sábado, 13 de febrero de 2010

Raíz 21, en cierre

© Ariel Torres - Publicado originalmente en la revista Axxon 31 en 1992. 
Remixado y corregido entre enero de 2009 y enero de 2010

I
Grillo me decía pensá en profunda, hermano, por favor pensá en profunda. Pero la verdad es que yo sentía cada una de mis neuronas como fosforitos mojados. Ni podía pensar en profunda ni podía pensar en superficial. Vi que la mano del turgo Beanías dejaba otro informe sobre la mesa de fresno mohoso. Otro más. Pensá en profunda, hermano, me decía Grillo, y yo nada: imposible. Y los demás, por un rato, por poco, se callaban. No tanto por el miedo, como en el caso de Andreíta La Del Rincón, o como en el de Carmelo El Histórico, sino porque a la larga se persuadían de que yo necesitaba silencio para pasar a profunda. Sabían también que eso era lo que todos necesitábamos, creo. De La Marca nos pedían a gritos nuestro informe. El informe en profunda, naturalmente; nos lo seguían pidiendo. Había tiempo hasta las siete y cincuenta. O sea que peor. Es peor conocer el límite de tiempo cuando uno se está esforzando para pasar a profunda. Es algo que no se debe forzar. Además, hay que recordar lo que se pensó en profunda para luego traducirlo y hacer el informe para La Marca. Es jodido que a uno lo estén corriendo para todo esto. Pero es inevitable.
Por lo menos, la cueva era húmeda, y muchos de nosotros, obligados a vivir en ella durante meses, nos regocijábamos por eso. Sabíamos que otros no habían tenido la misma suerte, que se habían  visto compelidos por las circunstancias a esconderse en sótanos resecos o en catacumbas polvorientas. A muchos les faltaba el aire por más que lo sorbieran de a traguitos. Cuando hablábamos de la buena humedad de nuestra cueva, tratábamos de no pensar en los que no hablan tenido tanta suerte. Todos nos sentíamos mejor cerca del agua que en un pozo gris como las baldosas de La Marca. Carmelo decía que eran nada más que sensaciones subjetivas, impresiones, y que el aire no venía con el agua. Tal vez, pero nosotros en general preferimos las sensaciones subjetivas. Cada tres o cuatro minutos recibíamos más peticiones de La Marca, papeles con textos, nuevos informes que se suponía que yo (el único entre todos) debía quebrar y reciclar y mandar de vuelta en forma de informe (¡qué contradicción!) a las siete y cincuenta. Cada quince segundos se escuchaba el bip del sistema de sincronización Raíces-Marca. Yo le había pedido a Grillo que cortara la comunicación por un rato, como para poder concentrarme, ya que el ruido del impresor y los nuevos textos acumulándose como muertos sobre la mesa me distraían, impidiéndome estirar las líneas y recobrarlas cargadas de los peces del pensamiento oculto de la profunda. Y era eso lo que él, Grillo, y La Marca y todos me estaban pidiendo, pero él, Grillo, me dijo que no, de ninguna manera, mirá si justo nos mandan la clave de cierre cuando estamos incomunicados. Tenía razón, y además cortar la comunicación es cosa prohibida. Grillo era un tipo práctico. Mucho más práctico que yo y que la mayoría de los morenos que nos habíamos amontonado allí. No debería decir morenos; debería decir opacos.
El turgo Beanías abandonó otro papel sobre la mesa. Manoteado al impresor, rasgado en la base, con letras en azul chillón y con olor a paja quemada, el informe, todavía tibio, decía:
"CC ES POR CARMEN QUE ARRANCA BRIZNAS. UU DE USTED REPITE NÚMEROS. INHIBA LA DESESPERACIÓN, PERO HACEN FALTA MUCHAS DESESPERACIONES PARA ABARCAR EL HORIZONTE DE NUESTRA DESESPERANZA AQUÍ, EN BALBUENA, CURA, OSTRAJOZ, VALDER. ESTAMOS ESPERANDO EL INFORME DE RAÍZ 21 A LAS SIETE CINCUENTA. PIENSE EN PROFUNDA. AQUÍ Y EN DONDE USTEDES SE TERMINO LA RECCION DE [O EN] EL TIEMPO-AGUA. NUEVA YORK, QUITO Y CÁRCEL, EN CIERRE.
