miércoles, 21 de julio de 2010

La Brecha (2009-2010)

Esta es la precuela de Damocles. Ocurre unos 20 años antes y narra los hechos del evento denominado "La Brecha". Es el primer cuento inédito que subo al sitio y el primero que publico bajo licencia Creative Commons (con atribución, para usos sin fines comerciales, trabajos derivados ni modificaciones). El texto completo de los permisos, aquí: BY-NC-ND 3.0 




El hombre entró en el hospital berreando y sacudiéndose como un pez en la red. Babeaba y carecía de todo control sobre sus miembros. Según los relatos de dos testigos, había vagado como un borracho con su niveladora gravitatoria y tras derribar varios árboles terminó encallando entre los pesados pilones de la autopista. De allí lo rescataron los paramédicos. Ya estaba gritando entonces, aunque no pudieron determinar si estaba herido. No habló y no entendía lo que se le preguntaba. Estaban a punto de sedarlo cuando el Doctor Orlan, el joven psicólogo que hacía menos de un mes había ingresado al Hospital del Consejo, entró en escena. 
-¡Espere, no lo duerma todavía!
-Si sigue sufriendo así va a tener un infarto, Orlan -replicó Sagh, el clínico.
-¿Usted sedaría a un recién nacido, Sagh? -preguntó el psicólogo.
Las dos enfermeras lo miraron raro. Orlan sacó un instrumento del bolsillo y lo apoyó en la frente del paciente, que seguía gritando y sacudiéndose. Después lo pasó por el parietal izquierdo. Wernicke y Broca.
-Mire -le dijo al clínico-. El cerebro de este sujeto tiene veinte minutos de nacido.
Sagh se quedó mirando la pantallita. Era el tiempo que había transcurrido desde el accidente. Exactamente veinte minutos. Orlan especuló:
-Lo que haya pasado puso su sistema nervioso en cero. Sédelo ahora y prepárese para decirle a la esposa que tendrá que tomarlo en adopción; ya no tiene un marido, tiene un recién nacido de alrededor de 40 años. Nuestro principal problema ahora es el equipo que estaba usando.
- ¿La nigrav? -preguntó Sagh mientras presionaba unos botones en la camilla. Un segundo después, el paciente se quedó profundamente dormido. -¡Qué puede hacer una niveladora!
-Bueno, no es una cafetera eléctrica, Sagh. Algo borró el cerebro de este sujeto, y lo único que tenía capacidad de producir alguna clase de radiación era su nigrav.  
Orlan había pasado la voz a las autoridades por medio de la virtualita. Sagh, que debería haberlo hecho primero, se sintió confundido, incómodo y amenazado. 
Los tropistas y un capitán de lo más serio llegaron cinco minutos después en dos transportes, recogieron a Orlan y partieron hacia el lugar del accidente. El clínico decidió quedarse con el paciente. La historia lo ignorará.
Desde el aire, el sendero de destrucción de la niveladora era obvio. La huella marrón, de unos veinte centímetros de profundidad comenzaba en medio del enorme parque que estaban remodelando y terminaba contra la autopista de circunvalación. Los dos transportes empezaron a descender hacia el lugar donde el hombre parecía haber perdido el control de la máquina cuando Orlan tuvo una corazonada. De las feas. 
-¡Descienda lejos de la zona del accidente, capitán, vamos a acercarnos con cuidado! -aulló por sobre el ruido de los enormes biG sin aislación que impulsaban y mantenían en el aire la nave. Los tropistas lo miraron con desdén, como si fuera un cobarde. El oficial se limitó a negar con la cabeza, descartando el pedido como algo inaceptable y hasta un poco humillante para un soldado valiente dispuesto a dar la vida en el cumplimiento del deber.
-¡Tenemos órdenes de aterrizar en la zona del incidente, psicólogo!
Orlan saltó hasta donde se encontraba el uniformado y le gritó:
-¡Mire, capitán, algo ahí abajo le borró el cerebro a una persona; si está en el aire, si es un tóxico, si es radiación, los vuelos se van a estrellar con todos nosotros dentro! -hizo un silencio efectista y agregó: -No se preocupe, no llegaremos ni a darnos cuenta, estaremos descerebrados antes de tocar el suelo.  
Le resultaba increíble no poder hacer interfaz entre su virtualita y la de los militares. El oficial cambió de idea y le ordenó al piloto –por medio de su propio, secreto, hiperencriptado enlace– que bajara a unos cien metros del surco. El vuelo que iba adelante inició un lánguido giro para retroceder, pero esas pesadas máquinas tardaban mucho en dar la vuelta. No lo logró. Al pasar sobre la zona destruida por la motoniveladora se inclinó hacia un lado y se estrelló con una apagada explosión típica de los dispositivos de gravitatorios. 
El oficial miró al psicólogo con furia, primero, y luego con una cansada resignación. Su transporte se posó a cien metros del accidente mientras Orlan avisaba a las autoridades sanitarias sobre la situación. Al principio no le creyeron y les tuvo que pasar el video del accidente. Aprovechó para marcar el punto en el mapa donde el piloto había perdido el control y luego, sin pedir autorización ni avisarles a los tropistas, se puso en marcha en dirección del transporte siniestrado. Unos cincuenta metros antes vislumbró algo extraño sobre el césped, allá adelante. Aminoró el paso mientras los militares le gritaban que volviera y debatían si seguirlo o no hasta una zona que había derribado una nave militar de 700 toneladas en menos de dos segundos. 
Orlan por fin pudo reconocer lo que había sobre el césped. Eran pájaros. La mayoría había muerto por el impacto; otros todavía se debatían como pichones recién nacidos. No era posible ver dónde empezaba la zona contaminada, de modo que era consciente de que en cualquier momento eso que había borrado la mente del operario de la motoniveladora podría  terminar con su recién estrenada carrera profesional. Pero se le ocurrió una idea. 
