martes, 10 de noviembre de 2009

Algo más de cuatro Vedas en una sola pecera

Ganador del Premio Más Allá 1986 al mejor cuento de ciencia ficción inédito. Publicado originalmente en el volumen Fase Uno, compilado por Sergio Gaut vel Hartmann.





22 de abril

Ahora yo lo miro nadar. Nadar o flotar, quién sabe. Ni una cosa ni la otra. O ni siquiera. Me pierdo siguiendo sus saltitos y curvas en la atmósfera opalina del tanque y pienso en que nomás ayer los pioneros repetían sin cesar que el descubrimiento de una forma de vida extraterrestre, aunque más no fuera un humilde microbio, sacaría a la Biología del provincialismo. Parece ayer. Este pobre bicho, sin embargo, lo único que ha hecho hasta ahora es dar una función continua de cabriolas y apresuramientos. El aire le brilla alrededor. No es aire, claro. Es una forma de decir: "aire". Este saltimbanqui venido del espacio me apena, no lo puedo ocultar. Todos mis colegas en este instituto están con un estado de ánimo opuesto al mío desde ayer, desde que este extraño animal de luz, como dijo alguna vez Neruda, llegó al tanque que ahora lo encierra. Da vueltas y vueltas y brincos cada tanto, como el que salta de costado para no ser salpicado por un auto que vacía un charco. Izquierda, arriba, derecha, abajo y vuelta: coda. Debe sentirse, no sé: ¿desorientado?

Ayer mismo discutíamos y tratábamos de explicarnos la razón de su constante movimiento. Pero yo pude concentrarme nada más que en esto: no conoce el mezquino cansancio. Y está desorientado.

Por lo demás, estoy convencido de que aquí nadie ha sabido observarlo en un estado espiritual de pura contemplación, es decir, sin meditaciones saturadas de fórmulas químicas (el bendito CH2CN del cometa, por ejemplo) o de libidinosos análisis eléctricos; creemos que respira electricidad, ¿no es esto poético?

He notado, inclusive, una tendencia difundida a considerar que como este animal se mueve por sus propios medios, entonces está vivo. Ridículo. Yo opino que está vivo simplemente porque es hermoso, porque nada o flota con gracia, y porque aún viniendo de tan lejos logra llamarnos la atención, un privilegio que pocas veces le concedemos a un extranjero. Yo opino, pero la ciencia no debe opinar. Qué sé yo...

Guardo todo y sigo mañana.

(Alguito más: he apagado las luces del taller y el efecto de aurora boreal que produce el estanque brillando suavemente en la oscuridad es todavía mucho más fascinante. En medio de la fosforescencia, el viboreo obstinado de nuestro nuevo huésped deja rastros oscuros, huellas de desionización que casi inmediatamente desaparecen. Buenas noches, animal de luz.)



24 de abril

Finalmente, ni ayer ni antes de ayer pude escribir nada; fueron cuarenta y ocho horas de despelote desde el momento en que se fugó la noticia de que hay un gusanito extraterrestre en la Universidad. Prensa: primera plana con titulares en cuerpo 72. Qué bestias. Giacca me hizo notar que las letras gigantescas usadas por los diarios superan en alto el largo de nuestro huésped. Ya veremos por dónde se canaliza el miedo gregario a lo desconocido en los próximos días. Duplicamos la vigilancia. Trabajamos dieciocho horas seguidas haciendo pruebas y análisis y ensayos y experimentos y brilla: él brilla y brilla.



25 de abril

Sigo demasiado ocupado como para escribir todo lo que quisiera, pero hoy me voy a desahogar un poco. Observo al extraterrestre en su tanque. Son las ocho de la noche. Me gustaría describir su forma, al menos su forma, porque supongo que, con el paso del tiempo, su aspecto y su suerte y tal vez hasta su misma procedencia serán olvidados o, cuando menos, desvirtuados y reemplazados por el mito y la leyenda, siempre más cómodos para el intelecto. (Todo esto se me ocurrió anoche, al oír las ridículas conjeturas de unos periodistas de la TV.)

Lo hemos bautizado, domésticamente, Veda, que en sánscrito quiere decir "conocimiento". Aunque yo hubiese preferido algo menos erudito, como "Cuqui" o "Boby" –así soy yo–, creo que Veda es un buen nombre; él es un huésped que va a enseñarnos mucho. Se me ocurre, sin embargo, que nos va a enseñar más sobre nosotros que sobre él mismo. (¡No dije nada!)

Ayer fue una ristra de reuniones. Primero que nada con la prensa. Son crueles; hablan del "monstruo del espacio" o de la "bestia estelar", y a mí se me llena el alma de dolor y de odio. Son también alarmistas. En la conferencia de prensa hubo también gente de otras instituciones científicas. No faltó, entre ellos, alguno tan feroz como el más aguerrido de los periodistas. El Gobierno nos presiona para que no suministremos fotografías. Esto produjo ayer una lógica reacción entre los asistentes: nos abuchearon. Tenían razón. La presión del Gobierno, además, aumenta con las horas, pero yo sé que pronto se van a aburrir de esto. Los conocemos bien.

Lisarraguirre, a quien el Decano ha pedido que también restrinja la información, se limitó a decir que la Biología del Veda se basa en polímeros y semiconductores orgánicos en intercambio iónico con un plasma de cianuro de metilo. Los periodistas se limitaron a preguntar "¿Qué?". Para no hacerse responsable, nuestro amado Director me tomó de chivo emisario y tuve que explicar lo que él no había querido precisar. (Lisarraguirre dice que yo no soy biólogo, sino "biósofo", hago filosofía con la biología, o biología con la filosofía, pero jamás hago lo correcto, es decir, soy un poquito zurdo.)

Cometí el error de referirme al extraterrestre con su nombre de entrecasa. Un periodista me interrumpió e insinuó que en el instituto nos gastábamos la plata de los contribuyentes en fáciles juegos de palabras sánscritas; y es probable que los de la OEB hayan pensado en algo similar. Lisarraguirre, que afortunadamente sabe fingir y se las arregla bien con esto de las RRPP, dijo: "Veda significa, en el sistema de siglas interno de esta institución, Verme Electro Deficitario Alienígeno", y, con ojos de haber sido sincero, es más, con ojos casi airados, agregó: "se escribe con ve corta" Giacca me dijo entonces en voz baja: "Acaba de decirles la forma que tiene el Veda".