PROFUNDA, POR FAVOR. NINGÚN RETRASO EN EL INFORME, POR FAVOR, PIENSE EN  CARMEN DE BRIZNAS. SOMALÍ Y ARRUBIA, SITIADAS, PERO TAMBIÉN EN  CIERRE. ATENCIÓN CON OSTRAJOZ. RENUEVE UN CUARTO DE POBLACIÓN NEURONAL EN PROFUNDA: SOLAMENTE REQUIERA SUPERFICIAL PARA ASPECTOS CERCANOS Y/O RELACIONADOS Y/O ASPECTOS CON RELIEVES DIVIDIDOS. AHORA GRITE MAS BAJO: TRAICIÓN EN DONDE USTEDES, NO PIERDA DE VISTA LA TRAICIÓN EN RAÍZ 21 Y SEPA EN PROFUNDA QUE UN NIÑO CCUU[UURR] MARCA:RESERVADO."

Sentí lágrimas. Conté iniciales  de palabras repetidas, codifiqué los verbos, recorrí los árboles de proyección semántica de cada cláusula, pero no, nada: seguía pensando en superficial. Qué imbécil. Hasta un descifrador novato se hubiera reído de mí. Y cada vez que el segundero del reloj que colgaba en la pared, junto al impresor, pasaba por las y media, Grillo me decía pensá en profunda, hermano, pensá en profunda. Profunda, ¿qué podía saber él de eso? Él era un antepasado que nos ayudaba y que moriría por nuestra causa, por así decir, pero ignoraba todo o casi todo lo referente a nuestros recursos mentales. Observé a Andreíta La Del Rincón, un pimpollo moreno, opaco, suave, bronce y pétalos. Me asusté. ¿A las siete cincuenta? Imposible. Miré de nuevo el reloj. Reloj. Hubo un eco en esa palabra. Lo seguí, desesperadamente, lo perseguí. Pero se escabulló. Es algo que ocurre frecuentemente al tratar de atrapar un pez. Nada. Las siete y dieciséis. Traición en Raíz 21. Al fin y al cabo, ¿qué podía encontrar en un informe de La Marca? Tantos informes, encima, encima de la mesa de fresno. Nunca podría releerlos todos y pensar, pensar en profunda. Andreíta sostenía un embarazo terrible. Un pimpollo moreno con una astilla de vidrio dentro. Ay, pimpollito moreno; ay, la flor con semillitas de cristal... Si el traidor conseguía que el informe no llegase a La Marca a las siete y cincuenta, Raíz 21 estaba muerta, y lo mismo podía decirse de las raíces relacionadas. Y quizás La Marca caería entonces en manos de García Moscón, Arenado hijo de mil putas. (¿A-Ahí-hí?) El Arenado nos mataba de a miles. Las cuevas nos ayudaban. Pero, claro, dependíamos muchísimo más de la profunda. Eso sí: el mal que le habían infligido tres niños de nuestra rama cierta tarde del año pasado, sentaditos en la Plaza del Real, uniendo sus mentes como puntas calientes y enterrándolas en los mismísimos cimientos del Palacio Quirial, hundiéndolo, soterrándolo y despedazándolo, aplastando a muchos de esos cerdos rancios, manteca sobre mierda, eso el Arenado no habrá de olvidarlo jamás. Tres niñitos. Retiroteados, después. ¿Cuál sería el traidor ahora? En cuanto a la clave, Grillo decía que él iba a reconocerla apenas la enviaran, que él tenía mucho instinto para las claves. Excelente, siempre y cuando el traidor no fuese él. Lo voy a decir: su mente parecía un cementerio, toda llena de números, una especie de genio, hay que reconocerlo. ¿Qué había dicho el informe acerca de números? Me costaba advertir si Grillo mentía o no. Y aún si lo descubriese mintiendo en algo, eso no sería una imputación en su contra, porque los traidores, pese a lo que muchos creen, no mienten a veces, mienten todo el tiempo. Nunca pude descubrir a un traidor