El obstinado Alejandro Peralta insiste, pese a todo, en querer seguir viendo el mundo tal como era antes, tal como nunca volverá a ser. Al tiempo que ingresa en su cuarto (desconsoladoramente arreglado de acuerdo con las antiguas leyes de la física) descubre, tieso ante la ventana, a un hombre que se le parece demasiado. La ventana es, por momentos, rectangular. Hay, en la pared enfrentada a la puerta sobre cuyo vano se acaba de apoyar, otra pared con otra puerta. Irresoluto, a pesar de las muchas veces que ha contemplado esta misma escena, avanza hacia el extraño, que, como todo el mundo sabe, es él mismo. El visitante (cualquiera de los dos podría ser el visitante) se marcha por la otra puerta en la otra pared.
El obstinado Alejandro Peralta, empleado pertinaz de una innecesaria escribanía, necesita seguir viendo el mundo tal como era antes, antes de que el Universo comenzara el camino del inevitable regreso entrópico. Por ejemplo, Alejandro Peralta chupa abstraído un mate y percibe, incómodamente, que ninguna infusión asiste a su boca. “Con todo, se dice, el mate se ha vaciado. ¿Dónde está el agua?” El más singular, el más indócil de los escolares sabe que ninguna relación existe entre tomar el mate y sentir que se lo ha bebido. Es cosa de todos los días que quizás mañana, o pasado, o dentro de diez segundos, Alejandro Peralta habrá de percibir que la boca se le llena de agua caliente con sabor a yerba mate e, invariablemente, la tragará.
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Por similares razones prende y apaga las luces de la casa, cosa elementalmente absurda, y, receloso, deja permanentemente la llave de paso del gas cerrada, temiendo que un escape (simplemente, la hornalla que él mismo encendió ayer y jamás exhaló gas, o la que encenderá mañana) habrán de matarlo ahora, como si acaso no supiese (no sabe) que puede haber ya muerto hace tiempo, o quizás no morir nunca. No es el punto.
Donde la escribanía, Peralta tiene en estos días –como diría él– un kiosquito. Rompió a llorar aquella vez que se encontró con un edificio de pisos en el lugar de su modesto comercio, aún cuando no fluyeron lágrimas de sus ojos. Habían fluido ayer, varias veces, mientras archivaba antiguos papeles originados en árboles aún no nacidos.
Particularmente molesto le resultó un hecho que aconteció en otra ocasión, mientras atendía su kiosco. Un mismo sujeto (él hubiera jurado que se trataba del mismo, y así era, aunque no era así) asistió sesenta y tres veces a comprar un atado de cigarrillos. Lo más críptico para Peralta, no me cabe duda, fue el que las sesenta y tres veces le vendió el mismo atado, y que la recaudación de aquél día no indicaba que hubiese realizado más que una venta de dicho artículo. Cosa que, sin embargo, había hecho.
En dos oportunidades (una de ellas todavía ignorada por él) intentó suicidarse, en vano.
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Tenía también una tía en Lanús Oeste, de la que carece de toda noticia, si bien sabe que lo visita o más bien que habla con alguien que no alcanza a ver pero supone, vagamente, que se trata de sí mismo.
En el Libro de las Configuraciones Infinitesimales, del célebre rabino y hombre de ciencias [nombre tachado en el original], hay un pasaje que alude a otros casos similares al de Peralta. Dice así:
"Conectar con un vínculo de causa-efecto el ruido del rayo con el rayo en sí (como ha dicho o dirá Hume) es una característica de algunos [de estos pacientes]. El Síndrome de Causalidad les reprime los mecanismos naturales de conmutabilidad y los sume en el gris sueño de la percepción espaciotemporal que nublaba la conciencia de las gentes en el pasado. Tres son sus síntomas característicos: suponen un tiempo uniforme de dirección única (pasado a futuro), un espacio uniforme y una legalidad uniforme en el orden físico. [...] Pobres almas que vagan por el mundo creyendo que son parte de una estructura, de una unidad, de una realidad homogénea que fluye inquebrantable del ayer al mañana y donde la tiza siempre cae del escritorio al piso." (Probablemente, páginas 765 y siguientes, o 65 y siguientes, o 345 y siguientes.)
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–¡Es hora qué dígame! ¡Es hora qué! Señor, Dios de amor por.