Un adolescente más bien tímido que ocupaba un sitio oscuro tras las cámaras de TV, y que no esperó a que yo siguiera explicando el galimatías de Lisarraguirre, preguntó cuál era el criterio que seguíamos para considerar al Veda un ser vivo. Nuestro director salió al cruce: "Suponemos –dijo– que el extraterrestre es capaz de hacer copias de sí mismo". "¿Podría decirnos cómo? –insistió– el muchachito, pero con una voz tan endeble y mal disciplinada que Lisarraguirre casi no lo oyó; de hecho, no tenía el menor interés en hacerse cargo de una pregunta cuya respuesta lo comprometía. Titubeó. Yo digo que titubeó, pues los demás pensaron que en realidad buscaba un papel dentro de su portafolios. Se colocó para esto los anteojos; se los quitó, y durante todo el rato estudió, sospecho, la forma menos riesgosa de contestar. Por fin, dijo: " ¡Ah! Aquí... Sí. Bien. Veda (lo entonó como una sigla) está sintetizando un cristal de silicio en su organismo, una memoria capaz de albergar tal vez hasta un billón de terabits". Un murmullo de admiración se oyó en la sala; algunos se admiraron tan solo del número un billón. Si Lisarraguirre hubiera dicho un cuadrillón de bits probablemente nadie habría entendido nada. El chico del fondo intervino: "¿No es mucho?" "Tal vez –dijo Lisarraguirre–. El caso es que este cristal alojará la información genética apropiada, luego el extraterrestre se dividirá o algo así y, en fin, tendrá un hijo..." "Muchísimos hijos", opinó el adolescente, pero fue interrumpido por la periodista de una revista de modas, que preguntó: "¿Pueden invadir la Tierra?" Lisarraguirre, sonriendo, miró para el lado de Giacca y luego hacia mí. Giacca respondió, secamente: "No". "¿Está usted completamente seguro?", insistió la chica, arrugando el ceño al pronunciar la palabra "completamente". Tal vez Giacca sintió asco; la náusea le impidió contestar o, eventualmente, saltar fuera del estrado y estrangular a la insolente, de modo que tuve que volver a hablar yo: "Mire, señorita, el Veda proviene de un cometa, ¿sabe eso?" "Ay... no," respondió. "Bueno, así es –continué–. La temperatura en el cometa es de 270 grados bajo cero. La atmósfera, el medio, digamos, en donde vive el extraterrestre es la evaporación ionizada del cianuro de metilo (un gas congelado, aclaré) que constituye el núcleo del cometa. ¿Me sigue?" "Más o menos", dijo ella con una risita y mirando a los lados. "Perfecto. Esa atmósfera está a unos treinta grados por encima del cero absoluto –dije, y pregunté–: Comprende lo que quiero decir?" La chica me miró con ojos de espanto; había trescientas personas en la sala pendientes de su respuesta. Visto que no comprendía nada, agregué: "La Tierra, que usted teme sea invadida en breve, es para este organismo un caldo hirviente, venenoso y totalmente falto de alimento." "Ajáh", dijo la chica, y exclamó: "Qué loco, ¿no?".



26 de abril

Veda es más o menos como una lombriz. (Lisarraguirre estuvo impagable con lo de "Verme Electro Deficitario Alienígeno", díganme si no. Giacca, desde ayer le dice a Lisarraguirre "Verme En El Espejo Me Avergüenza".) Un gusanito amarillo de cuatro centímetros de largo y cinco milímetros de ancho que ondula constantemente. Una onda electromagnética recorre su cuerpo a guisa de movimiento peristáltico (con perdón). Por la forma en que se mueve, me parece que está desorientado. Y brilla.

Hemos observado que el polímero que constituye su piel está especializado en uno de los extremos de esta lombriz del espacio. Resultado: ese punto de su cuerpo o brilla o absorbe radiación, alternativamente, en relación de tres a uno respectivamente. El espectro de absorción, como era de esperar, se extiende hasta el ultravioleta lejano.

También hemos calculado que la gravedad terrestre tiene necesariamente que perjudicarle, ya que la masa del cometa, su rotación y la aceleración originada en el efecto de reacción a chorro por sublimación del hielo no significan, sumados, siquiera una millonésima parte, qué digo, una mil millonésima parte de nuestros 9,81 metros por segundo. Por añadidura, el Veda es un género de vida tan extravagante que lo que para nosotros sería fatal, a él bien puede no incomodarle en absoluto. Hasta ahora, todo va bien dentro del tanque.

En otro orden de cosas, parece indiscutible que el ciclo vital de la especie está ligado a la órbita del cometa alrededor del Sol. Más cerca del Sol, más luz ultravioleta. Más luz ultravioleta, más ionización. Como consecuencia, más alimento para el Veda. Una suerte de primavera en onda corta. Iones. En griego, "los que van". Hemos podido reproducir bastante bien la ionización; el Veda se traga, por ejemplo, un protón, le chupa la carga y de inmediato expulsa un extraordinario excremento llamado neutrón. Lo que no hemos podido darle al Veda son esos campos caóticos de tres mil y pico de Gauss. Imposible simular esas cifras en un tanque de acero y vidrio. Todo ocurrió, además, excesivamente rápido. El 20 bajó la sonda (lo digo porque en algunos diarios publicaron que hacía ya tres años que el Veda estaba aquí cuando dimos la conferencia de prensa el otro día). El 21 descubrimos al Veda en una muestra. Hoy hace cinco días.

O sea que no sabemos todavía nada, excepto que, cuando el cometa pase de vuelta, cruce nuestra órbita y se aleje rumbo al cinturón, la temperatura a bordo bajará a 270 bajo cero. ¡Cero Kelvin en invierno! Y con saber esto lo único que conseguimos es asombrarnos.

Por último, hemos realizado algunos experimentos que arrojan este dato: el "ojo" del Veda, cuando no brilla, resulta una retina cien mil veces más sensible que la radioantena más perfecta. Dicho en otras palabras, para el Veda, las estrellas a cien millones de años luz son como fanales en las riberas de su órbita. Pero, ¿para qué quiere una sensibilidad de trillones de ASA? No pensemos, por otra parte, en que la luz solar tendría que ocultarle completamente la luz de las estrellas en esta fase del ciclo. Pero claro: ¿por qué pensar en que al Veda le interesan las estrellas? ¿Porque viene de allí? Es más: ¿viene de allí? La ciencia ha empezado a mostrarse incapaz de resolver muchos de los problemas que el extraterrestre plantea, y esta incapacidad es un simple reflejo, una consecuencia de su ineptitud para plantear preguntas.

Lisarraguirre, en uno de sus característicos ataques de neurosis científica, ha sugerido que un ojo tan perfecto podría servirle "para cazar electrones, protones y otras cosas (SIC), ya que de ellos se alimenta". Giacca le ha sugerido que no sea ridículo.

Esta tarde, después de cumplir con nuestro trabajo en el laboratorio, Giacca y yo nos pusimos a observar al Veda. Tranquilamente, sin prisa. Coincidimos en que si alguno de nosotros se metiera dentro del tanque quedaría instantáneamente convertido en quebradizo hielo proteico; esto, antes de tener siquiera tiempo para asfixiarnos por la falta de aire, envenenarnos con el cianuro o calcinarnos bajo la luz ultravioleta. Giacca opina que el Veda no parece desorientado, sino preocupado. "Para él –me ha dicho– tendría que haber mucha más luz en esta época del año. Necesita mucha...sí, mucha luz". "El invierno pasado duró trescientos años", reflexioné yo. Y después de este breve cruce de palabras, si mal no recuerdo, nos quedamos observándolo en silencio durante casi una hora.