Los pobres pájaros le sirvieron de marcador. Se detuvo unos veinte metros antes del lúgubre límite y se puso en cuclillas. Buscó durante un largo rato en varias direcciones, oyó que el oficial y algunos tropistas se acercaban corriendo, levantó una mano para indicarles que no avanzaran más y entonces vio el camino de hormigas negras marchando hacia la zona del accidente. Unos cinco metros más adelante, la ordenada hilera se desbarataba en un hormigueo desorientado. Allí estaba el límite de lo que fuera que estaba ocurriendo. Orlan se puso de pie de nuevo y retrocedió hasta los militares, que ahora estaban un poco más dispuestos a escucharlo.
Les explicó que había descubierto una zona de influencia donde se producía el efecto dañino. La llamó La Brecha, a falta de algo mejor, mandó a que marcaran los límites con luces y, con la ayuda de binoculares, descubrieron otro amontonamiento de pájaros unos 150 metros más adelante. Ese era aproximadamente el ancho de La Brecha. 
-¿Qué haría usted ahora, psicólogo, si estuviera en mi lugar? -le preguntó el capitán llevándoselo aparte. Había asumido que la situación superaba no sólo sus experiencias y conocimientos, sino también los procedimientos de cualquier manual militar en el que pudiera pensar. Agregó, en tono de súplica:- Esto no es radiación, psicólogo, ¿o sí?
-No sé qué es. Y en su lugar convocaría al Centro de Emergencias y Desastres ahora mismo.
-¿Al Ceydes? -repitió incrédulo el militar, y exclamó:- ¡Eso está bajo el mando directo del Presidente, Orlan!      
Era la primera vez que el capitán lo llamaba por su apellido y esto era prueba más que bastante de que el oficial estaba desconcertado.
-Capitán, esto es una emergencia o es un desastre; posiblemente, es ambas cosas. Mire allá, la autopista. En menos de dos horas será la hora pico y pasarán quince millones de trílex con gente que va de regreso a sus hogares. ¿Llegará la anomalía hasta allí más tarde? Piénselo. ¿Quiere que varios miles de ciudadanos queden con el cerebro frito delante de sus ojos? Sólo somos un psicólogo y veinte soldados. Usted ya perdió una nave de guerra y su tropa por lo que sea que está ocurriendo aquí. Yo hablaré con el Presidente, si lo prefiere. Sólo lance el  alerta, a mí no me alcanzan los créditos para entrar en ese juego.
Después de un segundo de sopesar lo que, por otro lado, era obvio, el oficial conectó su virtualita con el Ceydes y dio el parte. Orlan se alejó unos cincuenta metros, recorriendo la nefasta orilla, buscando más pistas.  
-¡Psicólogo! -llamó el capitán al rato, con el transductor en la mano. Orlan regresó corriendo y se puso el dispositivo en el oído. Su virtualita quedó conectada con alguna otra, no sabía cuál.
-Soy el Presidente -dijo la voz directamente en su corteza auditiva-. Lo escucho.
El capitán, que también estaba en línea, tenía los ojos desorbitados. ¡Ese psicólogo imberbe estaba hablando con Dlío, el Presidente del mundo!
-Señor, tenemos una singularidad de alguna clase aquí, de unos 600 metros de largo por cerca de 150 de ancho. 
-Estoy informado, psicólogo, y también de que usted se ha tomado la libertad de  denominarla La Brecha.
Al oír esto el teniente tembló. Conocía el color violáceo del sarcasmo en la virtualita de Dlío. Orlan respondió:
-Mire, señor Presidente, si quiere ponerle un nombre mejor, adelante, pero en menos de dos horas tendremos quince millones de trílex circulando por la autopista que está a una cuadra y media de la singularidad. Si esto se expande, tendremos una tragedia. 
Se hizo silencio. El oficial sabía que la insolencia del psicólogo iba a costarle caro no sólo a Orlan, sino también a él, que había iniciado el vínculo. No obstante, aparecieron unas líneas blancas sobre un fondo de estática en la virtualita del Presidente: admiración.
-Bien pensado, psicólogo -dijo Dlío. El capitán casi se desmaya de alivio.- Me imagino que no tiene ni la más mínima idea de lo que está ocurriendo allí.
-Por eso estamos llamando al Ceydes, señor, y necesitamos que autorice la operación.
-Autorizada. Están despegando dos fragatas hacia allá en 5 minutos.
-Que no aterricen dentro de la zona que hemos marcado con luces, señor. Esto tiene efecto en altura también.
-Lo sé, estoy informado, y esto viendo el transporte siniestrado. Psicólogo, usted queda a cargo.
-¿A cargo de qué, señor?
-De toda la operación. Lo estoy añadiendo a mi red. Usted pide, usted obtiene, sin discusiones. Si todo sale bien, pasa a ser mi consejero. El más joven en un siglo. 
-Señor Presidente, con todo respeto...
-Oh, camarada psicólogo, usted debería haber pensado en el respeto antes de mandarme a pasear con el tema del nombre asignado a su singularidad. Quizás sólo sea un escape de gas, después de todo, así que dejémonos de tonterías. No necesito de su respeto de la misma forma que no necesito de su dinero. Y ya sé lo que me va a decir, que usted no tiene ninguna experiencia en el manejo de emergencias y desastres. No se preocupe, va hacia allá Nafí, nuestra mejor especialista. Pero el que llamó al Ceydes fue usted, el que midió la respuesta del área de Wernicke del operario fue usted, y el que advirtió a tiempo que los transportes iban a caer en picado fue usted. Acertó, y eso es lo único que me interesa. Queda a cargo. Otra cosa: acabo de publicar en la red el nombre que usted eligió para el fenómeno. Es oficial. Si solo se trata de un escape de gas hará el ridículo por el resto de la Eternidad.
-¿Usted cree, señor, que es un escape de gas?
El presidente cortó la  conexión. Un segundo después le llegó al psicólogo un mensaje privado, anónimo y con veinte veces más encriptación que todo lo que circulaba por las esferas altas del gobierno. El mensaje sólo decía: “No”.