Preguntas semejantes son hoy regla en los juegos de los niños en los que algún participante representa el papel de Don Casual y otro el de Don Causal, juegos que terminan siempre en riñas y en risas. Supondré que Peralta se mofa de mí. Le contestaré con otra chanza, como en los juegos:
-El sol está en el cenit, son las doce –dije, sarcásticamente, tratando de desprender los dedos de su mano de mi antebrazo.
–¡No! No son doce las. ¿Cenit qué? ¿Noche de es que ve no? ¡Aquí es de noche, mediodía es esquina la vuelta dando! ¿Qué es esto, señor todo? ¿Locos estamos? –me grita colérico.
Me costará acostumbrarme a su manera de expresarse, toda infestada de lógica entrópica, pero me quedaré por cierta debilidad que tengo, no sólo por la investigación infinitesimal, sino también por los pobres infelices como él. Nos fuimos a tomar un café (o lo que fuésemos a tomar, que, creo, resultó ser aguardiente) al Bar del Ayer, un nombre romántico que será apropiado para las circunstancias. Mientras escuchaba las absurdas e imprecisas declaraciones de mi extraordinario interlocutor, el escenario del Bar del Mañana, hubo de cambiar, sin duda, varias veces. Lo sabré cuando vaya. Si voy, desde luego.
Estuvimos en un concurrido café, bebiendo; luego, en una estación de tren en el invierno de Praga (nunca estuve en Praga, al margen); en medio del océano en una noche de numerosas estrellas fugaces; cayendo por un precipicio agudo, inmutable y silencioso; en una fiesta tradicional italiana donde se obsequiaba a la Fertilidad; en el interior de una mina de manganeso que era abandonada por la inminencia de una explosión; explosión que, al producirse, nos devolvió al café, y luego fuimos a parar a la glorieta del parque de una residencia ciclópea del Antiguo Egipto, donde ya era vieja una imposible Wisteria de la China, lo que nos arrastró a una extensa o brevísima discusión sobre jardinería, fechas y esfinges.
Alejandro Peralta parecía sentirse incómodo, y observaba, tenso, los cambios en el ambiente, incapaz de ver que el ambiente, los cambios y él mismo eran, en todo momento y en todo lugar, los mismos. Bebió dieciséis veces su café, el que, me comentará, sabe a aguardiente. Yo no recuerdo haber bebido nada, aunque tal vez lo hice sin percibir que lo hacía. Es lógico.
Lo verdaderamente memorable ha sido, siempre, la naturaleza irracional de sus frases, preguntas y observaciones y, en consecuencia, el carácter mismo del diálogo que hubimos de mantener durante nuestra estadía en el Bar del Ayer, que quizás duró sólo un par de segundos o un par de años. Le preguntaré:
–Está de broma, ¿verdad?
–¿De broma?
–Sí.
–¿Por qué?
–¿Por qué qué?
–¿Por qué me pregunta si estoy de broma?
–¿Yo le pregunté eso? –estaba, yo, asombrado de veras.
–Sí, hace un instante.
–¿Un qué?
–Hace un instante.
–Oh... -sonreí divertido- No lo recuerdo. Pero se lo preguntaré en otra ocasión, no se preocupe.
–No entiendo –sollozó con la cara entre las manos–, no entiendo nada de lo que pasa desde que las cosas empezaron a cambiar.
Se refería a la Gran Contracción, al Camino de Regreso, al día en que el universo dejó de expandirse y la física alteró todas sus leyes. Bueno, todas o no todas. Vaya novedad. Pobre Peralta.
–¿Que quiere decir con entender? –le pregunté.
–Entender, entender... Viene universo loco acontecimientos. Que el totalmente entender, después, se saber poder ha qué prever vuelto viene los antes –me pareció que Peralta se sentía confundido por su propias palabras –A veces no entiendo ni siquiera lo que yo mismo digo...
–A mí me ha parecido muy claro –mentí.
–¿Perdón?
–Que no ha dicho usted nada.
–Puede ser... –dudó. Se paró y se fue. El que seguía sentado frente a mí preguntó otra vez, tenaz:
–¿La hora sabe?
–Son las seis de la mañana –respondí sin mirar el reloj.
–Entonces debo irme. Atiendo un kiosco, ¿sabe?
–Ya se ha ido, Peralta.
–¿De veras? –se dejó caer nuevamente en la silla, mirando con temor en dirección de la puerta, que había cambiado de posición unas 9460 veces.