Nos entristeció un poco su encierro. Iba de un lado al otro del tanque, algo así como un metro de largo, y después se pegaba con su ojito único al cristal, revoloteaba allí como un pececito de color y, tras una súbita vuelta carnero (frase de Giacca que, pese a todo, me hizo reír), recorría otra vez toda la extensión del tóxico acuario apoyándose en imperceptibles atracciones y rechazos que se producían entre las cargas del rubio aire fosforescente y su cuerpo lleno de impulsos eléctricos; y estaba a punto de alcanzar el extremo opuesto de su jaula cuando, de repente, como quien se ha olvidado algo en su casa al salir y regresa a buscarlo, el Veda se invertía y retornaba al mismo cristal de antes. Con Giacca pensábamos que nos miraba, pues se pegaba con el ojito al cristal junto al cual estábamos sentados nosotros, y dejaba la cola flotando entre iones. Así subía y bajaba, sin despegarse del vidrio, y, se los juro, parecía estar mirándonos, tratando quizás también él de entender qué clase de vida indescriptible somos, o pidiéndonos algo, algo que ni Giacca ni yo estamos autorizados a (ni éramos capaces de) darle.

Cuando estábamos a punto de irnos, inició –silenciosamente– una vertiginosa carrera semejante a la de un globo que escapa desinflándose. Saltaba describiendo imposibles ángulos agudos. Sentí miedo de que chocara contra uno de los cristales. Descubrí que sentía miedo de que el Veda se lastimara. "Encuentro más comprensible su muerte que su vida", pensé, y pensé que eso era típicamente humano. "No se cansa nunca", dijo Giacca.



27 de abril

Hoy vi un colibrí en el jardín del Instituto. Así se mueve el Veda.



28 de abril

Esta noche tuve una pesadilla con colibríes trocados en escorpiones que luchaban contra pegajosas serpientes. Volví a la conciencia dificultosamente. Un sueño de culpa, supongo. Serían las cinco, cinco y media de la mañana. Aunque todavía no amanecía, me levanté, miedoso de que la pesadilla retornara. Salí de mi cuarto y empecé a recorrer el instituto. Todo en silencio. Me apabulló lo calladito de la electrónica. Sin proponérmelo, llegué hasta la sala del Veda. Introduje la tarjeta en el párpado de la ventanilla de observación y ésta bostezó como con suspiros, deshabituada. Eso sí, ni un ruido.

En el fondo oscuro del cuarto brillaba la jaula de cristal. Cerca del centro perfecto de ese robado volumen de una atmósfera extraña, flotaba el Veda. Su ojito resplandecía. Se me ocurrió que cualquier cosa que se interpusiera en su haz de luz le resultaría alarmante. "Tenemos otro enigma resuelto", pensé. (En efecto, un sonar luminoso, sonar entre comillas, naturalmente, puesto que un radar sería inútil en medio de los campos electromagnéticos caóticos provenientes del Sol, y un sonar legítimo, esto es, sónico, resultaría inefectivo en una atmósfera tan enrarecida.) Yo estaba muy lejos del tanque, pero aún así sentí pánico de que me viera y se espantara. Y entonces me di cuenta de que me estaba pasando algo terrible.

Dispuse el zoom y lo miré de cerca. Su cuerpito vibraba como la imagen espectral de un virus aumentada millones de veces. Incontables cargas golpeaban su cuerpo o lo atraían, pero la relación del Veda con su medio era en esos momentos tan perfecta que le permitía estarse quieto y en equilibrio. Me pregunté de qué forma habría vencido la gravedad terrestre. O si esa quietud no escondía una feroz batalla. No obstante, me maravillé.

Si haberlo visto en sus danzas diurnas me había dejado boquiabierto, el verlo perfectamente estático me enamoró. Traté de ser razonable y observé el interior de su cuerpo: ranuras y supuestos órganos se transparentaban bajo la fina piel de polímeros. Pero había perdido mi capacidad de análisis. Me asombré, por lo tanto, al descubrir que no era simétrico. Me sentí feliz de que el Veda no se pareciese siquiera lejanamente a un verme. Advertí entonces, seis días después de su llegada, que todos habíamos estado ignorantes hasta de su verdadero aspecto. Su similitud general con un gusanito nos lo había hecho entender como tal. Pese a ello, nos denominábamos "científicos". Y quiero hacer notar que fue recién cuando yo no pude ser razonable, cuando me ganó la sinrazón, que percibí la verdadera apariencia del Veda.

Su faro estaba compuesto de múltiples células (¿células?) luminosas, "como los ojos de una mosca", pensé, pero enseguida me arrepentí de esta nueva analogía. Partiendo del ojo, muchísimas vías brillantes como venitas recorrían su cuerpo vibrátil oscureciéndose a medida que penetraban capas cada vez más profundas de tejido. Seguí todo el trayecto de estas fibras ópticas orgánicas como atontado. Sé, incluso, que durante un instante, al fijar mis ojos en su luz, no pude pensar en nada, y sin embargo sentí que en aquél ojo había expresión. Por fin, caí en la cuenta de que nadie en el Instituto se había preguntado por la inteligencia del Veda. Tal vez teníamos encerrado a un ser que lograba ponderar su prisión mejor que nosotros. Tuve que aceptar, dolorosamente, que esta pregunta sobre el grado de inteligencia del extraterrestre nunca llegaría a hacerse, no, al menos, en el Instituto.

Al cabo de estas reflexiones, sentí un miedo repentino: ¿por qué estaba tan quieto? No hace falta que explique lo que es un susto (un amigo escritor me dijo una vez que los profanos solemos explicarlo todo). Bueno, eso fue un susto. Cometí la estupidez de no tomar ni una sola fotografía y me metí en la sala haciendo ruidos y prendiendo luces. El Veda empezó a saltar como un espástico del cielo y, al rato, retomó sus viajes de ida y vuelta por el tanque. Hace de esto algo más de una hora. Pronto llegó la gente a trabajar. Me llamaron madrugador. Pero a mí me había pasado algo terrible: había dejado de creer en el proyecto.

No, así nunca íbamos a salir del provincialismo.



30 de abril

Tres días de discusiones amargas que habrán de dejar rencor hasta en las almas más impermeables al odio. Cuando terminé de anotar lo del 28/4, volví al taller, en donde me esperaban desagradables, inimaginables sorpresas. Lisarraguirre dijo que los estudios “en vivo” del extraterrestre habían concluido. Felizmente, habíamos despachado todas las experiencias programadas, lo cual era cierto. Ahora, la autopsia. Ya saben lo que eso significa.

