tienen su significado. El árabe, o cualquier otro idioma, sufre monstruosas dualidades. El de las huellas es un lenguaje totalmente real: no hay dos cosas. Ni tampoco una.
Siro ya estaba junto a ella, mirándola como con muchos ojos. Guardaron silencio durante un rato. Siro notó que Mílena iba descalza.
-Sabía que iba a encontrarte aquí.
-Por eso la echaste a Myrna.
-La eché porque no la aguantaba más. ¿Cómo sabías que vine con ella?
-Veo que me hiciste caso -dijo Mílena, señalando las botas de montar con el mentón.
-¿Y vos? ¿No te pican?
-Sí, claro.
-Pero aquí no hay Vida y Muerte, supongo.
-Me alegro de que comprendas. Bueno, creo que de otro modo no habrías venido.
-Podría descalzarme.
-Depende -murmuró Mílena-, si querés volver, no. En el mundo, te llamarían "muerto". Te enterrarían y todas esas cosas.
Siro prestó atención al sonido. Como en una cámara anaecoica. La Luna ya estaba alta en el lomo del cielo. Cuando Siro bajó la mirada, Mílena se había esfumado. Siguió sus huellas entre las esferas de porcelana bruñida y recién entonces se preguntó dónde estaban las ruinas, o si las ruinas eran simplemente aquello, o en qué medida podía llamársele "ruinas" a ese páramos gris sembrado de perlas gigantes.
Más adelante perdió el rastro; poco a poco, los piecitos cóncavos se habían ido disolviendo en un chubasco de culebreos. Luego, el suelo entero se volvió un hervidero de huellas de víboras. No había dónde fijar la vista. Y no podía sentarse en el suelo.
-Si querés volver, no -recordó.
Observó una Coral tratando de trepar, infructuosamente, a una de las esferas blancas y descubrió la función de estos objetos y hasta la razón de su esmerado pulimento.
-De todos modos -se dijo-, debo estar equivocado al pensar así.
-Depende -respondió una de las voces-, si querés volver, no.
Estuvo sentado, pensando, por espacio de una hora. La pobre Luna llegó al cenit y empezó a derramar líquidos nauseabundos que formaron charquitos tornasolados en la ceniza.
-Pero, ¿de qué sirve llorar? -le preguntó a la Luna.

Y ordenaron a un ejército
de canallas vestirse
de blanco,
-cantaron las voces-
y respondieron a la orden
con una gran carcajada lluviosa.

Así que Siro entendió que habría de encontrarla entre la gente, esa gente que cantaba.
-¡Por qué no le pregunté sobre las voces! -se dolió, pero se le había llenado el alma de entusiasmo y de júbilo y ya estaba en camino. Aunque no sabía a dónde debía ir.
-Voy a encontrar a esa gente. Como sea -afirmó.
-Depende -contestaron las voces-. Si querés volver, no.
Parecían venir de todos lados. Siro caminó sin rumbo durante horas. Pensaba: "Algún rumbo, sin embargo, estoy siguiendo, aunque sea azaroso. Porque de no ser así, estaría quieto."
Siguió caminando, hasta que dijo:
-No. Aún si me quedase quieto estaría siguiendo un rumbo. Aquí no hay movimiento y quietud. No hay dos cosas.
-Ni tampoco una -acotaron las voces.
Así que buscó la esfera más cercana, se sentó y esperó.
-Dormir -dijo, sonriendo.-Eso sí que no puedo hacerlo. Salvo, claro, que no quiera volver.
Las serpientes navegaban como trenes alrededor de sus botas, había cada vez más. "Pero el misterio -pensó- no es dormir, sino soñar. Supongamos que yo soñara."

El sueño que soñaste
crece como el rocío
en la gramilla nueva
y cada imagen deja
nuevas huellas en torno
a los muchos mundos
de marfil
,
apuntaron las voces y Siro se levantó, sobresaltado.

-Soñar -dijo en voz alta-, eso es.
De la mochila sacó una pala, la bolsa de dormir y una birome Bic. Espantó las serpientes a golpes de pala y extendió la bolsa sobre el suelo. Se introdujo y, con un movimiento rápido y decidido, se encerró herméticamente. Con el cortaplumas agujereó la bolsa desde dentro a la altura de su boca, desarmó la birome para formar un respirador. Mientras le duró la fatiga de la ansiedad aspiró por la boquilla y espiró por la nariz, obligándose a realizar esta operación con exasperante lentitud, como un yoguin. Finalmente sintió que se adormecía y escupió el respirador.
Se despertó entre la gente que cantaba. Había una nación de coreutas, millones de ellos ordenados de espaldas a la pared en los corredores de una construcción infinita. Siro descubrió que si la música cesara, la construcción desaparecería.

Sí, porque es la música
quien edifica titanes con tus
besos redondos de oboe,
y poco a poco
crece un mundo puro donde
no hay fuego, sino tus tibias cuerdas,
ni aire,
sino un océano de armonía,
ni tierra,
sino la brisa del cello
y el orfeón inextricable del piano,
ni hay tampoco agua,
porque, yo lo sé,
basta una melodía
para que vivan en ella los peces.