***

Nafí era una mujer de más de 100 años, según pudo constatar Orlan en su foja de servicios, por lo que calculó que había pasado al menos por dos procesos de reciclado completos. Daba la impresión de tener 40. Había participado en La Pacificación al lado de Dlío y, según se decía, habían estado algo más que profesionalmente unidos. Ella era la responsable del salvamento de los cien mil tropistas del supercrucero Orfeo. Dlío era el jefe ejecutivo civil del Orfeo, y también había sido salvado por Nafí. Pero por desobedecer las órdenes de su amante y salir entre los últimos había terminado como un sistema nervioso flotando en un frasco de cuarmita. 
-Usted es Orlan -le echó en cara la mujer, estirando la mano. El psicólogo asintió. Era una hembra vigorosa de cien años. “¡Ah, la terapia génica!”, pensó Orlan. -Qué planes tiene, psicólogo. Dlío me dice que usted está al mando. Okay. Él tiene esas cosas, ya lo conoce. (Orlan sólo sabía que el Presidente era una de las mayores leyendas del Horizonte Lejano, ¡pero no lo conocía!) Por lo general él acierta, así que no voy a ponerme pesada con el asunto de la autoridad y eso. Simplemente, si usted está en blanco o a punto de entrar en pánico, sólo dígamelo. El Presidente nunca se enterará. Palabra.
Orlan sonrió. Le gustaba el estilo de Nafí. Le dijo:
-Nos llevaremos bien, señora. Eso es lo único de lo que estoy seguro en este momento.
-Si vuelve a llamarme señora, psicólogo, créame que lo lamentará. 
Orlan hizo caso omiso y dijo, ocultando su ansiedad: 
-Primero, cortemos esa autopista. Urbanidad tiene al menos dos caminos alternativos, aquí y aquí –señaló las rutas en el mapa de la virtualita–. Cuanto más alejemos el tránsito de la zona, mejor. Segundo, convoque a Mediciones. Tenemos que averiguar qué pasa ahí. 
-Correcto. Estoy hablando con Urbanidad. Ahora, si no le molesta decírmelo, ¿qué es que quiere medir?
-Todo.
-Todo cuesta mucho dinero.
-OK, empecemos por gravitación y radiaciones ionizantes, sigamos por las no ionizantes, luego químicos, electromagnéticos, ultrasonido...
-Usted no cree que vaya a funcionar así, ¿cierto?
-Se equivoca. Estoy convencido de que no va a funcionar así. Sólo vamos a descubrir algo si integramos mediciones, y quizá ni siquiera de esa forma.
-Entonces midamos todo. Si va a estar a cargo, Orlan, y hasta ahora lo ha hecho mucho mejor de lo que me esperaba, alístese para salirse con la suya, ¿estamos?
-Sí, señora -le respondió, guiñándole un ojo, y se encaminó a la fragata. Nafí sonrió y entendió porqué Dlío había escogido al chico para la tarea.
Orlan hizo traer una sonda autoguiada y la envió a La Brecha para que le informara cuántas personas estaban vivas todavía en el transporte. Tan pronto traspasó el límite de la singularidad, el pequeño huso de cerámica salió disparado fuera de control, como un globo desinflándose, y se clavó de punta en el terreno, medio centenar de metros más adelante.
-También afecta los cerebros artificiales -observó Nafi.
-Ese no es el problema. O sí, es un problema, pero ya tenía ese dato. El transporte no se hubiera estrellado sólo porque su piloto quedó descerebrado. El automático también falló. Pero pensé que estas sondas podrían ser inmunes, su nivel de cómputo es muy básico. Mucho menos que el de esas hormigas. OK, consígame un cabrestante poderoso, Nafí, se lo ruego, quiero sacar esa nave de ahí. ¡Capitán! -exclamó, girando en la dirección opuesta.
Orlan se sentía extraño. Nunca había mostrado dotes de liderazgo, y sin embargo allí estaba, manejando con soltura una situación que, si la pensaba, le helaba la sangre. Por suerte no estaba pensando.
-Dígame, psicólogo -respondió el oficial.
-Necesitamos lanzar un cabrestante hasta el transporte, atravesar la cubierta con un gancho y arrastrarlo fuera de La Brecha. Puede haber gente viva allí dentro.
-Los monitores dicen que no.
-Tus monitores no funcionan, hijo -terció Nafí.
El oficial se fue a conseguir la herramienta para lanzar con bastante potencia un espolón lo suficientemente duro para atravesar la cubierta blindada del transporte. 
 Los Urbanos habían cerrado la autovía y se oía el rumor de cientos de miles de vehículos a lo lejos. Cada tanto, bramaba algún claxón fuera de sí. Eran como las ocho y empezaba a caer la noche. Esa gente tardaría varias horas en regresar a sus hogares. “Pero llegarán”, masculló Orlan. No así muchas aves, que de regreso a sus nidos pasaban sobre la singularidad y caían a tierra. Durante un rato hubo una escalofriante lluvia de pájaros dentro de La Brecha.
Cuando concluyó ese tristísimo espectáculo y se hizo de noche, lo notaron. Había un efecto de aurora boreal demarcando La Brecha.
-Es ionizante, entonces -dijo Nafí, y ordenó: -¡Apaguen esas luces, cabezas huecas!
-No, no necesariamente. Que empiecen a medir.
Se hizo un largo silencio mientras los medidores, que habían llegado unos minutos antes, empezaban a desplegar sus instrumentos. Desde atrás se acercaba el rugido de un térmico de alta velocidad que venía con el arpón del capitán. 