con solo meterme en su cabeza para oír el ruido de la electricidad, para ver las huellas de cada mol por el basural del metabolismo nervioso: morugas. Estaba, pues, obligado a confiar en Grillo, y esto de algún modo me agradaba. Si acaso él fuese el traidor, jamás lo descubriría sin pasar a profunda. Las siete y diecisiete. Si lo era, de bien poco me serviría descubrirlo en el pasaje a profunda; en ese estado uno es, en general, carne lista para un tiro rápido y seguro, un tiro recto, como suelen ser los tiros de revólver. Los tiros de fusil son como cuchilladas, seguros también, pero endemoniadamente oblicuos. Una vez me pusieron uno en la cintura. Cuando me recuperé tenía un riñón menos y me había convertido en Vector de Raíz.
De las veinte personas que estábamos en la cueva, solamente me sentía seguro de Andreíta. Su niño, pronto a nacer, era sin embargo un conflicto. Escuché un nuevo tric-tric-tric del impresor y enseguida apareció el turgo Beanías, quien tampoco podía ser el traidor, por lo que ya se sabe, y vi que traía, además del papel, los ojos encendidos, cosa rara, miré la hora, los informes llegaban con una frecuencia mayor, debíamos ser los últimos en cerrar, sin cerrar, el turgo dijo un momento tengo que hablarte, un segundo, sin que nos oigan, Grillo no se inmutó, se levantó en cambio y caminó hasta Andreíta La Del Rincón, que estaba apretándose el vientre con ambas manos, lo seguí con la mirada, y todo me pareció un bailoteo de ojos encendidos y visiones y las imágenes de la profunda escurriéndose de mi mente, de mi red de trama demasiado ancha. El turgo se agachó para hablarme y antes de decir nada miró hacia atrás. Se volvió, apretó el informe sobre la mesa y lo alisó con las manos llenas de uñas, levantó todos sus ojos, levantó los ojos suyos, los ojos len-lentamente-ta pero seguros y firmes. De nuevojos sus ojos. Me miraba, me estaba mirando. Grillo ya estaba tensándose, lo noté perfectamente en la posición de sus hombros, y la cara Andreíta se deformó, se derramó hacia un costado. El turgo Beanías dijo: acá está, hermano, acá está. Tragó salida, tragó saliva, suspiró como suspiran los volcanes en los días de lluvia, y repitió: a-cá-cá es-está-tá. Levantó sus manos del papel y me lo acercó hasta abajo de la nariz. Me di cuenta de que yo tenía globos oculares en las fosas nasales y que el tiempo se estaba concentrando en una estrecha franja. En la franja ocurrían cosas. La franja era como el horizonte de un paisaje quieto. En la franja ocurrían todas las cosas que deben ocurrir en el universo, y yo estaba pasando por fin a profunda, que es igual que quedarse dormido, uno no se da cuenta del momento exacto en que una cosa u otra ocurren. Grillo había empezado a pronunciar el primer milímetro de un alarido. Muy lento, muy muy lento. Tenía que leer el papel. En la franja, el turgo Beanías notó algo extraño a sus espaldas. Comenzó a darse vuelta. Todos eran comienzos. Andreíta se me había escapado de la visual. Lo lamenté. Recordé una melodía y la melodía se convirtió en una alegre ronda de animalitos translúcidos danzando en torno a mí. Ya estaba en profunda. Las siete y veinte. Hubo un destello. Nada extraño estaba pasando. Andreíta había dado a luz.