Los que pagaban el proyecto (la OEB ) temían que el Veda muriese en cualquier momento, ya que no se encontraba en su hábitat, y esto, desgraciadamente, también era cierto. Suponían además que la muerte convertiría al Veda en polvo, privándolos a la vez de la gallina y del stock de huevos de oro reunido hasta entonces (porque, ¿quién creería en los datos obtenidos del extraterrestre si éste no terminaba flotando en un frasco con formol?). Por todo esto, querían exámenes rápidos y seguros. "Ir hasta el cometa a buscar al gusano alienígeno –le habían advertido a Lisarraguirre, nos ha costado mil cuatrocientos millones. Usted es responsable de que ese capital se convierta en información concreta en tiempo récord". Lisarraguirre sabía que también era responsable de que esa información fuera lo suficientemente generosa como para amortizar, en calidad de mercancía, el costo del proyecto. De manera que la OEB había mandado, para verificar el grado de responsabilidad de nuestro director, a un delegado, que se destacaba entre todos nosotros por ser el único de traje. En un instituto como éste se puede ocultar a una orca asesina en el bidet del baño de damas, a condición de que se la vista con un guardapolvo.

En lugar de delantal la orca asesina lucía un traje azul cruzado muy ceñido en la cintura. Eran las ocho de la mañana. Yo había estado hora y media sentado junto al Veda, que, después del susto que lo sacó de su sueño, se había vuelto a quedar quietito en el centro de su jaula; no podía creer que confiara tanto en mí. No logré apartar los ojos, mis ojos, de su ojito único que, ahora estoy seguro, me miraba. Pensé en lo inmensamente lejos que en verdad estábamos y en que, pese a ello, sólo éramos dos formas de la vida, pero dos formas cercanas, pues la forma no deriva, como algunos creen, de la esencia, y la esencia misma de la vida nos era a ambos desconocida, y vaya uno a saber cuántas cosas vivas del universo nos hubieran parecido inertes. Sí, dos chispas, para decirlo rigurosamente, dos chispitas de divinidad, o de tiempo, eso, de tiempo, o de conciencia quizás, esfumándonos en el cosmos sin llegar nunca a tener el tiempo suficiente para comprender nuestra esencia y, en consecuencia, desesperándonos por aprehender la mera forma.

Los dos permanecíamos quietos, respirando, cada cual a su modo. Habíamos dicho que el Veda estaba vivo, pero, ¿saben por qué? Porque la vida se reconoce en la vida. Por eso. Después nos habíamos desmenuzado el cerebro tratando de probarlo, pero la intuición inicial de que el Veda era un ser vivo no tenía explicación científica. Había sido una anagnórisis.

El Veda había estado viajando durante trescientos años, hibernando a doscientos grados bajo cero y, de pronto, la primavera. De habérnoslo encontrado en el frío afelio del cometa, nunca hubiéramos sospechado que era un ser vivo. Buceando en los límites de la vida y la no-vida, límites que bien podían no existir, descubrí que no sabíamos nada, que el provincialismo en mi ciencia no iba a terminarse porque las fórmulas, ahora, rindiesen un sólido provecho al explicar la biología del extraterrestre. Porque, en lo sucesivo, diríamos: "Bien. Además de la biología del carbono y el ARN, existe la biología del silicio y el cromosoma electromagnético. Busquemos algo nuevo con qué jugar".

Déjenme de joder, esto no es biología. Descubrí, en fin, que lo que habíamos estado llamando durante milenios "ciencia" no era otra cosa que colonización. Aunque despanzurrásemos al Veda y nos explicásemos de qué manera su metabolismo se sirve de la fría espuma de átomos del estanque, el provincialismo sólo se terminaría el día que comprendiésemos (o el día que nos preguntásemos) qué es la vida.

El delegado, para coronar la diatriba de Lisarraguirre, dijo: "Señores, hay que comenzar la segunda fase de este proyecto. La OEB ha autorizado el procedimiento del Dr. Lisarraguirre, que consiste en bajar la temperatura hasta cero Kelvin. En ese punto, el espécimen dejará de existir". Parecía un padre explicándole a sus hijos por qué miserable razón pecuniaria se sacrifica a los caballos mancados. "Haremos entonces una autopsia –continuó– un mapa detallado de su anatomía y un informe, el primer informe completo sobre la vida fuera de la Tierra". El delegado había subrayado la palabra "completo" de la misma frívola manera que aquella periodista durante la conferencia de prensa del lunes pasado.

Lisarraguirre, con las manos en los bolsillos, se estudiaba la punta de los botines. Giacca, como si fuese un familiar del extraterrestre, me clavó los ojos encima. Yo pensé entonces que todos nosotros, y todos los que leían, sin escarmentar, la historia del Monstruo del Espacio, de la Bestia Estelar, y todos los científicos de otros institutos que, envidiosos, pasaban por nuestra sala a observar también, qué duda cabe, ese objeto fálico de sus ciencias, ese deshonroso motivo de status, todos los hombres y mujeres del mundo, en resumidas cuentas, pensé, éramos hermanos del pequeño extraterrestre. Pero, claro, justo allí donde también nos hermanábamos con los insectos, con los pájaros, con el ganado y hasta con los otros hombres, a los que tantas veces también asesinábamos, es decir, nos hermanábamos en la unidad de todo lo vivo. También, más prosaicamente, pensé en las mil y una historias acerca de extranjeros del espacio que la literatura de ciencia ficción había producido sin descanso, y ahora, notaba yo, todo se volvía real, pero al mismo tiempo tanto más mezquino, tan falto de vuelo, tan distinto. El pavoroso monstruo, o el monstruo tierno, el gigante asesino o el enano filósofo de aquellas historias resultaba ser un gusanito inofensivo e inexperto que respiraba electricidad y comía protones. El platillo volador, un amasijo de hielo (sucio, para peor) rondando sin fin y sin objeto alrededor del Sol. Y la humanidad benevolente, o aterrorizada, o, cuando menos, el grupo de sabios generosos, una horda de salvajes que había estado esperándolo durante trescientos años al costado del camino para estudiarlo, matarlo, dibujarlo y clasificarlo. Habíamos colonizado un cometa. ¡Bravo!