–¿No lo ve con sus propios ojos? ¡Se ha ido y está aquí!
–Lo veo, pero, entonces tengo que irme, atiendo un kiosco.
–Ya se ha ido a atender su kiosco, Peralta.
–¡No! –me gritó. –¡No puede ser!
–Vaya y compruébelo usted mismo, Peralta.
Era un diálogo inverosímil, y allí fue el obstinado Alejandro Peralta a ver si estaba atendiendo su kiosquito. Para despejarme la mente habrá de llegar Randapravandananda, un hindú amigo. Me dijo:
–Te veré hoy. ¿Estabas de acuerdo?
–No. De acuerdo.
–He recibido tu carta. Cuando la reciba la leeré.
–Randapravandananda, no te preocupes, luego será otro instante. No te extiendas.¡Adiós!
–¡Hola! –volvió a saludarme, y así.
Al rato hubo de desaparecer. Ver a un amigo siempre es agradable. Al revés que tratar con desequilibrados como Alejandro Peralta, que, como temía, ya no estaba completamente en el bar. A la hora (o a la semana, ¿importa?) regresó con un hombre que era yo, a tomar un cafecito o una ginebra. Me puse a oír lo que se decían. Mi coexistente preguntó:
–¿Cómo se siente en este momento, Peralta?
–Odidnufnoc...
–Ya se le pasará. Dígame, ¿cuántos años tiene hoy?
–¿Años? ¡Sería bueno que usted me lo dijera! Hace ya meses que en el espejo no verme logro... –volvió a parecer desconcertado con lo que decía, pero recuperó el aliento, valerosamente, y añadió:– La última vez que me vi parecía más joven de lo que yo suponía que debía ser. No sé, la verdad es que no sé, no sé nada.
–¿Espejo? –el que era yo no salía de su perplejidad.
–Sí. Imágenes cristal que son que hablar superficies refleja se le espejo, de lisas enfrentan si. Los de. ¿Nunca espejos oyó?
Peralta murió hoy, dos veces a la mañana antes de levantarse, y otra a la tarde, mientras trataba de tomar mate en el zaguán. Murió también ayer, atropellado por varios automóviles que eran un mismo automóvil. Más tarde lo vi entrando al subterráneo. Parecía molesto.
© Ariel Torres 1982-2010
5 comentarios:
Exelente, gracias por darlo a luz !!!
También me gusta escribir, es uno de esos gustos que nunca se terminan de perfeccionar pero que iluminan todo a su paso.
Es un disfrute leer algo bien escrito, bien contado, es un privilegio que me regales eso en cada línea. Gracias
Muy bueno, irrealismo, arrealismo, Borges y Cortázar, otros que no sé, vos sabrás o lo supiste. Te acordarás cuando me vaya para quedarme.
Adiós, qué bueno verte.
Ele.
ele de lauk, podrá ser Alejandra Pizarnik?
" -Esa de negro que sonríe desde la pequeña ventana del tranvía se asemeja a Mme. Lamort –dijo.
-No es posible, pues en Paris no hay tranvías. Además, esa de negro del tranvía en nada se asemeja a Mme. Lamort. Todo lo contrario: es Mme. Lamort quien se asemeja a esa de negro. Resumiendo: no sólo no hay tranvías en París sino que nunca en mi vida he visto a Mme. Lamort, ni siquiera en retrato.
-Usted coincide conmigo –dijo-porque tampoco yo conozco a Mme. Lamort.
-¿Quién es usted? Deberíamos presentarnos.
Mme. Lamort –dijo- ¿Y usted?
-Mme. Lamort.
-Su nombre no deja de recordarme algo –dijo.
-Trate de recordar antes de que llegue el tranvía.
-Pero si acaba de decir que no hay tranvías en París –dijo.
-No los había cuando lo dije pero nunca se sabe que va a pasar.
-Entonces esperémoslo puesto que lo estamos esperando." 1965
Me gustó mucho este relato. Tu estilo es inteligente y profundo. Tiene algo de Borges como por ej "Funes el memorioso" o "El libro de arena" y tambien me hizo pensar en la cinematografica "Benjamin Button" pero con toques mas nuestros.
Te mando un abrazo y espero que ese escritor que llevas adentro siga creciendo, o mejor dicho que vuelva a encontrarse con ese escritor que sos, o fuiste, o serás o estas siendo mientras leemos esto.
Mariano
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