II
Entre las tres y las cuatro de la mañana, el Arenado volvió a su despacho; podía sentir el crujido y el consiguiente derrame de las cucarachas que el metal de la suela de sus monstruosos borceguíes aplastaba. La luz, completamente apagada. No necesitaba luz. Infrarrojo y malparido, pero, sobre todo, infrarrojo; y ya sé que esto significa una toma de posición.
Después de vagar un rato por la inmensa habitación que él llamaba "su gabinete" y que nadie conocía en detalle, el Arenado se estabilizó sobre su sillón. Decían que hecho de cuero, sí, pero cuero de chingo; cuero de hombre.
Ni él ni ninguno de sus oficiales se atrevía a dormir en días así, y ya no percibían esta restricción como humillante. Sin embargo, quién hubiera dicho diez o quince años atrás que los muy degenerados iban a desarrollar semejante poder de combate. Malditos, malditos hijos de la chingada.
Algunos, en especial los más veteranos, aseguraban que el nombre de los enemigos del Quirial tenía alguna relación con su pequeño tamaño y con su enorme número. Como fuere -y esto el Arenado y cualquiera de sus hombres lo sabían bien-, chingo significaba algo horrendo y marginal; a ambos significados venía a sumarse ahora una cosa todavía peor: los chingos eran además peligrosos.
Él, él mismo había visto lo que eran capaces de hacer. Sólo con sus mentes. Y  no sólo con sus mentes. Recordaba el día que, durante una razzia, siendo por entonces todavía Verdel, se había topado frente a frente con un chingo y, mal de males, había tenido que luchar solitariamente, cosa que cualquier hombre detesta (aunque más no sea porque es igual de triste triunfar a solas que morir a solas), ese día perdido en el guardarropa de las décadas, él, el Arenado, o mejor dicho, el Verdel, había sufrido en carne propia las inclemencias del cuerpo de un chingo, el doloroso cuerpo de alambre, flexible y a la vez indoblegable, como si en lugar de huesos hubiese músculos y en lugar de músculos, huesos. Claro que había logrado matar a su contrincante, de otro modo nunca habría llegado a Arenado. Pero ese lejano triunfo se lo debía nada más que a un golpe de suerte y a que entonces el Arenado, o sea el Verdel, contaba treinta y nueve años, y el chinguito, apenas ocho.
Ahora todos sabían, mal o bien, qué los hacía tan soberbios luchadores, tan resistentes a las torturas más diablas, tan unidos. El, el Arenado, también lo sabía; pero una cosa es saber y otra creer. “Hay que asesinar aquello en lo que no se desea creer”, murmuró, repitiendo un mandamiento que sus hombres y la población sana y decente conocían de memoria.
La luz del medio espejo lunar remontaba por paredes y cables. El Arenado se preguntó qué era lo que los chingos andaban buscando. No parecía que quisieran tomar el poder. El poder no los atraía; más bien todo lo contrario. Pero, por otra parte, los chingos, con ser unidos, no eran perfectos. Son seres humanos, se repitió el Arenado, son animales, susurró. Era raro que susurrara. Pero, ¿qué era lo que buscaban? No, no eran perfectos ni mucho menos: no obstante, los traidores eran prácticamente la única arma de que disponía el Quirial para penetrar en filas de los chingos; y se suponía que tales filas no existían en verdad. Si no fuera porque de cada cien traidores enviados solamente volvían cinco, el ardid hubiera podido considerarse decisivo. Sobre la suerte corrida por los traidores “desaparecidos en servicio”, el Quirial informaba invariablemente que habían sido descubiertos, torturados y muertos por los chingos criminales, Q.E.P.D. La verdad era otra, si se puede decir: la gran mayoría de los traidores que nunca volvía al Quirial había desertado, uniéndose a la chingada casi de inmediato. Uno solo volvió a comunicarse con el Quirial para dar parte de su decisión de traicionar a su propia especie y sólo él había explicado sus motivos. “Esa gente es feliz”, explicó.