"Qué montón de hijos de puta", pensé, pero no dije nada; para eso tengo este cuaderno. Lisarraguirre nos instó a trabajar. Por un instante me dejé llevar por la idea de que ninguno de nosotros se rebelaría contra el crimen. Y lo que más desesperación me producía era que el Veda hubiera realizado un viaje de cien mil millones de kilómetros para venir a dar en esta carnicería. Todo lo cual me pareció tan repugnante que pensé, incluso, en romper el sello de la válvula del tanque de oxígeno líquido y hacer un desastre. Me descubrí hablando: "No –dije–. Un momento", pero la voz me salía entrecortada. Giacca se dio cuenta de que yo quería llorar o gritar. "¿Sí...?", preguntó el delegado, con desdén. Giacca me auxilió: "El Dr. Bauer –dijo– ha hecho un notable descubrimiento esta madrugada. Se ha pasado la noche en vela", fingió una sonrisa y me puso la mano en el hombro. La mano me apretó, devolviéndome los ánimos. Esto no lo percibió el delegado; tan sólo yo. "Bauer –continuó Giacca– ha confirmado que el proceso de respiración del extraterrestre encierra un prodigioso y efectivo aprovechamiento de la energía. Si logramos descifrar todos sus secretos, y para esto necesitaríamos que el espécimen siguiera vivo, un litro de agua para fusión cubriría todas las necesidades de energía de este país durante un siglo".

Creo que el único que se tragó semejante disparate fue el delegado. Le chispearon los ojos por la codicia. "Caramba –exclamó–. Tienen mi garantía de que nadie tocará al extraterrestre hasta que completen ese trabajo –dijo, y agregó–: Los felicito a ambos". Sonriendo, se acercó a darme un apretón de manos. Y ahí me equivoqué de estrategia. Ocurre que no puedo sino ser sincero. Me eché atrás, escupí en el piso y le grité: "¿Sabe lo que puede hacer con su mano, cretino hijo de puta?" En ese punto Giacca me tapó la boca. Lisarraguirre estaba del mismo color que las paredes, blanco, y me miraba con ojos de tuberculoso.

Presa todavía de la emoción, me desprendí de los brazos de Giacca y, para tratar de arreglarla, agregué: "¡Asesino! ¡Le va a costar mucho más que mil cuatrocientos roñosos millones sacarme el secreto energético del Veda!" La disputa, pues, más parecía entre alquimistas que entre hombres de ciencia. Para peor, tras que me había atrevido a putear al delegado, había utilizado frente a Lisarraguirre, por entonces un guiñapo de vergüenzas, el nombre "Veda", cuya pronunciación teníamos prohibida. Di un portazo y desaparecí.

Los tres días que siguieron fueron un constante tira y afloja entre el delegado, Lisarraguirre y yo. Ellos querían convencerme de que largara prenda, y yo, no teniendo nada para decir, puesto que el secreto energético del Veda, fuera de ser una linda frase, no existe, ponía excusas y trataba de obtener una especie de garantía para la vida del extraterrestre. Por las noches nos juntábamos Giacca y yo a urdir planes con este mismo fin. O sea que estoy sin dormir. Ayer, cerca de las cuatro de la mañana, Giacca me dijo: "Te va a parecer de locos, pero tenemos que meterles en la cabeza a esos tipos que el Veda debe volver sano y salvo al cometa". (¿Queeeeeeeeeeé?)



1° de mayo

Hoy, "por las especiales circunstancias de la investigación en curso", nos hemos visto obligados a trabajar medio día. Tampoco pude descansar como había planeado. Utilizamos la tarde con Giacca para discutir su idea. Llegamos pronto a la conclusión de que es delirante. Volver a depositar al Veda en el cometa costaría otros mil cuatrocientos millones en gastos de "correo", si no más. Yo creo que ni un niño se puede tragar hoy en día el cuento de que la Organización está dispuesta a volver a gastar semejante suma nada más que por amor a la vida. Y mucho menos si, como en este caso, el desembolso implica también borrar toda evidencia concreta de que hemos tenido a un extraterrestre en casa. No: la OEB no va a largar ni una célula del Veda por menos de diez millones. Me pregunto por qué nos ha subyugado tanto este gusanito biotrónico a Giacca y a mí, tanto como para habernos hecho tramar un plan tan sonoramente ridículo: ¡poner al Veda otra vez en el cometa!

Desafortunadamente para nuestros ánimos, bastante decaídos ya de por sí en estos días, abordamos la imposibilidad de nuestro plan a poco de sentarnos junto al tanque a conversar, dos tazas de café mediante, esta misma tarde. De modo que nos quedaban como seis o siete horas hasta la noche que no podríamos invertir en nada interesante y, lo que al final resultó todavía peor, en nada interesante que nos quitara al Veda de las mentes. El, por su parte, no demostró darse cuenta de que su vida corría peligro. Iba y venía como siempre, y brillaba.

Giacca intentó hacerme notar que no había llegado todavía el momento de desesperarnos. Había que ganar tiempo, pensar en otro ardid, forzar a la opinión pública o, inclusive, falsear o arruinar alguna de las pruebas hechas durante la semana anterior, la que debería, pues, repetirse... no sé. Giacca hablaba, pero a mí me costaba un enorme esfuerzo seguirle el tren. Parecíamos dos viejos junto a un ataúd. No importa. Lo que me interesa destacar es que el Veda, cuando nota que ya no hay más movimiento en la sala, se equilibra en el centro del tanque, temblando apenas, con su belleza prodigiosa pero indescifrable sujeta a los hilos sueltos de las partículas atómicas.

Giacca, en suma, le ha tomado tanto cariño como yo. Así que, al menos, tengo con quien compartir mi sorprendente actitud con respecto a esta rareza que el destino nos ha puesto en el camino para que, una vez más, cometamos un crimen. Mi colega se sostiene, pese a lo dicho, mucho más sereno que yo. Nos estamos haciendo amigos; extraña circunstancia en este lugar de celos. Mientras cenábamos, hace un rato, me dijo: "Lisarraguirre cree o finge que cree que a cero Kelvin el Veda se muere, pero esto es falso. Ya te habrás dado cuenta, supongo...." "Perdón –respondí yo– te juro, Ernesto, que no lo había pensado. Pero tenés razón". "El degenerado de Lisarraguirre quiere asegurarse que el Veda permanezca metabólicamente estable hasta el momento mismo de iniciar la autopsia", dijo Giacca. Después de un rato, agregó: "Y nosotros dos no podemos avisar ni hacer nada, porque estamos también bajo observación después de lo del otro día..."

Todo se complica.

Me cansé de escribir.



2 de mayo

Ya es de noche otra vez. El Veda brilla y va y vuelve en su atmósfera eléctrica y helada. Le quedan menos de veinticuatro horas de vida. Yo siento asco de todos, pero especialmente de mí mismo, que escribo y escribo pero que no he demostrado ni la fuerza, ni la valentía, ni la inteligencia suficientes para defenderlo. Y ahora ya es tarde.

Lisarraguirre quiso discutir hoy algunos detalles que no viene al caso explicar. "Detalles de último momento", dijo. Nadie le prestó atención, salvo un doctorcito nuevo, recientemente enviado por la OEB, de apellido Kruse, a quien hubiera estrangulado. En síntesis, aquí los cagones somos varios, no solamente yo. Al rato llegó el delegado. Me parece que ya descubrió que el "secreto energético del Veda" es un cuento chino, o, mejor dicho, hindú. De no ser así, dudo mucho que se atreviera a matar al Veda. Ya no me respeta, es decir, ya no me teme, es decir, ya no me necesita. Pero me alegra pensar en que les ha llevado cinco días, a él y a Lisarraguirre, descubrir que el "secreto energético del Veda", inventado por Giacca en pocos segundos, carece por completo de sentido.