Entonces la enorme mole del transporte de tropas empezó a elevarse y se arrastró pesadamente hasta quedar fuera de La Brecha, flotando como con vida propia. Todo el mundo se puso cuerpo a tierra, excepto Orlan. Dos decenas de fusiles se alistaron para abrir fuego. 
-Estás filmando eso, supongo -susurró Nafí a su operador de medios.
-Sí, madame, y subiéndolo ahora mismo.
-Hay alguien ahí -observó Orlan, de pie, y señaló en dirección del transporte. En efecto, unas figuras de baja estatura salieron corriendo y se internaron nuevamente en La Brecha, seguidas por otros muy altos y corpulentos. Al llegar al límite derecho de la anomalía se desvanecieron.
-Esto no me lo esperaba -dijo Nafí.
-Que sigan midiendo -insistió Orlan. -Capitán, acompáñeme al transporte. 
-Usted y usted -ordenó Nafí-, con el psicólogo. Lleven sus maletines.
Los dos médicos se apresuraron detrás del psicólogo y el capitán. 
El transporte estaba muy dañado, pero sólo un tripulante había muerto. 
-No diga nada, capitán -respondió Orlan cuando el oficial fue a dar alguna excusa. -Venga conmigo. Traiga un fusil y prepárese para disparar.
Avanzaron hacia el efecto de aurora, tratando de volver a ver a esa gente que había movido el enorme vehículo militar para sacarlo de La Brecha. Se acercaron tanto como pudieron, pero de pronto el suelo se puso a temblar. Orlan se detuvo en seco. Observó el terreno resquebrajándose unos metros adelante. 
-¡Corra! -gritó.
Huyeron justo a tiempo. Unos segundos después toda la Brecha se hundió quince o veinte metros, con estrépito horrísono, y una fantasmal nube de polvo se elevó en el aire, pero sin salir de los límites impuestos por la extraña aurora. El transporte quedó en equilibrio en el borde de la Brecha, lo que le indicó al agitado Orlan que la anomalía se había ensanchado. Luego de unos instantes de duda, suavemente, la nave se deslizó y cayó al fondo.
-Tampoco me esperaba eso -aseguró Nafí cuando se reunió con Orlan.
-Está empeorando.
-¡No me diga, psicólogo! 
-Estoy pensando. Alejemos a todo el mundo un poco más, por si acaso.
-¿Y eso? ¿No lo encuentra interesante? -señaló Nafí. Por uno de los extremos de La Brecha se deslizaban, de derecha a izquierda, unos seres de espanto, cruza de medusa con pólipo intestinal, tan repugnantes, tan ajenos, que costaba mirarlos. Eran media docena, grandes como caballos. Arrastraban a las figuras que antes habían ayudado a rescatar el transporte y que ahora estaban ensangrentadas, retorcidas, desmanteladas. Cada tanto, innecesariamente, los monstruos estrellaban los cuerpos muertos contra el suelo varias veces y después una proboscis horrenda arrancaba pedazos a los cadáveres, para retraerse otra vez dentro de los engendros.   
-Se los están comiendo -murmuró Orlan indignado. Ordenó traer armas. Pero esas cosas parecían estar sólo viajando, no prestaban atención a los humanos, o no llegaban a percibirlos desde el fondo de La Brecha.
Doce tropistas se aproximaron al borde y, con mucho esfuerzo, mantuvieron las miras en la escena, conteniendo la náusea. Uno de ellos no lo pudo soportar y vomitó a un costado. Las cosas monstruosas se detuvieron, como si lo hubieran oído. Se produjo un instante de puro silencio y quietud. De improviso, una de los abortos saltó fuera de La Brecha con inesperada agilidad. Con los tentáculos extendidos,  cambiando de color a un rojo enardecido, zumbando como un enjambre, cayó sobre el tropista con la precisión de la araña y lo cubrió con un abrazo mortal antes de que sus aterrados colegas lograran reaccionar. De inmediato, como si hubieran estado conectados por una mente común, otro de los horrendos seres saltó sobre los soldados. Por fin, la tropa empezó a disparar y destrozó todo lo que se movía en un radio de 180 metros. Rescataron al tropista herido, pero murió unos minutos después a causa de las terribles lesiones que los tentáculos, la proboscis y la fuerza descomunal de la bestia le habían causado.
Orlan se apartó enfurecido y trastornado por la carnicería. La siembra de cadáveres extraterrestres dentro y fuera de La Brecha era un insulto a cualquier concepto más o menos racional de la realidad que pudiera uno sostener. Alguien le tocó el hombro. 
-¿Usted es Orlan?
El psicólogo asintió de mal humor.
-Soy Kaal26, de Mediciones.
-¡Todos ustedes se ponen números en el nombre! ¿Por qué?
-Porque somos de Mediciones.
-OK, lo escucho.
-No hay nada ahí, señor.
-Nada.
-No, mire.
Le mostró el mapa de los sensores. La Brecha era un larga mancha negra dentro de la compleja paleta de señales. 
-Esto no puede ser, ¿o me equivoco?
-No, no es posible. Ni en el espacio intergaláctico existe este nivel de vacío. Ahí no hay ni un átomo de hidrógeno, o de cualquier otra cosa.
-Algo está interfiriendo con sus equipos, de la misma forma que borra cerebros... ¡y nos escupe cosas horribles encima! -gritó Orlan, pateando la masa fofa e inerte del engendro que había matado al tropista.
-Calma, psicólogo -le sugirió Nafí, de vuelta junto a él. -Usted no podía saber que saldrían estas bestias de ahí. Alégrese al menos de esto: no pasará a la historia como un idiota, esto definitivamente no es un escape de gas.
Orlan asintió. Dijo:
-Nos ayudaron. Nos devolvieron la nave. No eran humanos. Usted vio que no eran humanos, ¿verdad? 
-No, no eran terrestres. Pero se comportaron muy humanamente.
-Hay un mensaje en eso. Pero no logro decodificarlo.
-A mí me pasa seguido con los mensajes extraterrestres, psicólogo, cálmese. Salvó a 19 hombres hoy. Bastante bien para un principiante.
-Qué opina de las mediciones.
-Lo mismo que usted. Nuestros aparatos no sirven. 
-¿Sabe qué, Nafí? No es así, estamos equivocados. Está todo mal.
-Continúe.
-¡Capitán! Consígame un Cuántico.
-¿Un físico?
-Sí, un físico. Rápido.
-Le recomiendo a Korda -ofreció Nafí.
-Korda o como se llame, pero rápido.
-Es íntimo del Presidente -añadió Nafí, pero Orlan seguía con la vista fija en La Brecha-. ¿En qué estamos equivocados, psicólogo?
-Los sensores no funcionan porque eso no está aquí. La Brecha es un hiato, una rajadura, una abertura.
-Le faltó decir interdimensional.
-Lo dirá el cuántico. Si puede medirlo, mejor.
-Lo dudo.
-¿No era íntimo del Presidente? Debería poder -soltó Orlan con sorna y se fue a caminar por ahí, a ver si se le ocurría algo, si descubría algo. El rumor de los automóviles iba cediendo. La Brecha ahora estaba a menos de cincuenta metros de la autopista. Se sentó en el césped, lejos de las fragatas, las luces, los soldados. Miró las noticias del día en su display prefrontal; quería ver qué decían los periodistas sobre lo que estaba pasando. Sus eternas especulaciones podían ayudarlo. Pero ellos tampoco parecían muy inspirados. Se notaba la mano de Dlío allí. No tenían video de los engendros y tampoco sabían que el terreno debajo de La Brecha se había hundido veinte metros. Estaban muy mal las cosas para que el Presidente censurara esas imágenes. Lo pensó un segundo. ¡Claro que estaban muy mal! 
Ninguna noticia le llamó la atención, excepto el nuevo experimento de teletransportación. El viaje se había completado con éxito media hora antes, a las 20,03.
Orlan se puso de pie de un salto y se quedó mirando el efecto de aurora boreal, ató cabos, y salió corriendo hacia las fragatas, los tropistas y las luces.
-¡Medios, quién es de Medios! -gritó al llegar.
-Yo, señor -respondió un chico muy joven.
-¿A qué hora se hundió el terreno?
-Fue más o menos a las...
-Niño, el psicólogo lo está preguntando con doce decimales de precisión -observó, certera, Nafí.
-Perdón, madame, déjeme verificar, por favor. Fue a las 20,03.
-¡Obvio! -gritó el viejo, apeándose de un trílex del Consejo. Usaba un bastón. Absurdo.
-Korda -dijo Nafí, no sin cierto respeto en la entonación.
-Madame... y usted debe ser Orlan.
-Sí, y es la segunda vez que oigo esa frase hoy.
-No se queje, está haciendo historia.
-Si queremos seguir teniendo una historia, hay que detener los experimentos de teletransportación ahora mismo.
-Eso ya está hecho, muchacho. Acabo de enviar la orden en cuanto oí su teoría. Ana Yna predijo esto.
-¿Qué predijo? -preguntó Orlan.
-Que una civilización extraterrestre se pondría en contacto con nosotros cuando descubriéramos la teletransportación -respondió Korda.
-¿Y si habláramos con esa señora?
-Ayudaría mucho, pero se suicidó hace veinticinco años y no sabemos por qué hizo esa predicción. No dejó ni una sola nota -contestó Korda.
-Pero usted es el más indicado para especular al respecto, cuántico -le soltó Orlan, sin tener el más mínimo miramiento con el anciano.
-¿Usted está a cargo, verdad?
Orlan asintió.
-Entonces tiene un problema, muchacho, porque no tengo ni la menor idea de qué relación puede haber entre los saltos y esto.
-Vio los monstruos, supongo.
-Sí.
-Pueden salir de La Brecha, mataron a un soldado.
-Lo sé. El dato no logra inspirar mi intelecto, psicólogo. Olvídese de los monstruos y del tropista. El fue el que vomitó, no usted. Usted, en cambio, tuvo una idea y me llamó. ¿Cuál es esa idea?
-Pensé, aunque ahora no sé si tiene sentido, que todo eso, toda la singularidad es... un...
-...el chico cree que La Brecha es un portal interdimensional, Korda -remató Nafí, que sentía que no había tiempo para buscar las palabras exactas. Orlan fue a quejarse, pero Korda lo interrumpió con un ademán del bastón:
-Coincido con usted psicólogo. Usted dice que eso no está aquí y ahora, ¿verdad?
-Mire las mediciones, cuántico. No hay nada ahí.
-Estamos frente a una anormalidad de la trama espacio-temporal, en eso estamos de acuerdo, pero no nos lleva a ninguna parte.
Orlan bajó la cabeza. Pasaría a la historia, sí, pero como un patán. Dijo:
-OK, hay que entrar en La Brecha. No hay otra alternativa.
-Orlan, hay un problema con eso, y usted lo sabe bien -señaló Korda.
-Sí.
-No podemos entrar en La Brecha.
-No podemos porque no sabemos cómo evitar que nos queme el cerebro.
-¿Y no lo vamos a saber hasta que no entremos ahí?
-Exacto.
-No hay salida, entonces -concluyó Nafí, impaciente. -Hay que cerrar TransLab y esperar.
-Todo lo contrario. Hay que hacer un viaje más. 
-Orlan, usted me pidió que canceláramos todos los saltos hace veinte minutos.
-Estaba equivocado. Tienen que teletransportarme.
-¿A usted? ¿A dónde?
-Ahí dentro, Korda -respondió Orlan, señalando La Brecha.