Nadie le prestó atención. Algunos se mantenían erguidos, sujetando con una mano la partitura y, con la otra, sus diafragmas; otros jugaban a las cartas, o se peleaban, o dormían profundamente, aun morían, pero no en silencio, sino cantando, cantando todo el tiempo. Siro miró a lo lejos. El corredor se perdía adelante y atrás, revestido de corifeos. Por encima de su cabeza había un palco, cuya baranda servía de apoyo a las espaldas de más cantantes. Uno dejó caer un cigarrillo fumado hasta el filtro. El palco, como el corredor, seguía hasta donde alcanzaba la vista. Y arriba se divisaba otro, y luego otro, y así hasta que el humo y la música hacían imposible distinguir nada en las alturas.
El canto estaba en todos los rincones, como un líquido. Siro lo descubrió también dentro de su propio organismo. "¿Cómo voy a encontrarte entre toda esta gente?", pensó, y como a menudo ocurre en los sueños, arribó a una conclusión inverosímil: "El director de este coro -razonó- va a decirme en dónde está Mílena." Y empezó a caminar. Encontró pasillos laterales y cuartos polvorientos, en todos lados había gente que cantaba, pero nadie lo miró ni trató de detenerlo. Las paredes tenían casi tanta solidez como la música. Y viceversa.
En una intersección recordó la brújula que tenía en el bolsillo. Cuando la hubo sacado se quedó mirándola estúpidamente, sin saber qué uso darle. Se la guardó y siguió caminando. Poco después advirtió que estaba cantando junto con los demás. No se resistió. El canto lo ayudaba a encontrar el camino, o simplemente lo ayudaba a seguir adelante. Avanzó durante muchas horas, y empezó a cansarse o a sentirse resignado.
Lo despertó el calor. El mediodía no es buen lugar para una bolsa de dormir. Estaba asfixiándose. Pero no se atrevió a abrir el cierre sino hasta que recordó que las víboras se esconden durante las horas bochornosas.
Al anochecer volvió a encerrarse y volvió a dormir. Allí estaba el director, bajo una cúpula inmensa y tan alta que se formaban nubes de lluvia en su cima. Estaba rodeado de cientos de miles de cantantes, sentados en los escalones del anfiteatro. Lo mareó la altura. Recordó haber caminado en sueños, mientras esperaba el anochecer, recordaba una puerta oculta bajo unas gradas de madera semipodrida, y recordaba que tras aquella puerta había hallado la bóveda gigantesca. En el centro de la arena había una figurita, como un bichito desnudo y negro, que gesticulaba.
"Es él," sospechó Siro. Pero estaba a cincuenta pisos de altura, por lo menos, y aunque lo hubiera deseado con toda su alma, aunque era lo que más deseaba en el mundo ("Este es el mundo" -pensó) no podía, nunca hubiera podido llegar hasta el director y preguntarle por Mílena.
Pidió permiso, no obstante, y descendió algunos escalones. "La serie de Fourier -pensó, y pensó-: Tenías razón. ¿Pero cuál es la solución? ¿Dónde está?" Y supuso que esa respuesta también estaba junto al director.
Cuando le hicieron otro hueco para dejarlo pasar, en vez de intentar otro paso, se sentó. Nadie lo miraba. Puso la cabeza entre las manos y las manos sobre las rodillas.

Lloró, mientras cantaba,
sin darse cuenta
ni de lo uno
ni de lo otro.


Al cabo de varias horas, volvió a despertarse enfermo de calor. Salió de la bolsa sin demasiada precaución. Juntó sus cosas y las fue guardando en la mochila. Tenía los ojos encandilados por el Sol impiadoso, oblicuo ahora a las tres o las cuatro de la tarde. Tenía un nudo brutal en la garganta y, sin embargo, cantaba obsesivamente las palabras últimas que había cantado en el anfiteatro, con la cabeza entre las manos, antes de despertarse o de volver a dormir:

Vi un bichito insignificante,
negro y desnudo,
posado en el tallo de una cortadera:
subió y bajó.
Subió y miró y bajó y miró.
Subió,
batió alas, bajó y dijo:
"Esos espacios vacíos me atormentan."


Al agacharse para enrollar la bolsa de dormir sintió un dolor punzante en el cuello. Se quedó paralizado de espanto. Con la punta de los dedos notó la tumefacción y la leve rugosidad de la herida doble y entonces, automáticamente, sus ojos cayeron sobre el pequeño, casi imperceptible desgarro en la bolsa de dormir.
Al levantar la vista, aterrado, pidiendo quizás clemencia, se encontró rodeado por las ruinas. Un minuto antes se las había hecho invisibles el resplandor del Sol. Nictálope. Vio, como lo había visto mucho antes Mílena, que las ruinas no estaban malgastadas por el tiempo, sino nuevas y bruñidas, recién estrenadas como el Sol, y que sin embargo eran las verdaderas ruinas, sin pasado para justificar su gloria, ni un futuro para desvanecerla. Puramente ruinas. Y sintió, claramente, que él no estaba vivo, como no lo estaban las construcciones magníficas que ahora veía, y sintió que ya, por fin, no estaba muerto.

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