Al fin y al cabo, los de la OEB también quieren salvar la vida del extraterrestre, por eso lo van a matar. "Salvar su vida de la ignorancia eterna", dijo el delegado esta mañana, no sé si porque es loco o porque es cínico, pero Giacca se empezó a reír dando gritos y le estropeó la retórica. Ernesto agregó algo más, que yo no oí, y entonces los demás también rieron. El delegado frunció toda la cara con una sonrisa falsa y dijo no sé qué acerca de la sana camaradería. Yo no prestaba mucha atención porque estaba junto a la jaula mirando al Veda. Cuando me acerqué al grupo, el delegado estaba diciendo: "Ocho en punto comenzamos reducción de temperatura. Antes del mediodía, inicio de la autopsia. Les ruego tengan en cuenta que serán tal vez cuarenta y ocho horas (o más, agregó Kruse, entusiasta) de trabajo sin pausa. Hay que trazar cartas, alimentar el banco de datos, etcétera. Para el fin de semana (tres días, informó Kruse, sonriente) el trabajo sobre la anatomía del Veda debe estar listo".

Nadie acotó nada: Giacca había volcado media taza de café sobre las rodillas de Kruse. Yo, está demás decirlo, me sentía perdido entre tinieblas.

Nos mandaron a hacer los preparativos para la carnicería de mañana, así que todo el mundo empezó a rodear la jaula de cristal con instrumentos, bombas para gases, mangueras, tubos, cables, cámaras de video, sensores de rayos X, filtros de infrarrojo y ultravioleta, impresores térmicos, entradas para la computadora, un brazo mecánico armado de bisturís y pinzas y micrófonos con los que captaríamos, qué traición, hasta los alaridos finales del Veda, muerto por la espalda cuando se disponía a descansar durante su largo invierno cósmico. Mientras duró ese trajín, en el que todos nos escondimos para no pensar en el día siguiente, casi nadie se atrevió a echarle siquiera una breve mirada al extraterrestre. Él, sin embargo, seguía mirando (yo digo que mirando) con su ojito clavado al cristal, y girando y volando como un colibrí. Estuve llorando.

Ahora estoy esperando a Giacca; al terminar el trabajo de hoy, me dijo que tenía algo importante que conversar conmigo. Es de noche. Se trata del Veda, no me cabe duda.

Aunque la prensa en general, presumo que presionada por el Gobierno, ha bajado un poco el tono de sus especulaciones en torno al extraterrestre, la cantidad de material escrito por los ufólogos ha prosperado, medrado y reventado los kioscos de revistas y las librerías. El tema central de estos panfletos es más o menos éste: "Se los habíamos advertido: los enanitos verdes existen".

Es difícil entender todo ese barullo de sospechas y de ilusiones que el mundo entero ha puesto sobre las espaldas de este gusanito amarillo que nada todo el día en su pecera. El Veda se ha vuelto, de la noche a la mañana, Dios y Demonio, Mujer y Hombre, Hijo, Incesto, Sacrificio, Apátrida, Cristo, Hermano y Matricida. Monstruo, Epopeya, Héroe, Enviado y Asesino. Víctima, Peligro y Leyenda. Lo que nadie sabe es que el huésped está a punto de convertirse en mártir. Y esto no es ninguna especulación.

Hoy, mientras almorzábamos, Giacca me mostró una revista. Publicaban una "foto primicia" del Veda. Falsa, por supuesto. Era el primer plano de una anguila eléctrica, sobre el cual un diestro dibujante había pintado unos colmillos muy realistas, bien blancos, pero manchados con la sangre de los pedazos de carne con que, según el artículo de marras, lo alimentábamos actualmente. El periodista aseveraba que el clima y la gravedad terrestres habían hecho crecer al extraterrestre, cuyas dimensiones traspasaban ya los tres metros de largo y los ochenta centímetros de diámetro. Pensé: "el Veda ni siquiera tiene corte circular, ¿de qué diámetro habla este retrasado?". Me reí, ¿qué más podía hacer?

"Yo no puedo creer que la gente sea tan boluda como para creerse este cuento", dijo Giacca. Quise contestarle, agregar algo, pero no pude.

Si lo que Giacca tiene para decirme es en verdad importante, tal vez voy a estar varios días sin escribir nada. Lo mismo digo en caso de que mañana realmente (no lo puedo concebir) demos muerte al Veda. Fratricidio.

Ernesto no aparece y yo tengo los nervios de punta. Anoto algo que se me ocurrió recién: la Biología, para ser de verdad una ciencia, tendría que investigar sin orden y sin objeto, porque es así como investiga y triunfa la vida, por puro azar.



5 de mayo

Se terminó. ¡Qué lección que nos dio! Sucintamente, nos burló. Nos burló a todos, amigos y enemigos.

Muy, muy bien: lo mejor va a ser que cuente todo parte por parte. Empiezo por decir que, la noche del dos, Giacca llegó un ratito después de que dejé mis divagues biosóficos y pseudoliterarios. Como estaba nervioso, me tomé dos whiskies, lo que resultó fatal, porque soy abstemio. Cuando Ernesto entró al cuarto yo olía como una bodega y estaba, para decirlo de la manera menos ofensiva posible, completamente borracho. Giacca, lógicamente, censuró mi porcentaje de alcohol en sangre y, si no me equivoco, también lo calculó. Me preparó un café y me dio un manotazo en la nuca con el fin de despabilarme un poco. Pero yo, aunque estaba borracho, veía todo muy claro. (Estoy hablando de la noche previa a la autopsia.) No recuerdo cómo ni por qué, tal parece que me auxilió en esto la bebida, yo había descubierto algo importante. Y lo que había descubierto me hacía sentir bien, me daba esperanzas. Quería explicárselo a Giacca, pero cuanto más me esforzaba para hablar, más creía él que yo necesitaba descansar. Entonces me consolaba: "Escúchame, Carlitos, no podemos hacer nada. Ellos son más poderosos, más...sí, más razonables incluso. No te des manija, ¿eh?" Y así.