***


-De ninguna manera, muchacho. Entiendo, admiro y comparto su espíritu de sacrificio, pero ya perdimos dos hombres lidiando con esto. No lo dejaré inmolarse por una corazonada, fin de la discusión. 
-Señor Presidente, nos han dejado una puerta abierta. ¡Tenemos que entrar! Ya sabemos que no sirve entrar de a pie. ¿Cuál es el único otro modo que conocemos? ¡La teletransportación! ¡Es una clave! Tenemos que ir, tiene que dejarme ir. 
-Psicólogo, cuando el Presidente del mundo dice que la discusión se terminó, la discusión se terminó.
Dlío cortó la comunicación. Durante unos minutos, Orlan esperó un mensaje privado, pero nunca llegó. Se sentía desolado. ¡Sabía que tenía razón! 
 Contra toda predicción, fue Korda el que se comunicó con él. No por medio de la virtualita, sino usando un mensajero: Nafí.
-Te quiere en el laboratorio de teletransportación. Dice que cuanto antes. Dlío va a deducir esta movida en cuestión de minutos.
Las palpitaciones, la garganta seca y el miedo a quedar reducido a una mente en blanco lo acompañaron durante todo el trayecto hasta TransLab, pero ya no podía echarse atrás.
-¿Está seguro de esto? -le preguntó Korda, mientras preparaba la cámara, a la que llamaban tabula rasa. 
-No y sí. ¿Si me pasa algo, qué va a hacer el Presidente con usted?
-Si yo estuviera en su lugar, Orlan, estaría más preocupado por lo que Dlío le hará a usted, si logra regresar.
-Me incorporará al Consejo, ya me lo dijo. ¿Por qué hace esto, Korda?
-Primero, porque tiene usted razón. No nos han dejado una puerta abierta por error. Los cerebros quemados, los pensantes que nos devolvieron el transporte, los monstruos, todo eso es irrelevante. Si usted deja una puerta abierta pueden entrar toda clase de bichos. Pero una civilización extraterrestre se ha puesto en contacto con nosotros y hay que asistir a la cita. En segundo lugar, el Presidente no tiene ni el más mínimo derecho a limitar su derecho al libre tránsito. La Constitución está de nuestro lado.  
-Si son tan  avanzados, por qué simplemente no nos llaman por teléfono y nos dicen qué hacer...
-Orlan, ahí usted se queda corto. Es la edad. Usted es un muchacho muy joven e ingenuo. Esa singularidad no es sólo un portal. Es también una bomba de tiempo.
-Si dejamos de hacer saltos, quedará allí, le pondremos una linda valla y nos sacaremos fotos junto a ella los domingos...
-Usted dice eso porque es lo que ha creído todo el tiempo desde que descubrió que los saltos empeoraban, profundizaban o agrandaban la singularidad. Y como además de ser joven e ingenuo es inexperto, se quedó con esa bonita idea. Bonita y cómoda.
-¿Está creciendo?
-Lentamente, pero está creciendo, y se acelera.  
-O asistimos a la cita o esa puerta se come la Tierra.
-Exacto, porque alcanzamos un nivel técnico peligrosamente alto de forma prematura. Nos van a cancelar. 
-Y usted cree que mi decisión de saltar a La Brecha resuelve el enigma.
-Estoy completamente seguro.
-¿Por qué no va usted, entonces?
-Lo haré con gusto, Orlan, si usted consiente en concederme el crédito por salvar a la raza humana de su extinción. De hecho, es muy probable que cuando entre allí se encuentre con gente que le hablará de cuestiones físicas de las que usted no entiende nada. Yo sería un mucho mejor interlocutor, y ya he vivido bastante. Piénselo. ¿Realmente arriesga su vida para salvar a la especie o más bien para pasar a la historia?
Orlan lo meditó. Su mente, entrenada durante años en los más retorcidos debates dialécticos, le ofreció una solución. Dijo:
-Es lo mismo, Korda.
-No, no es lo mismo.
-Si no encuentro la manera de cerrar La Brecha, no habrá muchos libros de historia.
-Puede salvarla quedándose aquí y dejándome ir a mí. 
Orlan respondió:
-Si quiere ir, adelante, Korda, le concederé todo el crédito, tiene razón, un psicólogo no entiende nada de viajes cuánticos. 
-Usted está bien fabricado, muchacho, debo admitir. Otro hombre me habría ahorcado con sus propias manos con tal de hacer este salto. Me asombra que haya logrado dominar su ego en una circunstancia como ésta. ¿Alguna vez habló con Fudán? Notable. Ahora entiendo por qué Dlío lo puso al mando sin conocerlo en persona. Por desgracia, el que tiene que ir es usted, no yo. La discusión, me temo, no va a ser sobre física.
-¿No?
-No, Orlan. Va a ser una negociación. Y, por lo que he visto, usted es mejor que yo en eso. 
-¿Qué imagina que voy a negociar, Korda?
-Si nos borran o no del mapa, muchacho, es bastante evidente.
En la virtualita apareció de pronto la imagen amenazante del Presidente del mundo. Las líneas rojas cruzando en diagonal un fondo de estática furiosa eran más que elocuentes.
Con un ademán de su bastón, Korda instó a los operadores a apresurarse. Dlío rugió:
-¿Qué se supone que estás haciendo, Alk? -era muy malo que lo llamara por su nombre de pila.
-Preparando un viaje para este mocoso aquí, el psicólogo Aren Orlan, que quiere hacer una excursión a La Brecha, Dlío -respondió Korda sin inmutarse. 
-¡He prohibido este viaje! ¡Usted forma parte de mi Consejo, y desobedece! -La virtualita era una colérica tormenta de iones.
-Señor Presidente... -empezó a decir Orlan. Dlío lo interrumpió bloqueando todos sus mensajes.
-¡Estoy enviando el ejército, cuántico!
-Ya es tarde, señor Presidente, el viaje estará listo en 15 segundos.
Orlan cerró los puños en las agarraderas de la tabula rasa.
-Cortaré la energía de toda la zona, cuántico, no podrá hacer el salto con sus UPS -aulló el Presidente del mundo, entrecerrando los ojos en una furibunda cascada de líneas negras sobre fondo rojo.
-¡No vas a cortar nada, frasco de aceitunas, si realmente quieres evitar una catástrofe! -le gritó Korda por privado. 
-¿Por qué estás tan seguro de que el psicólogo tiene razón, Alk?
Korda no respondió. Las colosales fuerzas de la tabula empezaban a congregarse alrededor de Orlan, podía sentirlas. 
-Cierre los ojos, psicólogo, y ni se le ocurra mirar su cuerpo durante el salto.
-¿Qué va a pasar con el chico, Alk? -preguntó el Presidente.  
-¿Idealmente? Nos traerá las ecuaciones correctas para que los saltos no vuelvan a causar una singularidad
Dlío cortó la comunicación. 
-¿Está listo, Orlan?-le preguntó Korda, poniéndole una mano en el hombro.
-No, pero ya es hora.
-Sí, ya es hora. Le deseo suerte. 
-Un consejo, Korda, por favor.
-No se apresure, muchacho, piense dos veces cada cosa que vaya a hacer o decir.
-Lo haré.
-No, no lo hará, pero ese es mi mejor consejo. Otra cosa, psicólogo.
-Qué.
-No intente rascarse.
-¿Cómo?
-Que no intente rascarse.
-No estoy seguro de lo que me quiere decir, ¿pero qué pasa si me rasco?
-Oh, no podrá. Así que no lo intente -respondió Korda sonriendo y cerró la puerta de la cámara. Caminó hasta la consola y observó a las 56 operadores que controlaban los saltos.
-Y hemos estado haciendo esto tan mal que vinieron a llamarnos la atención -pensó, y luego, en voz muy baja, le dijo al fantasma de su esposa muerta: -Ana, ¿cómo sabías?  
    