Sin que el Arenado se diese cuenta (de todos modos no le habría prestado atención) , la luna se enfrentaba ahora con el almanaque de grandes números de cromo puro que adornaba su escritorio. Los días lo angustiaban. Pensaba en cuántos años llevaba ya la guerra podrida. ¿Qué era, en resumidas cuentas, lo que querían los chingos? ¿Querían morirse o querían matar? Subliminalmente , porque repito que no prestó atención a la luna iluminando el cromo de los números duros de los días del almanaque del escritorio, el almanaque lo angustió un poco más.
Cierto era que los chingos no habían empezado esa guerra, ni la habían declarado, ni parecían tener interés en continuarla. De hecho, los chingos no parecían vivir en guerra, eso era lo raro. Ellos vivían. Si la vida traía la guerra, ambas se confundían. Todos, incluido el Arenado, sabían que si el Quirial dejaba de hostigar a la chingada, la guerra se esfumaría. Pero no, la guerra era una causa justa, y un asunto mundial, algo que no dependía solamente del Quirial. Mientras tanto, la vida fluía fácilmente para los chingos, qué degeneración, y era obvio que no servía de nada matarlos de a cientos de miles cada año. El Arenado notó que se metía en camisa de once varas. Si seguía pensando de esa suerte, pronto llegaría a la conclusión de que la guerra un capricho cuya única función era la de calmar una brutal hambre carnicera apenas explicable, las meras ganas de limpiar el mundo de gente extraña. “Esa gente feliz”.
Advirtió, en cambio, que la luna iluminaba también la Plaza del Real y, más allá, la ciudad. Color ceniza. Llenó la pipa con maconia y trató de calmarse. Nadie le pedía explicaciones sobre la guerra; ¿por qué habría de exigírselas él mismo?

III
A las siete y cuarenta y tres, el vector de Raíz 21 salió a superficial otra vez. El aspecto de la cueva había cambiado mucho. Pero, como siempre que despertaba del viaje a profunda, las imágenes de la superficie le llegaron borrosas y fragmentadas. No obstante, notó que varias cosas no ocupaban su lugar original. Notó desorden, una impronta propia de la violencia, y palpó en el aire ecos de estrépito y de gritos. El silencio en la cueva ahora, sin embargo, no podía ser más grande. Mantuvo los ojos abiertos y fijos en el reloj. Veía claramente el círculo blanco de cerámica invulnerable con números de vanadio y la posición de las agujas de carbono trenzado, pero no podía descifrar la hora. Repitió los números una y otra vez. De la profunda no le quedaba nada. Y no podía captar claramente el mundo en superficial. Esto era lógico y ya estaba acostumbrado. Poco a poco la superficie se fue calmando. Salir de profunda era como sacar la cabeza del agua: por suave que fuera el movimiento, la superficie siempre se conmovía, y esta conmoción solía llegar muy lejos. Sintió el pulso de las muchas raíces relacionadas, y debería esperar todavía algunos preciosos minutos hasta que el agua del tiempo se aquietara. Es decir, hasta que su mente, poderosamente perturbada y perturbadora durante el pasaje a profunda, dejara de influir sobre la realidad superficial.
Contra la pared del fondo, la pared que tenía enfrente, debajo del reloj incomprensible, había una enorme mancha de sangre. Abajo, unida a la mancha por lazos rojos, había una persona partida. El vector leyó los rastros de la expresión que la catástrofe había dejado en el rostro del cadáver. Supo que algo lo había arrojado contra la pared, destrozándolo como a una bolsa llena de líquidos y huesos. A la cara le faltaban pedazos. Mejor no pensar en eso. La mancha de sangre estaba a casi cuatro metros del piso. El pelo del muerto era rubio. Quizás el monstruo había querido acabar de una vez con Grillo y con el reloj. Por eso ponían los relojes bien altos.
El vector no se conmovió. Ya sabía. O algo así. Porque, ¿qué es saber?