Yo sólo quería explicarle lo que había descubierto, pero no podía articular las palabras de tan borracho que estaba. Después del café, viéndome, supongo, más tranquilo, me ofreció otra lista de razones muy lógicas por las que debíamos aceptar resignadamente la muerte del Veda. Pese a mi estado, noté que Ernesto no tenía nada importante que decirme y que había querido venir a verme para no dejarme solo, y para no quedarse solo él en una situación tan ingrata. Pero su sumisión me decepcionó, quise argumentar que nunca hay razones suficientes para aceptar la muerte, pero sólo conseguí decir: ''Ernesto, ¿por qué no te vas un poquito al carajo?" Se puso pálido, trató de enfurecerse y un segundo después se sonrojó. No dijo ni una palabra. Hubo un rato de silencio hosco. Murmuré, casi sin aliento, dos palabras que ya no recuerdo. Me sentía indignado. Ernesto, por último, decidió que lo mejor era irse. Lo acompañé a duras penas hasta la puerta y, mientras se alejaba por el pasillo, no se volvió ni una vez a mirarme, hasta que yo, esforzándome mucho, le dije: "No te preocupes, Ernesto". Giacca me miró entonces, sonrió y, desde el fondo del pasillo, susurró: "Había venido a decirte justamente eso, que no te preocuparas". "Una cosa es resignarse y otra despreocuparse", le contesté. "¿Qué te estás guardando, Carlos?", me preguntó. Sin contestarle, no por maldad, sino porque todo me daba vueltas, especialmente el techo y el piso, cerré la puerta y me acosté vestido.

Hasta tal punto me había concentrado yo en el drama del Veda, tanto o tan intensamente mi espíritu se ponía en el lugar del extraterrestre, que terminé por descubrir algo que los demás no vieron sino hasta el final. Tan incompleta es la preparación de un científico convencional, que todos, hasta Giacca, que solamente pensó en eso después de la conversación que acabo de referir, habían pasado por alto algo que hasta un niño hubiera advertido. Para liberarme de las ataduras de la razón, yo había necesitado del alcohol. Sólo entonces pude pensar como un hombre de ciencia cabal, esto es, sin prejuicios de ninguna clase.

Al día siguiente nos despertaron a las seis y media. El desayuno fue de un silencio maligno. El delegado estaba también allí; por primera vez desde que llegara a la Universidad, desayunaba con nosotros. Supongo que habrá querido honrarnos con su presencia. Hay gente tan mala que solamente puede ser amable a la hora de levantarse de dormir. Tomó exclusivamente café negro y de inmediato se puso a fumar, asfixiándonos a todos. "Apague el cigarrillo", le dije, y me obedeció. Fueron las únicas palabras que se oyeron durante el desayuno. Al rato, cuando la mandíbula de Kruse se cansó o su estómago se satisfizo, Lisarraguirre comenzó a dar las primeras órdenes. Despachó a los encargados del banco de datos y a otras personas a otros lugares. Luego, calladamente, nos fuimos al laboratorio. Yo, que aguantaba todo esto apoyándome tan sólo en la pura esperanza, empecé a preguntarme si mis intuiciones de la noche anterior no estarían erradas. Para peor, Ernesto todavía no había aparecido. Creo que Lisarraguirre lo mandó a buscar.

En la sala del tanque no se habló mucho tampoco. Por fin apareció Ernesto, que se había quedado un rato más en la cama. Al verme, sonrió amistosamente. Me acerqué a pedirle disculpas por mi descortesía de la noche, pero me hizo callar y dijo: ''Estoy casi sin dormir, viejo, pero tenías razón".

"¿Razón?", pregunté, y mi corazón se aceleró, confundiendo ilusión con sangre. "Sí, Carlitos, tenías razón, no hay de qué preocuparse. Me quedé pensando anoche. Quería descubrir lo que te guardabas –dijo, y agregó–: Formulé todo en cuanto lo tuve claro. Ya vas a ver", y se puso a buscar afanosamente un papel en su delantal. "Esperá –dijo– lo tengo por acá". Le hice señas de que se acercaba Lisarraguirre y, antes de que éste pudiera interrumpirnos, alcanzó a decirme: "Prestá atención a los 266 bajo cero". "Buen día, Giacca", dijo nuestro director. Sin poder creerlo, vi que Ernesto sonreía y contestaba con un cordial "buenos días, señor director". Lisarraguirre se lo tomó a bien, pese a lo cínico que suele ser mi colega, y preguntó a su vez: "¿Todo bien? No lo vimos en el desayuno..." "Es que probablemente no estuve allí", respondió Giacca sin dejar de sonreír, y no necesitó contestar que todo le iba bien, pues se le transparentaba en la actitud y en el rostro.

Lisarraguirre hizo una mueca dolorosa e instó a trabajar, cosa ya habitual en él. Yo por mi parte, no pude compartir la seguridad que a Ernesto le daban sus fórmulas y sus números. De veras había perdido fe en mi ciencia.

Lo que sigue podría hacerse insoportablemente aburrido, así que voy a resumir muchas cosas. Ocupamos nuestros puestos. A mí me encargaron el zoom, como estaba previsto, porque, según, Lisarraguirre, tengo mucho "arte" para las fotos, y a Ernesto, le dieron el control del flujo de datos. A una orden del delegado, comenzamos a bajar lentamente la temperatura del tanque. Yo decidí que no dejaría de mirar lo que sucedía allí dentro, que trataría de ser valiente. Un reloj indicaba la hora y la temperatura en la jaula. Al empezar vi un ocho y, al lado, un doscientos cuarenta. Otro de los técnicos, uno tan nazi que aunque es trigueño le decimos el Rubio, estaba a cargo de reducir la temperatura, y listaba con su voz monocorde, uno a uno, los grados que iban pasando. La esperanza era para mí como una pirámide o una ciudad: más me acercaba a ella, más grande y real me parecía. Sin embargo, había signos inquietantes en su perspectiva, puesto que cuando yo oía la voz del Rubio informar que se había esfumado un grado más, dejaba de sentir toda esperanza, como una ciudad o una pirámide que desaparecieran del horizonte en el momento en percibimos el movimiento mismo con que nos acercábamos a ellas.

El Veda siguió danzando normalmente los primeros diez grados. A doscientos ya se lo notaba más lento, un Andante –pensé– trágico. Y a doscientos cincuenta y tres se estabilizó en el centro del tanque. No volvería a nadar ni a flotar nunca más.

Pero no parecía molesto. Y por un momento supuse que ya no se sentía desorientado. En medio del desastre, esto me alegró, ¡qué iluso!

Brillaba apenas y su ojito era un pulsar lejano, una estrella moribunda. Vibraba y vibraba, pero cada vez más pausadamente, durmiéndose. El Rubio, por su parte, parecía sentir verdadero placer en girar hacia la izquierda, morosamente, la perilla de la temperatura. "Doscientos cincuenta y nueve", dijo.

A 260 bajo cero el Veda dejó de vibrar y de brillar. Yo lo vi muerto, se los juro, aunque sabía perfectamente que estaba vivo y que lo peor todavía no llegaba. Saqué los ojos del zoom; no veía ciudades ni pirámides. Dirigí la vista a Giacca, él me sonrió, afirmó con la cabeza y cerró un círculo con el pulgar y el índice de su mano libre. Yo no entendí su júbilo. Algo debía estar yéndonos bien, pero la emoción no me permitía descubrirlo. Lisarraguirre vio el gesto de Giacca y arrugó el ceño. El delegado no nos prestó atención, así que nuestro director, con insuficientes neuronas para ensayar la sospecha, se olvidó enseguida de nosotros.