***


Orlan, que parecía no tener límite para la cantidad de errores que podía cometer en un solo día, echó un vistazo a su cuerpo cuando el entorno empezó a ponerse fuera de foco. Lo que vio le produjo horror. Capa por capa, su organismo estaba siendo desintegrado, o eso era lo que su mente creía. En rigor, no había ninguna desintegración sino un reposicionamiento dimensional. Para el cerebro de un mamífero, en general, estas situaciones no son fáciles de comprender, y lo interpretaba como una deconstrucción. Empezaba a aterrarse, mientras observaba su hígado y su corazón, su estómago, sus costillas y su espina dorsal, cuando todo alrededor se aclaró. Dejó de ver, excepto un resplandor lechoso, cuando también sus retinas cambiaron de dimensión. 
Estaba ahora en la trayectoria, la dimensión intermedia adyacente descubierta por Ugmarián medio siglo atrás. Unos segundos después el cuerpo empezó a picarle horriblemente, pero no pudo rascarse; en los hechos, sus manos no estaban en el mismo marco de referencia que su sistema nervioso central. Poco a poco la comezón cedió y empezó a percibir olores, tuvo una visión borrosa de un campo que verdeaba al sol y, por fin, lo asaltó esa hermosa sensación de volver a tener un cuerpo. Estaba en La Brecha y, como lo había anticipado, su mente seguía funcionando.
Consiguió sentarse sobre un césped extraño. El cielo parecía más lejano, color turquesa, y el sol tenía algo que no estaba bien. A medida que recuperó su vista cayó en la cuenta de que no estaba en La Brecha. O sí, bueno, en realidad estaba en La Brecha, o había pasado por La Brecha, pero ya no se encontraba en la Tierra. El lugar era un vergel, con plantas que jamás había visto y jamás volvería a ver, salvo en sueños, vigorosas, profusas, enormes. Notó que no sentía frío ni calor, y que no parecía haber viento. Algo le estaba subiendo por el brazo, alguna clase de insecto, pero no podía sentirlo.
-Está aquí, no es una alucinación, pero lo hemos protegido con un delgado, para usted intangible campo de aislación. No queremos que se enferme ni sea atacado por nada. Eso que camina por su brazo no es un insecto, como usted está pensando; está más cerca de ser un virus, de acuerdo con su clasificación. Tampoco queremos que  deje aquí algo indeseable. 
Orlan buscó el origen de la voz. No había nadie.
-Aquí, Orlan.
-¿Dónde? ¡No veo nada!
-Porque está buscando un cuerpo.
Entonces Orlan vio el punto de luz flotando en el aire. 
-Creemos que está preparado para entender que un organismo de carne y hueso no tiene por qué ser la solución adoptada por la naturaleza en todos los casos, ¿verdad?
-Sí, puedo entender eso -respondió el cuerpo de carne y hueso.
-Estamos, ya que se lo está preguntando, en un mundo a 6700 años luz de su planeta de origen. Eso es mucho. Aquí las cosas son bastante diferentes en unos cuantos sentidos, a pesar de las creencias de vuestros científicos. Pero no es de eso de lo que nosotros queremos hablarle.
-¿Puedo saber a quienes se refiere con nosotros?
-Represento a un grupo de 1602 civilizaciones. Como le decía, lo hemos traído aquí para mostrarle algunas cosas.
-¿Por qué no perdí mis facultades mentales al entrar en La Brecha?
-Nosotros lo evitamos. Quien descubriera la solución a la paradoja que estábamos planteando sería elegido para poner a su civilización al tanto de ciertos asuntos. 
-Fue sólo intuición, no sé nada de física.
-Sus físicos tampoco, créame. Le pediré ahora que venga conmigo. Este es un mundo más pequeño que el suyo, por lo tanto todo aquí es enorme. Lo hemos aislado de la atmósfera. Sígame.
Caminó durante casi media hora en silencio acompañado por el destello. Orlan quería preguntar un millón de cosas, pero sabía que había demasiado en juego para arriesgarse a cometer el más mínimo error. La hierba se volvió roja, luego verde de nuevo y roja otra vez; se deslizaba como un mar de algas, resollando cada tanto. En dos ocasiones vio pasar flotando a gran altura inmensos seres provistos de globos de piel translúcida cuyos pelajes producían un arco-iris al pasar frente al sol. Orlan quiso saber qué eran. Se dio cuenta de que una palabra no respondería esa pregunta. 
Por fin, empezó a oír unos balidos lejanos, lamentos de frecuencias tan bajas que hacían temblar la tierra. Su anfitrión le pidió que se moviera sigilosamente. Avanzó con lentitud entre unos arbustos repletos de espinas agudas que goteaba un líquido ambarino. Cuando los atravesaron Orlan vio un espectáculo que lo dejó sin aliento. En torno a un enorme pozo -calculó unos 500 metros de diámetro por 150 de profundidad- se movían lentamente unas bestias inmensas, tres veces más grandes que una gran ballena azul, con varios pares de patas y dos largos cuellos y sendas cabezas. Gemían y aullaban, asomándose al fondo y mirando con desesperanza al abismo.
-¿Qué son, qué hacen?
-No, ésa no es la pregunta, Orlan. La pregunta es: ¿Qué es ese pozo y que hay en su interior? El pozo es el resultado de vuestra tercera teleportación. La anomalía gravitacional causada por su irresponsable tecnología hundió el terreno y aplastó al Motivador de este grupo. Es un conjunto antiguo de animales que lleva existiendo más de 9000 años, cerca de 5000 de los vuestros. Ahora son incapaces de salir adelante, porque su Motivador yace en el fondo de ese pozo. Son los únicos integrantes de esta especie pacífica y hermosa. Ustedes la han extinguido. Es cuestión de tiempo. Sin el Motivador no harán nada, ni siquiera alimentarse. Ya han muerto dos individuos. Puede ver sus cuerpos más allá. 
Orlan miraba horrorizado, oía las quejumbrosos llamados de las bestias colosales, y las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas. Hubo un chispazo en el aire y se encontró de pie en la cima de una colina. Abajo se cobijaba una ciudad muy parecida a las terrestres.
-Ahora lo he conducido a otro mundo, bastante cercano al vuestro. Es más pequeño y está ubicado a 102 años luz de la Tierra. ¿Recuerda los seres que les devolvieron su nave de guerra?
-Sí, unos bajitos, y otros muy altos. No logramos verlos bien.
-Los primeros son pensantes. Los otros son sus esclavos.
-¿Esclavos?     
-Sí, pero no de la forma en que usted se lo está figurando. Son simbiontes. Se gestan juntos desde hace más de 550 millones de años, y permanecen unidos toda la vida. Los altos son muy fuertes y tienen la inteligencia de vuestros animales de trabajo. Sólo que aquí no les ponen correas ni monturas. Comen sentados a la misma mesa, de hecho. Ahora camine conmigo hasta la otra ladera. 