No, Grillo no era el único muerto. A medida que la luz se hizo en el lugar, o en la conturbada mente que observaba el lugar, el vector vio otros cuerpos en estados patéticos. Andreíta La Del Rincón tenía un desgarro horrendo y yacía sobre los restos de su parto aberrante. Todos han muerto, se dijo el vector. Carmelo, Mertaxi, el turgo Beanías, que había permanecido junto al impresor hasta último momento, hasta que la cosa le saltó al cuello y lo degolló con las fauces de perro en la cara de niño dormido. Por fin, consiguió leer la hora: las siete y cuarenta y siete. Se dijo: tengo, tenemos tiempo. El hijo de Andreíta yacía en el centro de la cueva, como si fuera el más importante de la sangrienta ronda. El vector tuvo entonces el primer relámpago de profunda, de la franja estrecha en la que había conseguido detener al monstruo y darle muerte, tarde para los demás, pero no tarde para La Marca y las raíces relacionadas, ya que él, el vector, permanecía vivo, y en consecuencia podría enviar a tiempo el informe.
Volvió a pasear la vista por el sombrío y segado paisaje de la cueva. Desde profunda, desde el recuerdo de la noche sin tiempo, memoria del agua, le llegaron más imágenes, que se superpusieron a la visión de superficie que ahora observaba con pena. El hijo de Andreíta, en el recuerdo de profunda, saltando y  envolviendo a sus víctimas con los muchos brazos enrojecidos ya de sangre, abriendo sus fauces perrunas en el cráneo aniñado, dando alaridos metálicos, muriendo al fin, contra lo que podía esperarse, porque el vector chingo en su hipnótico viaje a profunda era cien veces más fuerte y más rápido que un hombre o que eso que saltaba como un espantajo inmundo en el centro de la húmeda querida cueva. Ese monstruo que todavía se sacudía débilmente en el centro de la cueva, ese nuevo truco, ese moderno truco del reventado de García Moscón, que violaba a las prisioneras y las enviaba de nuevo a la chingada como si no hubiera pasado nada, pero preñadas de monstruos. Y Grillo había sido en realidad parte de la traición. Inyectaba yodo radioactivo a Andreíta. Esto contribuía al desarrollo de la bestia. Muchas veces estos engendros no recibían ningún yodo, y entonces las mujeres, cuando no abortaban, parían espantosos fetos parecidos a murciélagos de muchas patitas y boca desdentada que emitía silbidos casi inaudibles. García Moscón había sido alguna vez uno de esos fetos no-yodados y había llegado (increíblemente) a la adultez. O al menos eso se decía. O había varios Arenados. Porque muchos de los que se veían en las procesiones al Quirial parecían hombres comunes y corrientes.
El vector de Raíz 21 se levantó con esfuerzo de su silla. Caminando sobre sangre, llegó hasta el impresor. Abrió una puertita en el panel posterior del aparato. De allí extrajo una llave pequeña de metal brillante. Fue de vuelta hasta la mesa de fresno mohoso; al pasar junto a Andreíta vio que, además de la herida provocada por el nacimiento del monstruo, tenía un pequeño orificio en la frente. Grillo la había matado justo antes de que diera a luz, sabiendo que nunca daría a luz. Quién sabe la forma que el amor puede llegar a adoptar en una mente numérica, en el alma del traidor o en una cueva húmeda. El caso es que el tiro que estos infames asesinos reservaban para el vector, Grillo lo había usado para ahorrar a Andreíta la tortura de torturas. Con la llave, el vector de la raíz abrió un cajón de la mesa. Del cajón de la mesa de fresno extrajo el proyector. Lo encendió y pulsó las primeras teclas justo a las siete y cincuenta. En la pantalla de mercurio eléctrico aparecieron las palabras del perpetuo encabezado canónico:
“RR DE RAÍZ 21 EN CC CIERRE. ACUÑA, VECTOR, DOS PUNTOS..."

1 comentarios:

Ariel Torres dijo...

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