"Doscientos sesenta y dos", dijo el Rubio. Oí murmullos. ¿Qué me había dicho Giacca? ¿Doscientos sesenta y seis? El delegado deseaba seguramente ponerse a fumar. Advertí que el Veda se me había ido de cuadro. Lo busqué a simple vista. Bajaba, se hundía. Regulé el zoom y lo enfoqué otra vez.

"Doscientos sesenta y tres", dijo el Rubio. El delegado seguía la operación con la concentración de un psicótico. Inútil para manejar cualquier instrumento, debía resignarse a estar de pie junto al tanque, comiéndose las uñas y con los ojos fijos en el extraterrestre. Lisarraguirre, que solamente sabe (y aún sobre esto existen dudas) dar órdenes, tampoco hacía nada, excepto observar. "Doscientos sesenta y cuatro", pronunció el Rubio.

El Veda siguió hundiéndose y yo con él. Pensé en millones de cosas. Me sentí vencido. Imaginé excusas, porque lo indiscutible era ya que yo estaba siendo cómplice de un crimen. Si el milagro que Giacca y yo esperábamos se producía, ni él ni yo ganaríamos en inocencia. Oí al Rubio decir "doscientos sesenta y cinco". Giacca se paró y vino hasta mi puesto con un papel en la mano. Me lo mostró: "Atención ahora", decía, lo hizo un bollito y se lo metió en un bolsillo del pantalón. Había querido evitar los micrófonos. Se puso en cuclillas junto a mí y los dos clavamos la vista en el Veda. En cuanto el Rubio dijo "doscientos sesenta y seis", Ernesto gritó: " ¡Un momento! ¡Acá hay algo raro!" El delegado saltó como quemado por aceite. "¡Alto, no baje más la temperatura, usted!", exigió, y clavó los ojos en el tanque "¿Qué es lo que pasa, Giacca? ¡Yo no veo nada!". Ernesto estaba actuando, por supuesto, pero nadie se dio cuenta y la confusión empezó a contagiarse. Yo no quité ni un momento los ojos del zoom, y fue así que vi cómo el Veda se desvaneció en el aire, un segundo antes de tocar el fondo del estanque. Eso mismo: se esfumó, se hizo polvo, tal como la OEB temía que ocurriese. Giacca me apretó el brazo. "Muchísimos hijos", murmuró, fascinado por la nube de finas partículas que se esparcían lentamente por todo el tanque, llevadas y traídas por la electricidad. Un instante después, todos observaban el espectáculo en las dos pantallas panorámicas.

La cara del delegado era otro fenómeno deslumbrante, aunque de una muy distinta naturaleza, claro. Sus mil cuatrocientos millones, su puesto jerárquico en la OEB, su foja de servicios, su futuro, y hasta yo diría su pasado, acababan de desaparecer frente a sus propios ojos. En vez de rostro tenía más bien un cráter de impacto.

Lisarraguirre no estaba en mejores condiciones. En rigor, nuestro director y el delegado habían dejado de existir simultáneamente.

"Pero... ¡Haga algo!", exclamó por fin el delegado. Le hablaba a Lisarraguirre, quien, pese a que parecía haberse tragado una tumba, tenía la cara atónita de un resucitado. "No entiendo", susurraba. Giacca se paró, tomó parte en el conflicto y dijo: "Vamos a seguir bajando la temperatura. Un grado por cada diez minutos". "¿Qué dice? –ladró el delegado– ¿Qué hace? ¿Qué pasa?", "Obedezca", le dijo Lisarraguirre al Rubio, pero el Rubio no sabía muy bien a quién debía obedecer, un aprieto común entre los obsecuentes. La nube de polvo del Veda seguía dispersándose.

"Quiero una explicación, ¡ya!", retumbó el delegado, pero se le quebró la voz y fue más bien como si hubiera dicho "¡Socorro!" "Señor delegado –dijo Giacca–, no se ofusque. Calma". No recuerdo las palabras exactas, pues me costaba apartar mi atención del estanque, pero el resto del discurso de Ernesto fue más o menos así: "Al bajar la temperatura no hemos hecho otra cosa que reproducir el otoño del cometa". "¿Y?", preguntó el delegado, al borde del llanto. "El Veda acaba de dar a luz", explicó Ernesto. "Pero, ¡si desapareció!", lloriqueó el delegado. "El Veda –continuó Ernesto sin prestarle atención– no estaba sintetizando un cristal, como creímos al principio; en verdad, todo él era una inmensa memoria genética. Ahora, el Veda ha hecho miles de millones de copias de sí mismo. ¿Comprende?"

"No! No puede ser!", gritó el delegado, Giacca, como un juez que condena, siguió, impasible: "Sí. Se hizo polvo. Cada granito de ese polvo, para decirlo fácilmente, contiene un biochip en el que está grabada la clave genética de un nuevo individuo de la especie". "¿Huevos?", preguntó Lisarraguirre como si fuera un colegial. "Es una buena analogía –respondió Giacca– pero, en tanto que analogía, inaceptable de parte de un científico". Lisarraguirre acusó el golpe y ya no habló más. Volvió a mis oídos la voz del delegado: "¿Qué quiere decir? ¿Hemos perdido al espécimen o no?" "Depende", contestó Ernesto, con lo que puso histérico al enviado de la OEB.

"¡Hable!", gritó el delegado y este alarido estremeció, incluso, al Rubio. La insolencia del sujeto me sacó de quicio. Intervine, apartándome del zoom: "No grite, cretino", le dije. La ira le empañaba los lentes. Yo seguí: "Usted, yo, el director, todos nosotros hemos perdido al espécimen". "Explíquese", susurró. "Ese polvito que hay ahora en el tanque –dije– son semillas, sí, semillas del extraterrestre. Según nuestro cálculos, hay toda una nueva generación de Vedas, con perdón del señor director, dentro de esa jaula ahora.". "Ahora bien –agregó Giacca–, ¿qué hace falta, se preguntará usted, para que esas semillas (vamos a decirlo así) germinen?" "Sí, sí –rogó el delegado–. Dígame, ¿qué hace falta?" Tenía una estupefacción en el rostro que parecía inducida por drogas. Giacca sonrió, me miró y dijo: "Hacen falta tan sólo dos cositas. Primeramente, trescientos años, ni uno más ni uno menos, trescientos años de frío cósmico, y al cabo de este tiempo, una breve primavera en ultravioleta de helio II". "¿Trescientos años?", preguntó el delegado. "Efectivamente –dije yo–. Y, como podrá usted ya suponer, el proceso no es reversible". "Habrá que esperar", concluyó Giacca.



© Ariel Torres

1986 - 2007

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