Orlan esperaba algo así, pero el espectáculo no dejó de perturbarlo. Todo el costado de la colina estaba arrasado, y una repugnante huella de destrucción que el psicólogo ahora conocía bien penetraba como un puñal dentro de un barrio de muchas diminutas casas apiñadas.
-Han muerto allí casi 2 millones, Orlan, a causa de vuestro cuarto experimento de teleportación.
-Y pese a eso, nos ayudaron a recuperar nuestra nave.
-Son buena gente, sí, nunca han intentado conquistar nada. Ni vengarse.  
Orlan se sentó sobre la piedra dura y desnuda. Se sentía muy mal, muy abatido. Todo ese daño, toda esa muerte... y la estúpida raza humana se sentía tan sabia y avanzada. Estaba avergonzado en un nivel cósmico.  
-Somos destructores, nunca lo podremos evitar... -murmuró para sí, poniendo la cabeza entre las manos.
-Oh, eso no es tan malo como parece, Orlan. 
-Ah, ¿sí? ¿Cuál será el castigo por lo que hemos hecho?
-¿Castigo? -la voz que provenía de la luz pareció sorprendida. -No, nosotros no somos jueces. Sólo somos árbitros. 
-Supuse que la singularidad en la Tierra había sido una represalia por estos desastres que causamos...
-Oh, no... Claro. Entiendo. Diríase que es un malentendido. ¡Vuestra especie es tan egocéntrica! No, no. La singularidad en su planeta fue causada por otros pensantes que también alcanzaron la tecnología de la teleportación. Ni siquiera es la primera vez que vuestro mundo experimenta una anomalía.
-Es la primera de la que tengamos noticia.
-No, es la primera que asocian con la teleportación. Tunguska y la Gran Extinción del Pérmico deberían ser etiquetas significativas para usted.
-¿Fueron singularidades también?
La voz no contestó. Nadie te lleva a otros planetas para decirte mentiras.
-La singularidad se agrandó cuando hicimos el último salto. ¿Qué fue eso? ¿Una coincidencia?
-No, pero si entendiera lo que está ocurriendo, no preguntaría. Lo pondré de este modo: ustedes tienen una singularidad y siguen teleportándose, es el peor escenario posible. Cada nuevo salto será más catastrófico para la Tierra en varios órdenes de magnitud. A propósito, ya no tienen modo de cerrar esa anomalía. 
-¿Qué? ¡Estamos condenados, entonces!
-Nosotros podemos cerrarla. Lo haremos a cambio de algo.
-¿Me han traído hasta aquí para regatear? -Orlan se mordió los labios después de decir eso.
-No tienen opciones, Orlan. La oferta incluye la solución para sus muy peculiares ecuaciones de teleportación. 
-¿Qué nos pedirán a cambio?
-Que salven a la especie que causó la singularidad en vuestro mundo.
-¿Perdón?
-Acompáñeme, todavía queda una parada más.
En total silencio, el mundo alrededor del psicólogo volvió a cambiar. Estaba ahora en medio de una avenida, en alguna gran ciudad de otro planeta. Era una urbe extraña, pero hermosa. Enseguida descubrió la sangre a sus pies y a lo lejos divisó cientos de esos horrendos monstruos que horas atrás había visto en La Brecha atacaban a todo lo que se movía. 
-Para evitarle un horror que quizá no podría tolerar, hemos cancelado los sonidos y los olores. Esta especie causó la singularidad en la Tierra y al mismo tiempo abrió un portal a un lugar maldito. Ahora están siendo invadidos. En un año habrán desaparecido por completo. Los invasores no son pensantes, son una… bueno... una desgracia cósmica. 
-¡Por qué no se defienden! -gritó Orlan, apretando los puños al ver como una de esas aberraciones se abalanzaba con los tentáculos extendidos sobre varios seres vagamente humanoides.
-Porque no son agresivos. No tienen armas. Nunca las desarrollaron. Sus antepasados no son simios beligerantes sino pacíficos herbívoros de la campiña. No tienen ninguna posibilidad. 
-¡Hagan algo! ¡Cierren el portal!
-No es posible cerrar un portal. Y como árbitros, no podemos intervenir. De poco serviría, por otra parte. Pero le solicitamos oficialmente a la Tierra que desembarque en este mundo y detenga la invasión. Nosotros proveeremos la tecnología de transporte. La Tierra aportará la tecnología bélica. La verdad es que no hay muchas civilizaciones capaces de vencer a esos engendros.
-Si ese portal no puede cerrarse, su petición nos conduce a una guerra con otro planeta, con esas cosas, con, y cito, un lugar maldito...
-Así es. Tenemos la impresión de que la Tierra es consciente del grado de daño que ha causado y de la catástrofe que la amenaza. Y creemos entender que no sería la primera vez que vuestra civilización obtiene algo por medio de una guerra. 
Orlan tuvo que reprimir la náusea mientras más y más engendros inundaban la calle. Sabía, de alguna extraña manera, que estaba presenciando la escena más intolerable que vería en su existencia. Giró hacia la luz.
-Lo haremos, los convenceré.
-Vino aquí creyendo que debía convencernos a nosotros.
El psicólogo calló y miró el río de sangre y restos orgánicos corriendo a sus pies.
-Sabe dónde encontrarme, Orlan. 
Un segundo después aquella escena propia de El Bosco desapareció y se encontró sentado en la tabula rasa. Korda, de pie delante de él, lo sacudía enérgicamente. La voz le llegó poco a poco.
-¡Orlan! ¡Orlan! ¿Me oye? ¿Está bien? ¿Qué ocurre?
El psicólogo lo pensó un rato. Intentó convencer a su cuerpo de que haber viajado casi 7000 años luz no era una gran cosa. Le costó hablar. Dijo:
-Estoy bien, Korda –hizo un largo silencio–. Llame al Presidente.
-El Presidente está en línea, Orlan.
-Tenemos mucho trabajo por delante, señor.
-Lo escucho, muchacho.


(CC) Ariel Torres – Diciembre - Enero de 2010

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4 comentarios:

elbachy86 dijo...

Seria muy bueno que continúes este relato, me gusto mucho

Ariel Torres dijo...

La continución está en camino ;) Gracias x tu comentario!

Pablo Areces dijo...

Me gusto Ariel. Tiene algo que para mi es fundamental para engancharme leyendo: entras directo en la acción sin dar explicaciones y que el lector se arregle para entender el contexto. Siempre pienso que esto agiliza las neuronas.
Segundo punto que me entusiasma en un relato de SF, da una explicación a hechos reales que ocurrieron en la historia y que no la tienen (por la referencia que hacés a Tunguska y la Gran Extinción del Pérmico).
Voy a leer ahora Damocles para ver cómo sigue. Aunque tenía tu blog entre mis bookmarks nunca había llegado a poder darle un vistazo y gracias a que lo twiteaste lo pude leer mientras viajaba en el subte. Seguí manteniéndonos al tanto de las novedades que tengas. Un Abrazo

Ariel Torres dijo...

Gracias x lo que decis, Pablo :) Un honor recibir comentarios tan alentadores! Abrazo!

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